Historia de un lunes – LVII

By on marzo 4, 2021

LVII

MÉRIDA: EL DESPERTAR DE UN SIGLO

Unos cuantos álbumes fotográficos a lo largo del tiempo documentan la historia de la ciudad de Mérida. No los tengo a la vista, pero creo que ciertos gobiernos de la urbe se han preocupado por publicar atractivos libros gráficos que nos dan a conocer a la Mérida de otros tiempos. Nombro, a guisa de ejemplo: la monumental “Historia Gráfica de Mérida de Yucatán”, recopilada por el investigador José Adonay Cetina Sierra allá por 1984. La obra está colmada de fotografías, algunas raras en verdad.

Hoy que se celebran 450 años de nuestra Mérida, el Gobierno de Yucatán y CULTUR, apoyadas por el riquísimo archivo (perteneciente a la UADY) de la desaparecida “Fotografía Guerra”, ha visto a la luz “Mérida: el despertar de un Siglo”, cuyos nostálgicos y oportunos textos corren a cargo de un apasionado meridano: Eduardo Luján-Urzaiz. El libro (el álbum) apaisado y copioso en fotografías añejadas en la barrica del tiempo, nos convoca a un tour por la entrañable Mérida ausente, no la de nuestros padres, sino la de los padres de nuestros padres. Gente de fin de siecle y de apertura del 1900, efigies que nos miran desde su asombrosa nitidez, figuras apresadas para siempre desde el recuadro de una fotografía: un hombre nos contempla desde los rieles de los olvidados tranvías (con el Palacio del Arzobispado a un lado, y el del Ejecutivo al fondo); un chico, que hoy contaría cien años, lo acompaña; otra imagen nos muestra el techado Pasaje de la Revolución y el flamante Ateneo Peninsular de la época de Alvarado (“Nunca había demasiada prisa. Las actividades comenzaban a las siete de la mañana, oficinas, comercios, las clases de los niños. Se vivía una paz provinciana que permitía a todos disfrutar la ciudad de cabo a rabo, y a uno que otro petimetre montar guardia en la acera de Gran Hotel para ver salir a María Caballé o a Luisa Crespo, rumbo a los ensayos del Teatro Independencia o del Peón Contreras”, Eduardo Luján-Urzaiz, página 19).

Y es que, naciendo el siglo, el Gran Hotel era ciertamente el gran hotel de la ciudad, con sus tres plantas y todos sus servicios.

Es el mismo donde en 1906 se hospedaron dos ingratos huéspedes británicos: Channing Arnold y Frederick J. Tabor Frost, autores de un libro que busca avergonzar a Yucatán.

Sin prisas, voy volviendo las páginas de este álbum de saudades. Ahora me enfrento con un viejo edificio que en su parte superior dice: “Librería y Miscelánea de Jorge Burrel”, negocio que todavía existe.

Lo que vemos en “Mérida, el despertar de un Siglo” es la otra Mérida, la ciudad del ayer, la que hizo el viaje sin retorno. Una jornada al olvido, al desvanecimiento. Y con ella se disiparon los aindiados policías que me observan a la entrada de una tienda que se llama “El sombrerero…”; se eclipsaron aquellos viandantes que miro caminar bajo el corrosivo sol meridano sobre la escarpa de “El Correo Inglés”; se fueron los carretones y las mulas de la vieja Calle Ancha del Bazar, alguna vez la Alameda de la ciudad. Aquí me detengo y percibo los edificios de tres pisos del comercio, un coche-calesa cuyo tránsito es tardío debido a las malas condiciones de la calle; un solitario árbol desmirriado, huérfano (o casi huérfano) de hojas; dos postes de la naciente electricidad citadina, polvo, cartelones, hombres de traje caminando sin rumbo… Más adelante, una vista del edificio “Siglo XIX”, probablemente recién construido. Acaso sea el más alto edificio de la ciudad con sus lucidoras cinco plantas… Un coche-calesa descansa a sus puertas. La siguiente página (la siguiente fotografía) está dedicada al Palacio Federal (donde hoy se ubica Correos) entonces recién construido, el edificio se encuentra en perfectas condiciones en nuestra época. Como ha de imaginarse el lector, no faltan las calesas (el automóvil era una rareza) a la caza de clientes. En la página 32 hay una hermosa vista del Castillo de San Benito (aún no víctima de nuestra destrucción urbana) y un inmenso depósito de agua potable. Debe haberse tratado de una ocasión especial, de algún acto oficial a los que estamos acostumbrados, pues ahí pueden verse numerosos soldados y policías y algunos funcionarios públicos. Pero también hay tiempo para el esparcimiento: en la página 35 observamos el interior de una cantina: los anaqueles henchidos de botellas, los espejos taberneros tan de moda en aquellos tiempos, una larga barra de mármol, los cantineros a la espera de realizar su faena, algunos parroquianos sentados como posando, un grupo de músicos con sus violines y guitarras, y en la pared, por supuesto, un caduco reloj Ansonia (todavía existen algunos en ciertos hogares meridanos) listo para cumplir con su deber. Las páginas 36 y 37 están consagradas a fotografías de “El Mundo Elegante”, conocida tienda de ropa de la época, que todavía persiste. Sospecho que habría una barata porque decenas de personas esperan ansiosas la apertura del establecimiento.

El lustroso álbum no se satisface con enseñarnos los exteriores y los lugares de aquella rica ciudad sustentada por el henequén, sino que nos introduce en algunos interiores de las clásicas casas meridanas de entonces y de las tiendas, dentro de las sastrerías, las maquiladoras, y otras clases de fábricas. Hay una foto (pág. 41) de la inolvidable fábrica de cigarros “La Paz”. Otra escena nos revela el interior de una factoría de ropa: numerosas operarias nos miran asombradas mientras nosotros las observamos laborar en sus máquinas de coser. A la derecha, un tipo bien vestido, quizás el capataz o el propietario, observa con minuciosidad que las trabajadoras cumplan con su tediosa tarea.

Abundan las fotografías del Palacio Municipal (y a su costado el edificio del Olimpo, todavía no demolido por la “civilización”), del Palacio del Ejecutivo; hay una del “Cuerpo de Seguridad Pública” con una lujosa calesa a la entrada, escenas de trabajadores del Ayuntamiento en la dura brega de lavar las calles, acompañados de bestias y enormes depósitos como los que usaban los aguadores meridanos de hace cincuenta año pululan las carretas sin faltar sus acémilas, se ven polvorientas calles citadinas y fotingos de comienzos de siglo (algunas de esas escenas no dejan de recordarnos las del “Wild West” norteamericano). En la página 53 podemos mirar la todavía conservada Estación Central del Ferrocarril (también en las páginas 54 y 55). En la 57 admiramos una parada militar, en la 58 parte del Parque de Santiago, en la 60, cientos de alumnos realizan prácticas de ejercicios; hay vistas de los carnavales de entonces, interiores de los edificios de las sociedades coreográficas, de una vieja banda de jazz de comienzos del siglo, de gente arremolinada alrededor del Teatro Rivoli, de pelotaris (jugadores de pelota vasca), de boxeadores, de la visita del Apóstol Madero, del Gral. Salvador Alvarado con su gabinete (en realidad son varias fotografías que nos muestran al general, una con el Dr. Eduardo Urzaiz Rodríguez); desde el balcón de uno de los cuartos del “Hotel Imperial” percibimos a Felipe Carrillo Puerto, y no falta una foto de la visita de Obregón a la ciudad y del Parque de Santa Lucía en tiempos del chino Mateo…

Mérida: El despertar de un siglo” contiene unas 125 páginas llenas de fotografías por lo que describirlas a todas constituiría un nuevo trabajo de Hércules. Además debe ser el propio lector quien hojee estas estupendas imágenes de la Mérida que no nos tocó ver ni sentir; pero que puede ser vista y sentida por virtud de esta memorable edición que he venido comentando.

(11 de marzo de 1992)

Roldán Peniche Barrera

FIN

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