Y nunca de su corazón (XIII)

By on marzo 14, 2019

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XIII

UN MUERTO EN LA MILPA

…Y a esa mujer la rondaba sh-Tarín, carantoñas, las propias de sus hábiles manos y dádivas del señor diputado local del distrito…

Cuento semipolicial en ritmo-jarana de tres sobre cuatro, multiplicado a veces por dos sobre dos.

(“LOS AIRES”, jarana que preludia el ansia y llama a la “vaquería” y hace bullir el alma por zapatear cuando la orquesta rompe a tocarla y prepara así el ánimo para la fiesta soñada; el grito de los presuntos danzantes y el estallido de los “voladores” es parte obligada de la música rítmica.)

Cuando llegaron de Mérida los de “la secreta”, Eusebio Gurmina, Comandante de la Policía de Chíabal, sabía ya quién mató a don José D. Pamplona. Y lo supo porque tenía el congénito olfato del hombre con vocación policiaca. Su ideal fue siempre ser buen policía; pero el hambre y la política se lo frustraron.

–Oye, Seb: en el camino de “Chouac ja Barbachano” encontraron muerto a don Dolito Pamplona. Tú eres el comandante y tienes que ver lo que haces –le dijo el presidente municipal.

–“Ta” bueno, don Sot. Voy a ver lo que hago. Insultado si no descubro quién lo mató. Ya verá usté.

Eusebio se ciñó la pistola al cinto, bajo la chamarra. Tomó un puñado de “tiros”. Se puso el sombrero de “huano”, de tipo vaquero, se aseguró en el brazo la cinta encarnada que era símbolo de su jerarquía policiaca. Y salió a investigar.

Seb conocía al dedillo la vida de don José Dol: comerciante en cosas diversas, cereales y géneros varios, iba de pueblo en pueblo por los caminos tortuosos, montado en su bicicleta. Vendía, cobraba deudas, enviaba pedidos, hacía negocios de todas clases y daba dinero al interés. Su “sabucán” nunca estuvo vacío. Llevaba en él alhajas en prenda de sus usuras y el dinero de sus cobranzas.

Eusebio Gurmina recorrió las tiendas del pueblo. La última fue la de don Nacho Cabrera, “El Globo”, allá en el cabo, al comienzo del camino real de Agua Larga, “Chouac ja Barbachano”. Gurmina repitió sus preguntas rituales. Y sí, había estado la última vez, ayer, don Dolito, antes de seguir su camino. Le pagó una deuda de cien pesos y salió silbando el viejo, contento, con nuevo pedido en la bolsa y en su morral más dinero.

–¿Y quién otro estaba aquí cuando usté le pagó?

Don Ignacio fijó los ojos en las ristras de ajos colgantes del techo e hizo memoria. Luego bajó la cabeza para ver la batea del puerco en salmuera, donde esperaba encontrar su recuerdo en conserva, salado. Después de un rato, informó:

–¡Amh, sí! Cuando le pagué a don Dol estaba aquí un tal Joseíto Cauich. Me compró el hombre veinte centavos de queso de bola y diez de galletas de soda; cinco de cigarros “U-shul” y una cajita de fósforos de “El Porvenir”. Llevaba escopeta calibre veintidós. Me dijo que iba a su milpa. Vio que yo le pagara mi deuda a Dolito. Prendió un cigarro y salió mucho antes que don José Dol.

En ese momento pasaban el cuerpo de don Dolito Pamplona en rústica camilla improvisada con palos, bejucos y ramas. Lo llevaban a la comandancia por órdenes del presidente don Sot: don Sotero Poveda.

–A ver, muchachos. Que se paren un rato. Quiero examinar al occiso.

Eusebio Gurmina se puso a examinar el cadáver. Tenía cuatro agujeros de bala en la espalda. De rifle calibre veintidós, según vio el comandante.

–“Ta” bueno. Que sigan. “Ai” los alcanzo. Yo voy a averiguar en el lugar de los hechos. ¡Oye tú, Belchoch! –se dirigió a un camillero –¿En dónde lo recogieron? ¡Dímelo! “Pa’ que yo vaya a ver si descubro al asesino.

–El hombre que vino a dar parte dijo que estaba como a una cuadra de la entrada del “carrito” de Chouac ja, frente al plantel “sh-Bon” de la hacienda. Y allí lo encontramos, tirado en medio del camino, sobre una laja, junto a la mata grande de “chacaj”. “Ai” viene Viz Chay trayendo la bicicleta del muerto, cargada, porque tiene los rayos de una rueda rotos.

–¡Ajam, tá bueno! Que vayan. “Ai” los alcanzo.

Y Eusebio Gurmina salió a paso doblado al lugar de los hechos. A poco dio respuesta con un rezongo soberbio al “bons días, tat” de Vicente Chay. Y no por orgullo de autoridad pueblerina; sino porque iba rumiando su hipótesis sobre el presunto asesino y el móvil probable del crimen.

Una cuadra antes del sitio indicado comenzó sus pesquisas. Como buen sabueso, comenzó a rastrear. Por allá debiera haber huellas del crimen. Y sí las había: a un lado de la senda sinuosa, a la sombra de los arbustos floridos, junto a la albarrada del plantel “sh-Bon” de “Chouac-ja Barbachano” halló una piedra plana, limpia y pulida. Una laja como para asiento de caminantes cansados o asesinos que acechan y guardan. Frente a la piedra había huellas de alpargatas que molieron el zacate sobre el reseco “k’ancab”, señal de nerviosa impaciencia. A un lado, un papel celuloso con manchas de grasa de queso de bola de Holanda, señalando el contorno de la media rebanada. Al otro lado, el derecho, la colilla de un cigarro “U-shul”. Y como a tres “mecates”, las huellas de sangre del difunto don Dol. Eusebio sintió la emoción del sabueso que da con su presa.

“Al huevo” era Joseito Cauich quien mató por la espalda a don José Dol. Le esperó sentado. Le saludaría con un “bons tardes, señor”. Debió haberle dejado pasar y alejarse, terciar la escopeta, fijar el blanco y jalar el gatillo, temblando. Quizá muchas veces. Tal vez sólo cuatro. Las mismas que Cauich dio en el blanco, certero.

Era cuestión de aprehenderlo y llevarlo a la cárcel. Había pruebas palmarias de neta evidencia contra Cauich, el milpero. Pero “Us” no dejó de sentir luego cierto desánimo. La cosa se estaba poniendo demasiado fácil y como hecha de encargo. No así había soñado destacarse como buen detective. Sin embargo, eso decían los datos fehacientes, y así había que tomarlo.

Volvió al pueblo Gurmina, montó en un caballo y salió al galope a la hacienda “Chouac-ja-Barbachano”, donde el labriego Cauich era peón terracero. El día anterior, el del crimen, Cauich no había ido a la finca. Pretextó ir a su milpa a seguir la desyerba. Fue lo que supo Gurmina y ya era bastante. Todo le seguía saliendo bien al “shtol” pueblerino. Demasiado bien, para ser exacto. Mas lo importante era ganarle la delantera a los “secretas” de la Judicial que llegarían de Mérida. Que vieran que aquí en Chíabal había un detective de veras. Todo un comandante de la policía, diestro en su oficio.

Así, con cuerpos del delito tales, ya podía aprehender a Joseito Cauich. Y lo apresó. Lo agobió a preguntas en plan de buen detective. Joseito negaba. Gurmina insistía. Y le aconsejaba que mejor confesara, por aquello de las atenuantes, las leyes, el juez y los años de cárcel.

–Pero si no fui yo, don Sebito, Yo no sé nada. Ni siquiera conozco a ese don Dol.

–No lo conocerás, socabrón, pero ya le “distes” cuello. Lo “matastes” a ese viejo usurero. Y aunque le debo cien pesos, tengo que descubrir al del crimen. La muerte del occiso no se queda así nada más. lo que no sé es como voy a recobrar la cadena de filigrana que le di como prenda de empeño.

Al fin llegaron los de la “secreta” de Mérida. Gurmina explicó su teoría, triunfante. Y entregó la colilla y el papel celuloso con manchas de queso de bola de Holanda. Los de la “secreta” no le hicieron caso y tomaron por su cuenta al presunto asesino para interrogarlo.

Le aplicaron la técnica en grados para hacer confesar, hasta el cuarto. Le tiraron los dientes a patadas y golpes de puño en la boca. Le molieron el hígado hasta hacerlo papilla en la panza; Joseito seguía negando.

Todo fue inútil: Cauich se decía inocente y juraba por su esposa y sus hijos que no había matado al mercader ambulante y montepío viajero.

 Y lo llevaron a Mérida con gran escándalo de “El Diario” sobre la inseguridad de los caminos para la gente hacendosa, sostén y nervio de la vida económica del Estado. Las mismas cosas de siempre en “Notas del Día” y en editoriales ampulosos y latinizantes.

Tres meses después, la Justicia condenó al convicto, aunque nunca confesó, a la pena de veinte años de cárcel por asalto y homicidio en despoblado, con todas las agravantes de ley. La justicia había cerrado a paso de carga uno de sus más brillantes capítulos.

Joseito Cauich, en la enfermería del penal, aún no sanaba de la técnica de los “secretas” para hacer confesar.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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