Y nunca de su corazón (VI)

By on enero 24, 2019

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VI

EL MILAGRO

Continuación…

Y sí. Fue cuando con el más mínimo pretexto –no obstante la prohibición de su marido– Marijosefa se daría a contar la causa de su gran devoción al patrón de los labriegos; no había sido una, sino muchas, pero muchas veces las que, a fin de semana, Tránsito, el bueno de Tran –¡Pobrecito, tan gordote que casi se me ahoga cuando duerme!–, a su regreso del Ejido de San Isidoro donde era pagador de “anticipos” a los ejidatarios Henequeneros, le había entregado, además de su raya semanal, una gran “cuja”. La primera se la había entregado sigilosamente, con mucho misterio y picardía. Fue una escena precedida de muchos “a que no sabes una cosa”, “a que no adivinas”, “a que ni siquiera sospechas lo que traigo”, y otros rodeos por el estilo. Así había llegado un sábado el chusco de Tran, con esas sus pesadeces de: “a que ni te imaginas lo que es”. Y ella: “a que sí”. A que era una carta de “sh-má Des” –mamá Desideria– anunciando que vendría para la fiesta del pueblo. Y él: “a que no”. Y ella de nuevo: “a que sería carta de “chichí Juana” –la abuelita Juana– preguntando, como siempre, si ya había hecho su “encargo”, o dando consejos sobre yerbas y remedios para concebir, en caso de que no. Y el pesado de Tran “a que no y que no”. Pues que dijera “del tiro” de qué se trataba.

–Y le había entregado la “cuja” –fue la primera– un largo sobre blanco, demasiado gordo para ser sólo carta. Y que ni siquiera estaba cerrado. Ni tenía estampilla. Ni dirección. Ni nada. No obstante, mentalmente, Marijosefa había iniciado la lectura de la supuesta misiva: “Deseo que al recibo de la presente…” y, con un salto de su imaginación, había rubricado ya el párrafo de rigor con el consabido… “a Dios gracias”.

¡A Dios gracias!, en efecto, había tenido que exclamar Marijosefa cuando vio el contenido del sobre.

–A Dios y a mi compadre don Isidro. Porque esto viene de la hacienda de mi compadre y del Ejido de San Isidoro– aclararía el chusco de Tránsito con sonrisa de hombre que al fin dio con su camino.

Eran veinticinco billetes de a cincuenta pesos, nuevecitos, y diez de a veinte, un poco maltratados. Mil cuatrocientos cincuenta pesos que Marijosefa se complacía en barajar entre sus dedos, aún desconfiada de que fueran suyos. O de Tránsito. Mejor dicho, de los dos.

–¡Se lo dije en su cara!  Que era gracias a Dios, sí… Y a nuestro Santo San Isidro. Después… Se me cayó la fuerza de mis manos. Aquello pesaba como si el papel se hubiera vuelto dinero de metal, de plata, de oro: pulseras y rosarios de bolitas doradas, con sus tamañas cruces y sus veneras con la imagen de la Santísima Virgen… ¡Atiós! ¡Qué ingratitud! Con la imagen de San Isidro Labrador.

No sería la raya semanal de Tránsito. Antes que el sobre ya se le había entregado, como siempre, completita: ciento cincuenta pesos escasos, como pagador de “anticipos” en el Ejido de San Isidoro. Por eso había comenzado a preguntar, a sonsacar a su marido. Y otra vez, el chusco de Tránsito con sus “a que no adivinas”, para decir después. “Es mejor que no sepas. No sea que después lo cuentes a todo el mundo.”

–¡Dios Santo! Pero ¡Ave María Purísima! ¡Eso sí que no, entonces! ¡Qué coraje!

Le dijo a Tránsito el sueño y la soltura. ¡Que ella, su mujer, ignorase las cosas de su marido! ¡Viento y rigor fuera! ¿Qué se había figurado el pesado de Tran? Después de todo ella tendría que saberlo algún día.

Y lo supo. Al instante. Tránsito le contó lo que tendría que saber su mujer tarde o temprano. ¿De qué tenía que avergonzarse? ¿No lo hacían todos? Y, además, ¿no habían sido los henequenales del Ejido de San Isidoro propiedad de don Isidro, antes del inicuo reparto? ¿Que con que unos cuantos millares de hojas de henequén, cada semana, retornaran a su antiguo dueño? Todo era como restituir lo suyo a un desposeído por el vandalismo revolucionario de don Lázaro. Un acto de justicia. Sólo eso: quitar a esos “indios de miarda” lo que en mala hora les regalara quien sólo supo repartir en su tiempo lo ajeno. Igual que era de justicia hacer eso otro: sembrar cuarenta “mecates” con retoños de henequén y anotar que sólo se sembraban veinte. Eso, cuando se trataba de la pequeña propiedad de don Isidro o de cualquier otro hacendado. Porque, cuando era en el propio ejido, la cosa se hacía al revés: se sembraban veinte y se anotaban, para cobrar, cuarenta. Y a cuenta de esa treta ahí estaban por de pronto, mil cuatrocientos cincuenta pesos.

–¡En una semana, Marijosefa, en una sola semana! ¿Te das cuenta, mi bien? Ahora sí, ya puedo ir personalmente a México a traerte tu santo. Te lo prometo, linda. Al fin y al cabo, esto no es pecado: es devolver algo a sus antiguos dueños.

–Sí y pues, Tran. ¡Pobrecitos! Yo siempre lo dije: que había que devolvérselos de alguna manera. Pero ese modo que has “buscado” para devolverles lo que es suyo, es el más bueno, el más justo. ¿Más si no? ¡Que vivo eres, mi amor! –y Marijosefa se había ganado un beso brillante, chupado, ruidoso, sobre el cabello.

Así continuaron llegando sobres, semana a semana, unos más voluminosos que otros, según el monto de las operaciones ilícitas que el chusco de Tránsito, su compadre don Isidro –propietario de la hacienda San Isidoro– y otros hacendados hubiesen maquinado. Llegaban como misivas que se iniciaran con el párrafo de rutina: “Deseo que al recibo de la presente…” y que terminasen, también, con el consabido: “…a Dios Gracias”.

Gracias a ellos hubo para el viaje a México. Para adquirir el costoso San Isidro de bulto y el capelo francés, de fino cristal. Gracias a ello había nacido San Isidrín, el paraje que Tránsito compró en cualquier cosa a don Feliciano Pantoja. Cierto que era una “porquerillita” que no valía ni cuartilla –añadiría Marijosefa contando la ventura de Tran, “un trabajador con suerte”; diría además como atenuante: “Una tuchita así de chiquitita” y entre su índice y su pulgar aprisionaría una partícula de aire– que el chusco Tránsito (el pobrecito ahora estaba con las almorranas) fomentaba, en sus días de descanso, con la ayuda de unos trabajadores pagados por el ejido. Cierto que ya tenía unos semilleros de hijos de henequén; pero de esos vástagos ya secos que no sirven para nada y que Tran, a fuerza de trabajos y constancia, hacía revivir. Cierto también que ya había trasplantado: pero solo unos cuantos “mecates”. “Creo que cien o doscientos nada más”. Todo para esperar largos seis años y comenzar a “matear” apenas. Y entrar, entonces sí, a Dios gracias, en el gremio de los hacendados. O siquiera de los “parcelarios”. Porque… ¿instalar un equipo de raspar? Eso ni soñarlo. Aunque quien sabe, ya que los sobres seguirían llegando, con la ayuda de Dios y de San Isidro Labrador, como llegaban al honrado hogar de muchos dirigentes y funcionarios ejidales revolucionarios, según decía entre risas el chusco de Tran.

“Es mejor que no sepas. No sea que después lo cuentes a todo el mundo.” ¡Dios Santo! ¡Que coraje! ¡Dudar de su mujer así! Más bien por eso, de rabia, por venganza lo había contado todo. Y lo seguiría contando. Y la gente, sin egoísmos ni envidias –a cualquiera podía tocarle esa suerte– se hacía lenguas de la habilidad de Tránsito. ¡Pero qué vivo es ese hombre! Gracias a ello –¿más si no? – ahí estaba el sitio de ganado que el pesado de Tran, chistoso como buen gordo, había bautizado con el nombre de “Quinta Miseria”. Sus centenares de naranjos. Sus veletas, cinco y otros tantos pozos para regar el forraje de unas cuantas cabecitas de ganado. Eso sí, fino. Y ese semental que Tránsito compró en un ojo de la cara. ¡Un precio que nadie daría por el más viril y apto de los hombres! Pero Tránsito contaba que se lo había regalado el general Cárdenas. Otro coraje que Marijosefa había hecho por lo del semental. Y no por el supuesto obsequio del general, a quien Tránsito escribía de vez en cuando que la reforma agraria henequenera iba viento en popa, no. Sino por lo que se había gastado en el dichoso animalito.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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