VII. Xcanul
Después de abandonar Chumboob y para mejor despistar al enemigo, Cecilio Chi y Jacinto Pat decidieron separarse y así lo hicieron a la altura del rancho de San Vicente. Pat se internó en la selva y posiblemente tomó el camino del sur donde tenía partidarios y le era fácil abastecer su tropa. De sus andanzas por aquellos sitios sólo se tuvieron noticias incompletas y eso mucho tiempo después. De las correrías de Chi se supo algo más, como aquí se dice. Con sus más allegados se puso a visitar los parajes vecinos a Tihosuco, lo cual venía a ser un desafío a las tropas del gobierno acantonadas en esta plaza. Mientras hacía esto, reclutaba gente y se apoderaba de armas y bastimentos. No dejó de registrar una aldea. En el rancho de San Felipe libertó a los indios presos y obligó a la guardia a entregarle los rifles y las municiones que tenían en el cuartel. En un retén abandonado, se apoderó de varios cuñetes de pólvora y de un obús, viejo pero todavía capaz de hacer fuego. En el rancho de Santa Ana cargó con dos carretas de maíz y una partida de marranos y así su gente tuvo tortillas, carne y grasa para días. ¡Cómo se hartaron sus hombres! ¡Cómo se relamían el hocico! ¡Cómo roían los huesos y cómo degustaban las lonjas!
Más adelante mandó ahorcar a un gachupín, mayordomo de la hacienda de San Miguel, porque se negó a entregar las llaves del granero. Dejó su cadáver colgado de una ceiba. El hombre dijo no y ni ante la muerte quebró su palabra. Después se vio que el granero estaba vacío.
Al cabo de tres o cuatro semanas de andar haciendo las cosas de la guerra, Cecilio Chi llegó a Xcanul donde encontró una gavilla de indios ya en rebeldía, aunque sin más armas que unos cuantos palos aguzados. Chi les proporcionó rifles y pólvora, los abasteció de tasajos y los alentó a la lucha. ¡Con qué gozo empuñaban sus nuevas armas!
Los vecinos del pueblo lo recibieron con agrado y hasta se dispusieron a agasajarlo con fiestas y jolgorios. Toda la noche, los mozos y las mozas estuvieron tocando y danzando en la plaza. Parecían incansables. Mientras duraban estas alegrías, Chi no olvidó que estaba en guerra y así mandó poner centinelas a la entrada de los caminos. Temeroso de una sorpresa, él mismo hizo un recorrido por los alrededores y no dejó de escudriñar cuevas y rincones donde pudieran guarecerse los espías del enemigo. Chi era mezcla de sencillez y de astucia. Se conducía con la ingenuidad de un niño y, al mismo tiempo, con la malicia de un zorro. Era tierno, feroz y terco: por ayudar a un indio se quitaba la camisa, más por castigar a un blanco no se tentaba el alma y era capaz de acogotarlo con sus propias manos. Descubría la falsedad en los ojos y le bastaba oír la voz de cualquier sujeto para adivinar su intención. Nadie lo encontró dormido y ni sus más íntimos amigos supieron nunca dónde amarraba su caballo ni dónde tenía su refugio. Disfrazado no lo reconocía nadie. Muchas veces, fingiéndose viejo, se mezcló entre su tropa y ninguno de sus hombres se dio cuenta del engaño.
Al fin Trujeque averiguó el paradero de Chi y se dispuso a batirlo. Para ello ordenó al capitán Claudio Heredia que, con un destacamento, le diera alcance en Xcanul. Heredia era audaz y en la lucha no se detenía ante ningún peligro; como los toros, embestía con los ojos cerrados, sin importarle la muerte. De él se contaban hazañas valerosas y hasta temerarias. Su segundo, el capitán Ongay, no era menos osado; confiaba en su buena estrella y nada la enardecía tanto como el olor de la pólvora y la vista de la sangre. Todos conocían sus actos atrevidos. Las barbaridades que cometió en Tepich cimentaron su fama.
-En Tepich -aseguraba- no dejé un indio entero y con sus pellejos llené una cueva.
Esta tropa salió de Tihosuco en buena formación y mejor ánimo, pero avanzó con lentitud, no sólo porque los pasos estaban intransitables por las lluvias sino también porque era posible que, ocultos en la selva, rondaran gavillas de rebeldes. Más de una vez las avanzadas descubrieron indios agazapados tras las zanjas del camino y allí mismo, a golpe de macana, los dejaban muertos.
Durante la marcha, grupos de soldados invadían la maleza y, al buen tuntún, disparaban sus armas con el propósito de amedrentar al enemigo. A veces éste respondía con menos desperdicio de balas.
La impedimenta de Heredia iba protegida por un batallón de caballería. Al caer la noche, la tropa hizo alto en el rancho de San Miguel. Por vía de precaución se pusieron guardias en las murallas de la capilla y en las albarradas del atrio. La noche transcurrió sin que hubiera cosa digna de ser contada, salvo la muerte de una india que, imprudente, se acercó al reducto. Como no respondió a la voz de alto que le dio el centinela, éste le disparó a quemarropa y la dejó tendida. La mujer estaba en cinta y, según se supo después, venía en busca de su hombre, un cabo del batallón de Ongay.
Al amanecer del día siguiente, la columna levantó el campo y sin prisa llegó a las goteras de Xcanul, Como Heredia recibió noticias de que el enemigo estaba atrincherado y dispuesto a defenderse, decidió tantear su resistencia, haciendo un ataque sobre el centro. A los primeros disparos, los indios contestaron con descargas cerradas y casi en seguida hicieron tan audaces salidas que pusieron en peligro el grueso de la tropa. Aunque con intervalos de silencio, el tiroteo se sostuvo todo el día. Al caer la tarde, Heredia suspendió el fuego, pero redobló la vigilancia y reforzó su vanguardia tendida sobre el camino real.
Por la noche, entre gritos y desplantes, los indios estuvieron tocando sus atabales y chirimías de vez en vez, hacían estallar bombas cuyo eco rebotaba como trueno.
Al despuntar el alba, se reanudó la pelea. Heredia intentó avanzar, pero de nuevo fue detenido por una masa de insurrectos. Para darle más mal, en ese momento, las bestias saltaron sus cercas y los soldados, creyendo que eran los indios los que se lanzaban al ataque, abandonaron sus puestos y empezaron a huir llenos de pánico.
Chi aprovechó la confusión, avanzó y ya doblegaba la resistencia de la tropa cuando Heredia, tomando ejemplo de Ongay que no se había movido de su puesto, reagrupó a su gente y obligó a los rebeldes a replegarse. El combate se generalizó, pero, al cabo de unas horas, rendidos y agotados, ambos bandos suspendieron el fuego.
Al día siguiente, Heredia, jugándose el todo por el todo, ordenó un ataque a la bayoneta, el cual se efectuó con tanta rapidez que los indios no tuvieron más remedio que batirse en retirada, abandonando en su huida armas y municiones. Heredia y Ongay ocuparon Xcanul, pero no pudieron hacer prisioneros porque los rebeldes lograron alcanzar la selva y hasta allí no era posible perseguirlos.
Ermilo Abreu Gómez
Continuará la próxima semana…