Historia de un lunes – XXIX

By on agosto 20, 2020

XXIX

APUNTES A MODO DE DIARIO

Miércoles 4 de enero.

Al llegar a la hemeroteca, me fue comunicado el fallecimiento del Señor Valladares, padre de nuestro amigo Rómulo. Me trasladé de inmediato a la funeraria donde encontré a Rómulo, muy cerca del catafalco, completamente solo. Lo abracé y le ofrecí la fórmula de mis condolencias. Me acompañaban el Sr. Euán, prefecto de la escuela de Bellas Artes, y el profesor Quintal, editorialista de Diario del Sureste, quienes también se condolieron de Rómulo. Recuerdo ahora que había una mujer con él, una vieja y enteca campesina que hablaba muy poco. Rómulo nos la presentó como la cuarta esposa del finado, una tal doña Panchita, abrumada de lágrimas. “Esa mujer –sentenció Rómulo– es quien se encargará de enterrar a mi padre.” Alguien habló del alto costo de los servicios funerarios, pero Rómulo indicó que doña Panchita era una mujer de mucha plata y que seguramente dispondría un entierro decente para el difunto. Me desconcertó sin embargo no encontrarme con otros deudos del señor Valladares en la funeraria. La verdad es que en vida el hombre había sido un tarambana, un bon vivant de nutridos apetitos carnales que casó cuatro veces, que engendró una muchedumbre de hijos y que nunca se ocupó de ellos. Ahora comprendía yo por qué nadie se ocupaba de él en estas horas mustias. Ahora entendía, con elemental filosofía, que quien escamotea los afectos filiales corre el riesgo de carecer de ellos en la hora de las horas. La inhumación, anunciada para las dos de la tarde, iría a ser entonces extremadamente fría por razón del invierno y por la generosa ausencia de deudos a quienes importaba muy poco ese progenitor alegre que supo desentenderse de antiguos deberes familiares, de viejos ordenamientos bíblicos de los que se burló con candorosa socarronería.

Una joven mujer, perteneciente a un velatorio cercano, se aproximó a Rómulo e inició una lacónica conversación con él. Luego volvió a su sitio, desmedida en su soledad, agobiada por una pena inmensa que le ensombrecía el rostro. Rómulo nos explicó que aquella mujer desmelenada y ojerosa velaba el cadáver de su hermanito, un chico de diez y seis años, en la sala adjunta. La muerte de ese muchacho se había producido bajo circunstancias homicidas: alguien (que acaso no era un médico) lo había ejecutado al introducirle en el cuerpo una inyección corrompida. El muchacho, nos decía Rómulo, había llegado de la ciudad de México a pasar sus vacaciones en Mérida por insistencia de la hermana, contra la voluntad de sus pares. Seguro en su impoluta adolescencia, el chico cumplía en Mérida su ciclo vacacional cuando enfermó de repente: tosía, basqueaba sin cesar, y cuando lo vieron expeler un profuso chorro de sangre determinaron su medicación urgente. En la clínica les informaron que su mal no era grave y que con unas inyecciones estaría curado. No sé, ahora, quien lo inyectó. No sé quién se adujo ese derecho imprudente y se pregonó hombre de ciencia. La fatal inyección había prescrito muchos meses atrás. La aguja, oxidada, penetró fácilmente el cuerpo púber y le arrancó la vida. Ahora esa aturdida mujer –sola en el velatorio– apechugaba con aquella culpa monumental y asumía la custodia de aquel cuerpo todavía tibio que dormía infinitamente bajo la palidísima sábana. Yo me acerqué al cadáver, pero no quise mirar ese rostro apaciguado por la muerte.

Decidí retornar al velatorio del padre de Rómulo y olvidar la tragedia vecina. Se percibía una señalada diferencia entre las dos escenas funerarias. La del chico era intensamente melancólica. En cambio aquí (donde velaban al señor Valladares) se ignoraba alegremente la muerte y se ensayaban bromas y carcajadas. El difunto no contaba para nada. El señor Valladares recibía así, en medio de su infinita soledad, la displicencia de sus hijos.

Viernes 6 de enero.

Fui convidado a un almuerzo en la hacienda del señor Cámara. Ahí departí y agoté las horas del mediodía en compañía del primo Renato, del compadre Antuniano y de otros contertulios alegres. Antuniano proclamó, como siempre lo hacía, su vieja fama de millonario, de robusto hacendado que ha obrado el milagro de satisfacer los humildes lujos de sus peones “¿Para qué el socialismo? –reitera– Yo he demostrado sin descanso que la Revolución se suicidó en Yucatán cuando Cárdenas repartió las tierras. Mis peones viven con comodidad y son felices.” Antuniano se complace hablando de añejas heredades, de antiguas haciendas henchidas de apagadas reliquias de familia, de solemnes Murillos apócrifos, de abreviadas réplicas del Moisés  y de algunas apasionadas piezas de Canova, de bruñidas vajillas bohemias, de manteles alemanes (de alemanisco), de un piano inútil que duerme su sordera y su vejez en la sala de una casa principal, de un ruinoso corno francés que alguna vez tocó (con deslucido virtuosismo) su señor padre don Apolinar. La vasta heredad se completa con un patio inagotable, rieles decauville en deplorable estado, bestias de carga, plataformas, una raspadora de henequén, las idénticas casas de los peones y la modesta capillita donde anualmente se celebra una fiesta. La celebración es llana y aparatosa y saturada de plegarias, de procesiones y de fuegos artificiales. Remata con un recorrido del patrón (don Antuniano), quien porta en las manos un disminuido ícono del santo de la hacienda. Lo escoltan, entonando misereres con voces salmodiadas, los fieles del lugar (que son todos). Después cohetes impertinentes atruenan el desmedido patio. Y entonces habrá advenido el momento anhelado: la casa principal, mudada en restaurante y cantina, es invadida por decenas de hombres, mujeres y niños; se sirven rollizos tacos de cochinita. Suelen perderse los estribos. La última vez, el cura que fue a decir misa sacó la pistola e intentó agujerearle la barriga a un distinguido visitante. Los otros invitados intervinieron y el affaire no pasó de las conocidas execraciones.

Martes 10 de enero.

Sucinta escala en la Catedral. Gringos indulgentes de maquinales sonrisas y sombreros de paja entran y salen del edificio. Se apresuran a disparar sus cámaras contra todo lo que se mueva: el padre recitando la misa, el inasible incienso, el sacristán maya protocolario, los sigilosos acólitos… (Entre estos pedigüeños percibo la figura campesina de un antiguo cacahuatero de los juegos de béisbol a quien los años –y su deleznable salud– embistieron a la mendicidad. Lo observo y medito: “Yo te miré treinta años pregonando, con enojoso estribillo, tus cacahuates en el Estadio. Hoy los tiempos te hicieron su jugarreta y has tenido que tomar tu lugar entre los otros pordioseros y suplicar la limosna para calmar tu hambre.”) Cuando los turistas se han hartado de retratar esa exuberante indigencia, la dan por fotografiar la simple y grandiosa arquitectura de la Catedral.

Detenido en el tiempo de aquel antiguo templo que levantaron los indios para los blancos hacia el crepúsculo del siglo XVI, observo de pronto la incómoda presencia del señor Capdevila, quien durante cincuenta años ha ejercido esa suerte de periodismo mercenario que practican los pícaros. Se sabe, y he sido informado debidamente, que en su remota juventud el señor Capdevila deshonró a una joven que le consagró su virtud, confiada en sus promesas. Parece que poco después la muchacha se suicidó (como Cayo Petronio) cortándose las venas. El señor Capdevila prosiguió, sin embargo, su vida borrascosa de siempre, sin mostrar el más leve signo de arrepentimiento. Ahora lo estoy mirando penetrar, austero y de prisa, en la Catedral. Ahora lo estoy viendo postrarse de hinojos ante la imagen de la virgen de Guadalupe a la que le ofrece su mentirosa humildad y sus inflamadas oraciones. El señor Capdevila viste intempestiva camisa azul y desgastados blue jeans, es melenudo, fofo, gasta anteojos del color de la noche, rehúye sospechosamente la mirada. Después de su despreciable soliloquio, se persigna y abandona con tembloroso paso el templo.

Miércoles 11 de enero.

Cita con el poeta Juan Duch Colell en el taller del abuelo Enrique Gottdiener. Hemos llegado un tanto dilatados. Nos abre la puerta Luis, el colosal ayudante del abuelo. Dentro nos aguarda don Juan con Jorge González Argüelles. El abuelo ha tenido que marcharse. Nos sirve Luis una cerveza. Luego vendrá un pensativo trago de Napoleón (u otro buen brandy). Este Luis es un antiguo sirviente del abuelo. Lo prohijó desde los años párvulos y con el tiempo el pequeño se erigió en un gigante que (como Zipacná) levanta brutales troncos de árboles que le lleva a cuestas (con memorable facilidad) al abuelo Gottdiener para sus esculturas. Esta gélida tarde invernal lo observo juguetear y conversar con el gatito del abuelo. Le dice muchas cosas al animalito que se satisface con elevar la mirada hacia las alturas de aquel sosegado Goliat que discurre con mayúscula puerilidad. Hablamos con don Juan Duch de las cosas de todos los días y de las actitudes literarias y de la plausible labor de Maldonado Editores con sus veinte títulos de Voces de Yucatán casi redondeados. El taller del abuelo duerme, sólo distraído de nuestras voces, su siesta cavernosa invadida de iconos impávidos, de lúgubres cajas de seguridad, de antiguos relojes Ansonia (que despertaron a nuestros antepasados alguna media noche con viejas campanadas victorianas), de libros polvorientos, de arañas luminosas y tristes, de estatuillas y grandes tallas emanadas del genio del abuelo. En el primer patio que preside un inquebrantable limonero se advierten, sedentes en el piso, inmensos bustos (como cabezas de gigantes) de Ermilo Abreu Gómez y Antonio Mediz Bolio. Son cerca de las tres cuando partimos a comer al restaurante Los Almendros.

Una mañana (sin fecha) de 1984.

Deambulo por las calles del centro de Mérida. Miro despreocupado mi reloj: son las ocho de la mañana. Mérida despierta a las fatigas del día. El ruido matinal (furiosos silbatazos de la gendarmería, horrísonas bocinas de execrables autobuses cláxones de, al parecer, un millón de abruptos automóviles, los temibles anunciadores ambulantes armados de micrófonos) proclama su abominable presencia y nos embiste sin piedad. A pesar de ese caos recorro sin rencor el vasto cuadrilátero de la Plaza Mayor (donde fueron ahorcados diez y seis indios idólatras en 1558, donde desollaron vivo al incorregible Jacinto Canek en 1761, donde rutineros infames vejaron en un paseo vergonzante al justiciero Padre Velázquez hacia 1814). Observo con indolencia la restaurada Casa de Montejo de Banamex y la librería ABC donde los dependientes comienzan a esbozar el hastío de sus labores del día y a apilar cientos de cuadernos y lápices sobre los demudados anaqueles. Me dirijo –para doblar por la derecha– hacia el edificio El Gallito, donde alguna desvanecida noche del siglo XIX bailó sin demostrar fatiga la emperatriz Carlota. Desde ese sitio histórico –desde ese perdurable balcón imperialista– la inminente viuda de Maximiliano cautivó a los románticos meridanos de 1865 (los periódicos publicaron imperecederas crónicas del evento redactadas por plumas de ardua chabacanería, los honorables hacendados dilapidaron miles de dólares mexicanos para impresionar a la soberana, y ataviaron a la europea a memorables mestizos de la época; las decorosas damas de la sociedad de Mérida supieron asimismo disputarse como tenaces verduleras los sitios más próximos a Su Majestad). Hoy, ese edificio donde don Darío Galera deleitó a nuestros antepasados con exquisitos sorbetes hechos con frutas de la época ha sido consagrado, en su primera planta, a la exhibición (y venta) de zapatos para toda la familia. Prosigo la marcha; aburridos empleados cesantes del café La Sin Rival (acaso el más antiguo de nuestro zócalo) desmenuzan las horas matutinas en la lectura de revistas imbéciles, jugando a las cartas, o simplemente descabezando un sueñito: el patrón se ha declarado en quiebra (lo que no nos admira) mientras los empleados desfallecieron de tedio. De la panadería La Mayuquita (una de las contadas tahonas que todavía proclama pan bueno en la ciudad) emergen olores felices: la gente se arremolina para comprar el pan. Prosigo por esta ruta abarrotada de peatones ansiosos de integrarse a sus labores cotidianas; todavía no abre el Banco del Atlántico pero hay colas formándose a sus puertas; el café del edificio El Candado es un avispero (en su sentido más literal): los parroquianos atiborran ese estrepitoso lugar donde se ensayan memorables hablillas y se erigen calumnias insospechadas y tremendas: ahí se generan humo de cigarrillos y el aroma de un café que quema los labios; un descendiente de Ganimedes dispensa su prosaica gentileza hacia quienes dilapidan las tranquilas horas de la mañana, mientras pondera la falsa exquisitez de algún postre, o del labin que tanto gusta a los árabes. Rebaso, sin acelerar la marcha, un establecimiento de botas y algún comercio donde cruje el pop corn que inventaron los aztecas por los tiempos bucólicos de Quetzalcóatl antes de que se convirtiera en la Estrella de la tarde (a la que Wagner cantó en un soñoliento epacio del Tanhäusser); paso por un hotel donde los turistas yanquis inundan el lobby con su oneroso equipaje y un apabullante acento tejano. Después del hotel, una barbería donde acostumbraba cortarme el cabello. En la entrada de esa peluquería, un billetero dispone sus cachitos de lotería y alguien propone un toast con Coca Cola, lo que estimo injurioso, ya que los brindis en Yucatán se hacen con cerveza yucateca.

Me detengo una media hora (una media horita, como diría Goethe) para desayunar. Me instalo a una de las mesas de El Popular Cuco, que es una fonda de impresionante tráfago en la que sirven homéricos mondongos y chocolomos. Aquí, alguna mañana, desayunó con jubiloso apetito el poeta Raúl Cáceres Carenzo. Lamento, sin embargo, que el mondongo se ha agotado y me resigno, intimidado por mi hambre, con un fogoso chocolomo al que, deploro, le falta el rábano. Concluyo y pago $165 de mi consumo mientras recuerdo que estos chocolomos costaban $1.65 hará unos veinte años.

Prosigo la marcha después del desayuno. Me dirijo a la hemeroteca. Paso por El Paje, tienda vieja saturada de imágenes de Cristo, de la Virgen, con ángeles y arcángeles adjuntos, de bulto, o en desmesurados lienzos, como el cliente lo prefiera. A las puertas de ese negocio suelo ver a un hombre de meditativas barbas que implora sin mucho entusiasmo una limosna. Hoy, sin embargo, no lo he encontrado por lo que presupongo una enfermedad. Más adelante: Estética Hector’s (sic: con el deplorable apóstrofo que tan inmerecidamente afronta al idioma español) y Estética Unisex (whatever that means) de un vulnerable peluquero que ha entrado a la moda. Ya no hay barberías: el nombre les pareció a los barberos, así de pronto, más propio del tiempo de los barber shop singers (in ole New York) y (en nuestra Mérida) de aquella época de la guitarra colgada en la pared de las peluquerías, que todavía recuerda Juan Helguera.

Miércoles 11 de enero (por la tarde y la noche.)

Almuerzo en Los Almendros como estaba previsto. Prolongada conversación con don Juan Duch, segunda planta del edificio; únicos comensales: Don Juan, el licenciado Bello, Joaquín Bestard, Rául Maldonado, yo mismo…. Primero, en las párvulas horas de la tarde, música yucateca para acompañar la comida: Peregrina, Ella, El pájaro azul, no las recuerdo todas. Al devenir el crepúsculo (y después la alta noche), Bach, Brahms y Berlioz: la tocata y fuga intemporal, Haroldo en Italia, la Danza de los silfos… Ruidosa plática (robusta polémica) en torno a la llamada Nueva Trova Cubana y a otros cantantes ajenos a esa trova: Silvio Rodríguez, Milanés, Serrat, el inefable Julio Iglesias y las novelas de Bestard. Se habla, especialmente, del próximo viaje de don Juan a Barcelona donde intentará abrir antiguas puertas españolas a la producción literaria de Yucatán.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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