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LA CITA

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LA-CITA

Apenas entré al edificio

supe que el olor a medicamentos

irradiaba furia en mis pulmones,

un embotellamiento de sillas de ruedas

chirriando bajo el peso de sus dueños,

desplazándose lentamente,

como caracoles cansados,

un desfile de dolor y de ojos tristes.

Un conserje pequeño, de brazos venosos,

barre con su escoba la suciedad del piso.

Ha encontrado una gasa ensangrentada.

No se apura en tirarla.

Primero la tantea con su instrumento,

derecha, izquierda, derecha izquierda.

Hay más rojo en el pasillo,

a través del vendaje

de uno de los hombres en silla de ruedas,

una mancha carmesí de regular tamaño.

El conserje al fin

Se ha deshecho de la gasa.

Sigue su camino,

con la parsimoniosa lentitud

que dicta el reglamento tácito del lugar.

En la estación de comida

atiende una mujer

que está a punto de dormirse.

En un refrigerador

de puerta de vidrio empañado,

hay unos sandwiches fríos cortados en triángulos.

Paso de largo con el carnet en la mano,

entre laberintos de interminables puertas,

cada una con un número,

al igual que las personas allí hacinadas,

tienen también un número asignado.

Esperan su oportunidad para entrar.

Mendigando la prescripción de medicinas.

Un burócrata disfrazado

con una bata blanca les

firma, archiva y certifica: prozac y paracetamol,

sin apenas ver al paciente.

Todos vienen por lo mismo a fin de cuentas.

En minutos ya están afuera,

con el papelito apretado contra el corazón.

Sorpresivamente no hay nadie

en la fila para obtener cita con el neumólogo.

Cuando estoy por enseñar mi carnet

a la mujer detrás de la ventanilla,

una señora se atraviesa

y asienta su carnet antes que yo.

La mujer detrás del mostrador no dice nada

y recibe sus papeles.

La señora no se atreve a girar la cabeza para verme.

Un muchacho empuja

la silla de ruedas de su padre

detrás mío.

Estudio rápidamente a ambos.

Tienen la mirada cansina.

Están cansados el uno del otro.

Uno de empujar la silla,

el otro de ser empujado.

El viejo de semblante cetrino

discute con su hijo,

quien no quiere tomar

el carnet de su padre.

Luce como si no hubiese dormido

y repta sin voluntad

lejos del anciano.

“Por tus malos tratos estoy tan enfermo”,

llora el hombre, a su suerte dejado.

“Siguiente…”

Es mi turno, muestro el carnet.

“Ese es el carnet para citas

con el médico general.

Necesita tramitar otro carnet para

las citas con médicos especialistas.

Vaya a aquella ventanilla.”

Me formo en la fila,

y el tiempo pasa.

Los empleados de la ventanilla

comen y trabajan a la vez.

Afuera está lloviendo.

Pero me dan mi carnet nuevo.

Me reencuentro con el viejo,

el de la silla de ruedas.

Sigue gimoteando,

con los ojos rojos de tanto llanto,

sin lograr conmover a nadie.

“Mi hijo me ha abandonado”,

eso dice mientras se lo llevan

por un guardia.

“Ya no bloqueará más el pasillo”,

Piensan todos aliviados.

Nuevamente me encuentro frente a la mujer.

“Pero la cita la tiene que hacer

en el hospital donde consulta normalmente”.

“Allí no tienen el equipo,

porque está descompuesto.

Por eso me mandaron aquí”.

Ella me dice que el neumólogo

se ha jubilado. Que no sabe

cuándo contratarán a otro.

Me registra en la base de datos.

En la lista de espera, espero,

mientras escucho sus uñas falsas

golpear el teclado.

Un día me llamarán,

y en los siguientes tres meses

me darán la cita.

Oswaldo Baqueiro Brito

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