Arquitecturas de lo invisible – VI

By on junio 24, 2021

VI

APLIQUE, FROTE, ENJUAGUE Y REPITA

1

Recordaba las imágenes a colores y muy bien definidas por el televisor. Personajes de todo tipo, no importaba si eran humanos, animales, extraterrestres o dioses, siempre llevaban forjado el destino de la villanía o la heroicidad. Me evocaba contemplando absorta esas imágenes como si fueran permanentes, como si estuvieran destinadas a ocurrir por siempre dentro de ese recuadro magnético de fidelidad intachable. Desde luego tenía mis favoritos: Dartacán y los tres mosqueperros, Los halcones galácticos, Los Thundercats, Los dinoplatívolos. Historias de acción, llenas de aventuras donde hay un mundo o un desvalido que socorrer y, por supuesto, un final afortunado.

Aunque ahora la trivialidad de los argumentos causaría verdadera sorpresa, en ese entonces no había poder ni castigo que evitara la cita puntual con todos ellos, de lunes a viernes, durante la tarde entera. Algo había de verdadero en esas imágenes, o por lo menos la sola ilusión de ser feliz a través del espejismo de un personaje de ficción era suficiente. De cualquier modo, compartir las tristezas, infortunios y éxitos del grupo de los “buenos” venía acompañado de una sonrisa vanagloriosa que solía guardarse muy dentro, mucho más allá del mero gesto complacido.

Algunos años después, los dibujos animados se vieron irremediablemente atravesados por el signo de la locura, La heroicidad dejó de tener cabida en un mundo donde la irreverencia y la incertidumbre empezaban a tirar de los hilos de lo cotidiano. Entonces salieron a escena los Animaniacs, los hijos locos de la Warner Bros. Que, muy a la manera de Segismundo, habían sido recluidos en el tinaco de la compañía productora y eran atendidos de vez en vez por una Enfermera. A la par con estos personajes, otros varios llenaban la función con extravagancias, chistes por demás absurdos y anécdotas confusas. Si Pinky y Cerebro dominaron la pantalla con su afán roedor de conquistar el mundo, Kikiriboo no lo hizo menos, sin decir una sola palabra, con sus múltiples disfraces para que nadie notara que en realidad no era una persona sino un gallo gigante.

Las tardes frente al televisor se vieron despojadas de las historias de héroes y villanos, para ceder el sitio privilegiado a la espectacularidad más inverosímil. La Guerra del Golfo, con su arrasador impacto mediático, y la millonaria y controversial campaña de Madonna como imagen de la Pepsi Cola vinieron a inaugurar una nueva era televisiva donde no había cabida para el simple maniqueísmo. Era por demás evidente la necesidad de cambiar la gallardía, el coraje, la caballerosidad y la sensiblería por una serie de cualidades que estuvieran más a tono con el cotidiano televisivo. Supongo que de ahí nació Fenomenoide, el súper héroe que se dedica a rescatar a Washington D.C., siempre y cuando no haya nada bueno que mirar en la televisión, cuya mente es de “salchicha con mucho chocolate” y que incluso fue analizado por Sigmund Freud. Supongo que de ahí también surgieron esos mensajes cada vez más retorcidos en boca de los dibujos animados y sus argumentos con ecos absurdistas. Recuerdo en particular una de aquellas moralejas que cada día los Animaniacs obtenían de una ruleta de colores: “Aplique, frote, enjuague y repita”. Así de simple. Entonces la frase no me dijo nada, pero me pareció hilarante; después, mucho después, llegué a la conclusión de que en eso se resumía el sentido que estaban tomando las cosas a partir de aquella época.

Hace algunos años volví al televisor y a los dibujos animados. Pero no fue más que una breve y nostálgica visita. Por alguna razón, las líneas de Dartacán se habían desvanecido y su gallardía había dejado de ser tal, tampoco era un perro hermoso, ni los mosqueperros ágiles espadachines; los halcones galácticos se aparecían revoloteando como pajarracos cubiertos de papel aluminio, sobrevolando cielos oscuros e improbables; ni hablar de los Thundercats y la espada del augurio: ya sabemos que no hay nada qué ver más allá de lo evidente. Ni siquiera Fenomenoide conservaba ya la frescura del psicoanálisis, pareciera que la locura ha pasado a ocupar un sitio más en la cotidianidad, se ha vuelto simple, con las líneas y los colores diluidos, sin un dejo de humor ni mucho menos de heroicidad. Ha dejado de ser loca y creativa, tal vez porque entre todas las incertidumbres del cada día prefiere respetar los horarios de oficina, elevar su estatus económico, hacerse de comodidades y planes de jubilación. Es como si hubiera convenido, y nosotros con ella, en reducirlo todo al mecánico “Aplique, frote, enjuague y repita” que nadie lee en el reverso de los envases, pero que todos ejecutan a la perfección.

2

La puerta se abrió en automático, sin hacer el menor ruido. Como si hubieran estado esperando por mí con cierto anhelo, mi sola imagen reflejada en los vidrios polarizados dio la orden de desplazar las compuertas para abrirme paso. Bienvenidas como ésa son las que nos hacen volver a los lugares para repetir la entrada triunfal con la frente muy en alto y una sonrisa orgullosa en la comisura de los labios. La alfombra roja se extendía desde mis pies y se perdía en incontables hileras de máquinas tragamonedas que me pareció mirar de pronto en un abrir y cerrar de otra puerta automática. ¿Derecha o izquierda? Esa siempre ha sido la cuestión. Mi naturaleza subversiva se inclinó por la siniestra, aunque en este caso resultó ser la menos subversiva de las dos. El ala derecha del casino era la más pequeña y la designada al área de fumadores. Algo no cuadraba en el hecho de que hubiera una sala cerrada, con aire acondicionado y la permisión de fumar adentro, al menos en esta ciudad donde la ley antitabaco se ha caracterizado por la más estricta severidad.

Del lado izquierdo aguardaba exactamente lo mismo que en el lado derecho, pero a gran escala. Las filas interminables de máquinas tragamonedas no habían sido una ilusión. El tintineo de todo el oro virtual circulando en cada giro, en cada probabilidad, en cada figura de la pantalla, adquirió pronto un ritmo feliz en mi cabeza. Era como sumergirse en aquel depósito gigantesco donde Rico McPato nadaba su estrés cotidiano en monedas de oro, solo que aquí el valor y el poder se medían con una clave de acceso y un número de créditos con más o menos ceros según el juego del que se tratara: no hay infinitud de riqueza ni océanos de certidumbre en lo que adquirimos.

Al igual que los dibujos animados, diversos personajes y escenarios resplandecían con anuncios de neón: The Queen of Nilo, Zeus, Ninjas, Wild Cats, Wolves, Totem Treasure, Mermaids Millions, Witches Wealth, Sarah T… Debajo de sus rostros seductores, la promesa de incontables tesoros disparaba sus brillos hacia cualquier sitio. Lo más atractivo es que, tal y como aparece en el televisor, el cumplimiento de la promesa podía llegar con solo presionar un botón. Entonces la música se acelera y sonríe, mientras una voz mecánica, pero cordial, predice tu destino. Las imágenes giran rápidamente y se detienen, como si encerráramos la rueda de la fortuna y, en vez de subirnos, la miráramos desde afuera. La espera del justo momento en que se detiene en el punto más alto y podemos mirar por unos segundos la plenitud del paisaje, sea cual sea, es única. Solo que en este caso la recompensa viene traducida en cifras, y el paisaje no es tan infinito.

Debo admitir que al principio me dejé seducir por los personajes; tal y como había convenido con los dibujos animados en mi infancia, llegué a imaginar las aventuras, las historias, los obstáculos y los finales felices. Empecé probando suerte con Sarah T., la lectora del Tarot. Sus grandes ojos chispeantes, por encima de la máquina y la bola de cristal que habría de develar los secretos de mi futuro, no me permitieron pasar de largo. Introduje la clave sin conocer las reglas, ansiosa por comenzar el juego. Los botones son pocos y las figuras simples: no puede ser tan difícil de resolver. Imaginé que, como en las películas, los tres racimos de cerezas debían aparecer alineados en la pantalla, igual que los planetas en mi signo zodiacal. Todo es cuestión de suerte. O quizás no. En la pantalla de Sarah T. no había planetas ni estrellas, tampoco personajes, más bien se trataba de objetos que paulatinamente fui identificando con ciertas cartas del Tarot y otros, los más, con simples accesorios vinculados a algunas artes adivinatorias. Candelabros, cráneos, tarántulas, naipes, bolas de cristal, frascos de pócimas, uno que otro escarabajo… No importaba, sólo tenían que coincidir.

El ruido de las otras máquinas incitaba también al juego, a la apuesta, a subir el monto, a cambiar de opciones, a apretar una y otra vez el mismo botón. Uno sabe que a las máquinas no se les gana; sin embargo, hay que insistir. Los personajes poco tienen que ver, involucrarse con ellos es también llenarse de la esperanza de un próximo golpe de suerte. Si no es la mirada de Sarah T., entonces tenían que ser los tesoros de Eldorado o el relámpago y los pergaminos de Zeus.

A pesar de mi total inexperiencia, mi fortuna empezó a incrementarse. Constantemente miraba a mi alrededor, puesto que es inevitable adoptar ciertos tics de paranoia cuando no se tiene la certeza de estar haciendo bien las cosas. El placer por el juego se veía también opacado por el temor de no poder salir de ahí, al menos con un poco de dinero o dignidad. Los personajes que desfilaban frente a mí con sus luces brillantes, sus tintineos áureos y sus melodías triunfales se fueron desdibujando para dar lugar a aquel personaje de Dostoievski que era absorbido por el juego y terminaba por perder cada una de sus pertenencias y, en más de una forma, el contacto mismo con la realidad.

Pronto me consoló saber que mi fortuna y propiedades son prácticamente inexistentes. Los casinos contemporáneos son por demás prácticos: pagas, luego juegas. Una vez superada la primera impresión de haber experimentado esa atracción voraz de jugar una vez y otra más y no pensar en detenerse, miré a mi alrededor. El casino estaba lleno. Si el primer vistazo me había fascinado con sus sonidos y colores, ahora me sorprendía mirando a la gente, en su mayoría por arriba de los cincuenta, sentada frente a las máquinas, absorta, inmóvil, con la mirada arrobada ante las figuras, esperando la alineación de la suerte, con la mano derecha crispada, oprimiendo un único gran botón.

3

Hay lugares impregnados de un magnetismo irresistible. Hace años esos lugares solían dibujarse en mi mente con el estereotipo de los juegos infantiles: colores brillantes, estructuras complejas que escalar o descifrar, dibujos, globos, personajes, sabores que seducen, árboles espesos y, desde luego, la posibilidad de recorrerlos sin condiciones ni reglas. A excepción de las áreas verdes, la vida en el casino despierta en cada cosa esa fascinación inherente a lo lúdico, la misma adicción por ganar e intentar una y otra vez hasta que un pequeño triunfo se acumule a nuestra cuenta. Los universos de ficción tienen rostros similares a los de los dibujos animados, aunque en este caso hay un precio que pagar. Tal vez por eso la vida desde fuera se mire tan distinta. Uno no pensaría que dentro de esos enormes bloques con grandes letreros policromos exista un mundo aparte. Tanta elegancia y nivel en el valet parking, las hostess, los umbrales para detectar metales, las alfombras, la decoración, los juegos y máquinas, los espacios amplísimos, los bares y restaurantes, las áreas –ilegales– para fumadores. Todo el dinero de por medio. Todo el poder puesto en juego.

Solo los que no han entrado a un casino juzgan negativamente a quienes pasan días enteros ahí dentro. Ni cómo explicarles que hay una cita con los dibujos inanimados aguardando ahí por nosotros, cómo describirles la música que suena sólo para nuestros triunfos personales, esos que hemos logrado después de apretar el botón cientos de veces; ni siquiera intentar comparar con nada esa ansiedad (mezcla absurda entre esperanza, soberbia y un optimismo infundado) de ver llegar el momento justo donde el paisaje nos muestre las figuras alineadas. De nada servirá decirles que, aunque regresemos a casa con las manos y las ideas vacías, nuestro corazón está lleno de voluntad para volver a intentarlo al día siguiente.

Porque está en nuestra naturaleza competir, vencer, someter y salir victoriosos, uno está dispuesto a batirse en duelo con el azar cuantas veces sea necesario para experimentar la sensación de triunfo, no importa el nombre que tenga. Si de niños competimos por ser los más altos, los mejores, los primeros en las carreras; por qué de grandes no buscar el primer lugar en rutas virtuales que no exijan tanta energía ni destreza, aunque sí una cierta disciplina y uno que otro rito personal. Hay quienes tienen perfectamente definido un horario en función de sus tiempos de juego, o coordinados con las promociones en las salas de bingo. Hay otros con rutas de recorrido por las máquinas, y otros tantos que no juegan más que dentro de un área específica del casino, o solo en la máquina elegida como la de la suerte.

Hubo una ocasión en que me sentí atraída por una máquina donde los personajes eran japoneses. El dibujo perfecto de una especie de geisha con un kimono dorado custodiaba la máquina con mucha amabilidad. A su espalda florecían los cerezos y el cielo azul, mientras ella sonreía con discreción, apenas escondida detrás de un abanico blanco que evocaba un paisaje de Hokusai. Miré la máquina desde lejos, mientras me desprendía de una de las pocas pantallas donde sí había racimos de cerezas esperando coincidir. Retiré mi tarjeta de acceso y caminé con pasos apresurados hacia el paisaje japonés. Me sorprendía que no hubiera nadie ahí. Justo en el momento en que coloqué la mano sobre el respaldo de la silla para ocupar el lugar, un hombre con el ceño fruncido y un cierto aire receloso abarcó la silla entera con su brazo y me miró en silencio, retándome. Era su máquina. De inmediato entendí que había invadido un territorio que no me correspondía y le cedí el lugar con un gesto cortés del que me enorgullezco. Lamenté tener que postergar mi visita al paisaje nipón, pero prometí volver.

Me acostumbré a las puertas corredizas con cristales polarizados, a sus frías pero puntuales bienvenidas ante mi sola imagen y a las alfombras rojas. Cambié las artes adivinatorias de Sarah T. por los animales salvajes y las rutas hacia Eldorado. Me aventuré más allá con los juegos de números, pero el fracaso fue tan brutal que desistí, especialmente después de recordar que nunca aprobé una sola clase de matemáticas sin largas horas de asesorías particulares. Probé en todas las máquinas y todos los casinos. Memoricé cada una de las figuras, los montos de apuesta, las líneas posibles y los supuestos trucos para aventajar a las tragamonedas. Nunca gané nada y cada día perdí lo poco que invertí en el juego. Uno de los chicos que asisten las mesas de la ruleta me dijo un día:

–Sólo los que apuestan grandes cantidades ganan.

–¿Y a partir de cuánto es una gran cantidad?

Me miró con hastío, como si yo hubiera hecho la pregunta más estúpida del mundo (supongo que lo era), y se limitó a decir que, por ejemplo, “El ingeniero” ya había recuperado ocho mil pesos en lo que iba de la semana. Era un miércoles y mi derrota ante los juegos de números me impidió sacar cualquier cuenta,

Si recuperó ocho, entonces ha perdido mucho más. Claro. Él es de los que apuestan alrededor de veinte mil a la semana. Este es de los casinos donde circula más dinero. Hace un par de semanas se rifó un carro del año y hace algunos meses un doctor se llevó cerca de cinco millones.

Sonreí de asombro sin poder siquiera imaginar tanto dinero en mis manos. Recordé que, ante esas imágenes increíbles, uno no puede hacer más que sonreír. De inmediato regresé a aquel día en que, entrando al casino, miré a una mujer que destacaba de entre todas las demás. Aunque estaba sentada, se adivinaba su estatura baja, medianamente disimulada por el cabello grisáceo enrollado en un perfecto chongo sostenido por una peineta negra de plástico; su mano derecha se concentraba sin titubeos en el botón, mientras la izquierda estrujaba con la misma emoción un monedero. Su piel morena hacía un contraste hermoso con su blanquísimo hipil y las flores rosas que caían sobre su pecho. Me descubrí inmóvil frente a ella, en medio del repiquetear festivo y metálico del lugar. Ella parecía enamorarse cada vez más del juego. Colocó el pequeño monedero en el secreto de su pecho, se incorporó muy cerca de la máquina y, creo, le susurró una plegaria sincera a la imagen de un diamante que centelleaba en la pantalla. Luego de la impresión me interné entre las máquinas y las mesas sin detenerme en ninguna. No volví a jugar. Ni tampoco la volví a ver.

Desde entonces me dedico a recorrer los casinos, mirando a los jugadores. He olvidado mi promesa de volver al paisaje japonés. Ahora me concentro en explorar los rostros, manos, gestos y posturas de los jugadores; intento descifrar sus reacciones, sus tics, sus gruñidos y las palabras que entre dientes suspiran de vez en vez. Creo que es ahí, en esos detalles, donde se encuentra la sonrisa profunda y ya un poco distorsionada que a mí me arrancaban los personajes de hace años. Me sigue sorprendiendo no haber conocido un solo casino donde se respete la ley antitabaco, y aún me pierdo en las cifras larguísimas que debe haber de por medio para gozar de ese tipo de concesiones. Regreso a esos lugares sobre todo porque aún soy fiel a los dibujos animados, porque en ellos pervive la vocación de hacerme sonreír ante sus mundos de ficción, aunque no les quede nada de heroicidad ni malicia ni locura; aunque la vida a compartir con ellos se limite a un simple botón o a un mecánico “aplique, frote, enjuague y repita”.

Karla Marrufo

Continuará la próxima semana…

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