Y nunca de su corazón (XVI)

By on abril 4, 2019

NuncaCorazon_1

IV

“LA ANGARIPOLA”

(“Jarana” exultante que conmueve el alma y los pies en el “guachapeo”)

Marcelino Pantí, el maestro músico de la orquesta de Chíabal, dio la primera noticia. Estaba indignado. Del “pazel” de su milpa le robaron el “sabucán” con su bastimento. Su calabazo y su rifle también, escopeta de retrocarga, de embutir. Y eso, estando él en su milpa, en la desyerba del primer “mecate”, la siguiente temporada de lluvias.

Después Herculano Matú, del mismo rumbo milpero, sufrió robo igual. Pero no la escopeta. Y otros sufrieron un robo a su turno.

Todo fue conjeturas acerca de un “uay” brujo, o fantasma ladrón que los privaba de sus bastimentos. Tras la primera escopeta robada, la del maestro Pantí, el “uay” sólo hacía acopio de viandas y agua. Calabazos –cantimploras vegetales– tortillas, chile, pozole y sal. Lo que el milpero acostumbraba llevar a su trabajo para mitigar hambre y sed.

Pero un día, el misterio se acercó al desenlace.

Tranquilino Tuyub tenía que tomar medicina cada dos horas. Por tanto, con ese aproximado intervalo medido en la altura del sol, retornaba al “pazel” de su milpa, donde estaba el remedio. En una de esas vio salir del cobijo a un hombre desnudo, tostado y negro del sol e intemperie, con taparrabo de harapos y su escopeta al brazo. Y su robo reciente: sabucán, medicina, bastimento y pan.

Dio la voz de alarma. Propaló el suceso en el pueblo. Se quejó en la presidencia con el pavor de haber visto al “uay cotz”, fantasma ratero.

Se organizó una batida al mando de don Sot Poveda. Pero todo en vano, porque en los montes vecinos no dieron con ningún “uay cotz”.

De ahí en adelante, los milperos hicieron parejas para ir a sus milpas y trabajar en común sus sembrados. El uno al acecho y el otro labrando.

Un día de tantos, meses después, el cielo se nubló con una bandada de zopilotes. Volaban los tales en círculos cada vez más pequeños y por ratos más bajos, en descenso siempre, como para lanzarse sobre una presa entrevista. Igual que sh-Tarín cayera como ave rapaz del amor mercenario sobre el cuerpo y la honra de Nicha Rosales.

Y a la nube negra fueron los milperos. Y bajo la nube y su sombra hallaron el cuerpo de un hombre, ya putrefacto y semidevorado. Sin duda, el ladrón misterioso. Aunque el muerto tenía un poco más de ropa, que bien pudo haber sido producto del robo a un milpero. Y no había escopeta junto al cadáver. Y su sabucán, bajo la carroña, no fue reconocido suyo por nadie. Los restos hediondos fueron levantados conforme a la Ley por el Juez Mixto y el alcalde Sotelo. Y éste ordenó conducirlos al cuartel de Chíabal.

La madre de Evaristo estuvo entre las personas que se presentaron para identificarlos. La canosa anciana observó la planta del pie de aquel residuo humano y corrió a declarar.

–Señor –dijo al Juez Mixto Menor– es mi hijo Varish. Lo vi en su pie de él donde tiene una cicatriz, desde chiquito que se cortó pisando una “taza”.

–¿Una taza, mujer? –preguntó, sorprendido, el jurista, de esos que mandan a Mérida y que no sabe nada del pueblo que no es suyo. O que tienen que dar la impresión de que lo ignoran y no comprenden el idioma maya. O hacen que no lo entienden ni lo hablaron nunca, porque son intelectuales y no sea que se descubra su origen humilde. Además, que se han pulido por los estudios, las letras y los libros y como cuando eran chiquitos, y andaban a “pie sucios”, que hoy, ya enternecidos, dentro del estuche de los zapatos, desde que entraron en la Preparatoria se lacerarían con las piedrecitas. Y, sin embargo, aún piensan en maya.

–¿Una taza, mujer?

–Una taza de “culo de botella”, señor. –El juez ignoraba que su pueblo llama así a esos tejos que se forman cuando se rompe un recipiente de vidrio o de loza y se lasca en filos o se le quiebra exprofeso para rebanarse los callos.

–¡Ajá, mujer! Pero si tu hijo Evaristo está en la cárcel de Mérida.

–Estuvo, señor. Pero lo sacaban con otros a trabajar en las obras públicas. Y hace ya tiempo que se huyó con dos o tres presos. Cuando fui a verlo la última vez me lo dijeron. Que se había huido. Y que sólo él faltaba que lo agarren de nuevo. Que yo no diga nada. Porque ni siquiera salió escrito en los diarios. “Mac a chí”, me dijeron. Que calle mi boca. Que si hablo, “El Diario” va a hacer escándalo. Y que si me callo más mejor. Y que hasta tal vez ni lo pongan preso de nuevo. Y que si sé dónde está. ¡Qué va a saber su pobre mamá de mi “chan” Varish!

–Bien, se asentará en el acta que esos restos son de tu hijo. Si quieres enterrarlo, ahí está el cadáver.

–Te doy mil gracias, señor juez. Que Dios te lo pague a ti.

Y se fue la mujer. Y la mísera tomó dinero en préstamo y empeñó hasta lo que no tenía para enterrar a su hijo. Dicen que vendió por adelantado su cosecha de maíz, próxima, a don Ignacio Cabrera y que, como siempre en estos casos, le dieron lo justo apenas para hacer más cruel su miseria.

Al salir del juzgado la mamá de Quiñones, pasó frente a la puerta el siempre borracho Joseito Cauich, en quien la Justicia dictó tiempo atrás su fallo certero. Iba cantando su pena en ritmo de tres sobre cuatro, en una “jarana” que le habían compuesto, especial a su caso, los chuscos que nunca faltan. Esos que en Chíabal y en todos los pueblos de Yucatán toman las cosas a chunga, aun las más trágicas y dignas de lástima: los “cultivadores”. Y su canción era la de su dolor de antes y después de estar en la cárcel. El dolor y la pena de que, al salir libre y volver a su pueblo, su mujer hubiera escapado con otro, llevando a sus hijos con ella. Cauich mismo y la gente dieron la razón a esa viuda esposa que forjó la Justicia. ¿Quién la mantendría en todo y por todo si el marido estaba en prisión?

Joseito cantaba, la botella en mano, cayéndose el tal de borracho: “Cuando regresé, cuando regresé, mi paloma, / ya se había pelá, ya se había pelá…do del nido / y se llevó mi amor, se llevó mi amor y yo pido / volver a la cár, volver a la cár…cel del olvido”.

Después de la estrofa reía. Y se echaba un trago. O se paraba a bailar, haciendo reír a la gente. Así discurría la vida de Joseito en Chíabal, preso en la cárcel del vicio, destruyéndose más el hígado, cruelmente molido a golpes, en las “averiguaciones” de la “secreta”.

Ya los milperos iban a sus milpas sin compañía. El “uay cotz” estaba muerto y bien enterrado. Sólo la madre del difunto sabía quién era su hijo. Dicen que, cuando se puso enferma y a punto de muerte, una noche llegó un hombre misterioso a besarla. Pidió a la agónica su bendición y desapareció en la oscuridad, sigiloso. Trajo dinero bastante para pagar la deuda que la anciana contrajo con el entierro de Evaristo Quiñones. Y dejó mucho más para el próximo sepelio, inminente. No se sabe nada hasta hoy quién sería. Se sabe sí que Dionisia Rosales desapareció la misma noche del pueblo y ya no se le vio más, ni sh-Tarín Pool supo nada. Sólo Eusebio Gurmina, ex-comandante de la Policía de Chíabal, sigue investigando por su cuenta quién fue el muerto “uay cotz”, porque quiere resolver algún caso difícil con el cual restregar la suficiencia de “la secreta” de Mérida, que no pudo nunca desentrañar el misterio del muerto en la milpa. Seb también observó los pies de la carroña que enterró la mamá de Varish. Y no era cierto que tuviera una cicatriz de “culo de botella”. Quiñones, lo tenía, era un lunar grande y negro en la planta de un pie. Y en el “occiso” no se veía.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.