Y nunca de su corazón (XI)

By on febrero 28, 2019

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XI

LISTA DE RAYA

Con las lluvias nació el “shaíl”. Y nació la amistad entre las dos familias. Y nacieron sus hijos. Y nació el amor entre Genoveva y Sebastián.

Era una fiesta. Una fiesta de color en el paisaje arisco. Igual que flama en que se cuela el viento movía el flamboyán su ramazón florida. Lo mismo que otros años, se daría a cubrir su sombra. A regar su flor de sangre sobre el mapa de su silueta, estampada en tierra por el sol. Sobre la geografía de aquella diminuta patria sin dueño, el aire era tibio y viraba con el resistero.

Con los días, el árbol quedaría desnudo de su ramaje, de brazos numerosos, con “machetes” negros, enormes vainas que los niños no alcanzarían a bajar a pedradas, para jugar con ellas a que mataban y morían.

El tronco partió siempre en dos la ondulación de la albarrada. Y la cerca de piedras dividió el pozo desde que Pedro Catzín y Gaudecio Pat cavaron, por mitad, en busca de agua.

La corona del brocal florecía cuando la planta desgranaba sus inflorescencias y el cubo subía rebosante con pétalos rescatados de lo hondo.

A un lado de ambos, árbol y pozo, la choza de Catzín. De la otra banda la de Pat. Las dos familias habitaban más allá del “cabo” del pueblo, donde pueden vivir los indios bajo techo propio; allá donde hacen la última verdura perenne de sus hojas los “ramones”, plantas que viven sólo donde el hombre vive.

El tiempo no discurre en vano. Por eso el equilibrio de la albarrada se derrumba. La cerca se hace tortuosa y ya no es más división que separe lo del uno y lo del otro. El “shaíl” la cubre con sus guías, que azulean cuando cae la bendición de la lluvia. Es cuando la flor del “sh-k’anlol” compite con el sol y el “sh-k’ant’irish” perfuma la ropa en el baúl que es siempre blanca, que tiene parcos tintes de “shaíl” sólo cuando se hace delantal de cotín a rayas de horizonte.

Los Catzín y los Pat bebieron siempre de la misma agua: la del pozo común. El mismo germen de “shaíl”, que resucita año tras año, llenó de cielo lo profundo de sus ojos. La misma “sh-k’anlol” en botón –tronadora– estalló entre los dedos y sobre la frente de sus niños, de los hombres y mujeres, también en las tardes tibias, cuando el maya ríe con la Naturaleza, con la que está fuera y dentro de él –con su dolor–, y con ese susto de no saber por qué es preciso que viva todavía.

El mismo “sh-k’ant’irish” perfumó con sus motitas similares ropas de miseria en manta cruda. Así vivían los Catzín y los Pat. Bajo la sangre de su destino, que siempre los comenzó de mentirillas, al “chen tutuz”, con sus machetes.

Los Pat y los Catzín fueron siempre amigos, con esa amistad sin efusión del indio, inerte amistad de quienes son vecinos y comen lo mismo, o no comen. Y visten igual o tienen iguales desnudeces. Y trabajan en lo mismo y tienen los mismos sufrimientos.

Los hombres conversaban en la calle. En cuclillas. Con el trasudor del diario baño vespertino. Las mujeres, en pie, tras la albarrada o en el brocal del pozo, mientras jalaban el agua, entre el ríspido chirriar de los carrillos. Porque cada familia tenía su propia garrucha, su propia soga, su propio cubo. Y cuando el chirriar sobre sus ejes de las ruedecillas acanaladas era molesto y estremecía el alma, se dirían las mujeres:

–Mójalo con una jícara de esa agua. Así no suena… – y el fresco líquido volaría hacia arriba, aventado con un “lec” o con el cuenco de una mano joven. En ocasiones iría –muchas veces– a mojar las garruchas, viniendo de una y otra banda del pozo, hasta empapar los “hipiles” y dejarlos adheridos, igual que cáscaras traslúcidas, sobre las acaneladas jícamas turgentes de los senos. Las jóvenes se mirarían asustadas, en suspenso el resuello tras la lluvia delatora. Al soslayo observarían los contornos en previsión de miradas indiscretas. Y deseos acezantes.

Los hombres hablaban de la milpa, la lluvia, la langosta, el venado o la sequía. Alguna vez murmurarían algo sobre la Liga de Resistencia Socialista, del Comisariado Ejidal, de la última manifestación política, allá en Mérida, que pagaron peor que otras veces. De los jornales, de los “anticipos” por el corte de un millar de pencas de henequén o por “mecate” de chapeo. En la seca era duro chapear: apenas si podía hacerse “mecate” y medio. Algo de los próximos dividendos… Y nada más.

Las mujeres Catzín y Pat, por su lado, de los niños. De sus enfermedades. Del “pay och” que echó su peste la noche última, ese condenado zorrillo que se lleva “su” gallinas de uno. Del “sasaj cal” de “chan Sindo”, tos musical con estridor y comezón en la garganta; o de “su cursos”, cagalera endemoniada y terca, “baj quisín jaan”. Y de otras cosas a veces no tan menudas. Como de que Seb Catzín y sh-Veva Pat habían conversado, una noche, sobre la albarrada.

Un día Pedro Catzín dijo a Gaudencio Pat:

–Anoche matamos venado por la banda de Nojuayún…

Pat permaneció callado.

–… con Felipe Uuit y sus hijos de él, y con sus hermanos de Chono Canché. Ellos hicieron el “p’uj”. Yo lo cacé.

–“Máalo” –rubricó Pat. No salió de su boca más comentario: ¡Bueno! Pero con esa palabra lo decía todo. Y que estaba enterado de que los Iuit y los Canché dieron la batida –hicieron el “p’uj”– para acorralar al animal. Después de un momento, añadió algo que también era halagador.

–Ayer fui a leñar. Busqué una mata de piñuela. Tenía “su” frutos. Llevé en mi casa mucha piñuela. “A” te doy un poco cuando lo sancochan…

Era también una noticia. Hallar una mata de piñuela con frutos. La mayoría estaban tiernos. O los habían cosechado ya. Muchos eran los que andaban por el monte en busca de esa golosina, que en maya llaman zopilote –“ch’on”–, pequeños husos rosados, con pelusa muy fina, como de “tzacán”, esa minúscula cactácea que se oculta entre la yerba. Frutillos que no hay que comer crudo, porque escuecen la boca, y que se dan, escondidos en macizo racimo, en el cogollo de una penca y que nacen de una secreta inflorescencia que nadie ha visto nunca.

No había hablado más.

Jamás hubo disgusto entre los Pat y los Catzín.

Pero un día se descubrió en el pozo común el tubo de un irrigador con su bitoque. El sol, cayendo a plomo, hacía el agua transparente y la pintaba de un verde anémico, desteñido, al reflejo de los helechos que adornan la humedad del ancho tiro, desde el brocal hasta el limo de lo hondo. Allá abajo, como una culebra de coral, con su hociquillo larguirucho de ebonita, el tubo del irrigador.

Hubo mutuas sospechas. Las dos familias se miraron con duda. Algunas miradas se anegaron en hilillos de sangre. Sebastián y Genoveva dejaron de verse tras la albarrada.

Seb hizo viaje a Mérida, a poner su queja con el gobernador. Fue inútil. Recibió solo un discurso largo e ininteligible sobre ese afán absurdo de ver al gobernador para los más fútiles asuntos. Después lo enviaron a Sanidad.

De regreso al pueblo, contó su aventura en busca de higiénica justicia. Un buen hombre, allá en la Sanidad, había escuchado su queja. Se la hizo repetir varias veces. Como si el asunto fuera cosa de chiste, o increíble. El mismo hombre, con sonrisa mofletuda y húmeda, lo tomó de la mano y lo llevó ante un “mojoch yum”, respetable señor de barba blanca con una gran corbata de lazo, como cinta en sorongo de mujer en día de fiesta: como negra mariposa –sh-maján naj”, “presta casa” agorera– que entra donde vive uno y se pega en el techo.

Bien grabado llevaba Seb Catzín el breve coloquio difícil de explicar en su lengua, para que los suyos entendieran; pero que, en castellano, escuchó así:

–Oye, Eduardo: este indígena imberbe viene a exponer su queja. Dice que alguien arrojó al pozo que tiene en común con sus vecinos el elástico tubo rojo de un adminículo que sirve para administrar enemas. Y que además iba provisto de su cánula.

–Mira, Conrado –respondió el “nojoch yum” sin levantar la vista del papel en que estaba escribiendo– dile a ese hombre que si no lo ha hecho ya, que saque esa porquería y que la bote. No tiene importancia.

Sebastián entendió el fallo y se apaciguó en su corazón. Explicó la cosa y sosegó el ánimo de los suyos.

Gaudencio Pat, por su parte, vio al presidente municipal. Dijo su queja. Esbozó sus sospechas. Pero el funcionario tampoco dio mayor importancia al asunto. Era seguro que ni los Pat ni los Catzín usaban aquel instrumento. Algún chusco tiraría aquello desde la calle. Con eso puso paz en el espíritu de Gau. Y el incidente se olvidó. Los Pat y los Catzín continuaron su miserable vida paralela.

Nada volvió a ensombrecer la amistosa vecindad. Hasta que un día –pasó algún tiempo– Catzín anunció a Pat:

–Mi hijo Seb lo leyó en “El Diario”: El lunes que viene van a dar nuestro trabajo todos los días en el ejido. Así lo sacaron escrito en “El Diario”.

Los ojos de Pat se iluminaron. Surgió en ambos vecinos el temeroso deseo de abrazarse. Al fin –parecían decirse con la alegría de sus ojos–, hasta que un gobierno va a cumplir lo que promete.

Temprano, muy temprano, el lunes siguiente Pat y Catzín, en compañía de sus hijos, caminaron hacia Nojuayum. Había sobre el monte y los henequenales esa húmeda neblina que precede desde mucho antes a la salida del sol. Era en la madrugada.

Llegaron. Otros muchos esperaban ya a que se abriera la oficina. La espera fue larga. No amanece más temprano para la burocracia, por mucho que madrugue el ejidatario. Mucho menos para el indio. El organizador ejidal se presentó a las siete. Limpio, lozano, abierta la chamarra, enseñando el pelambre del pecho, recién bañado. Al fin, hombre que puede asearse dos veces al día, donde el que trabaja materialmente se baña solo por las tardes. Traía en la cara, sin embargo, cierta hinchazón, como de fruta de madurez extrema –“tak’an jáan u uich”–, que bisbiseara alguno. Sus ojos enrojecidos pregonaban la juerga recién rubricada con un breve sueño. Se le veía inquieto. Malhumorado. La del sábado era reglamentaria: después de la raya. Pero en domingo solo se accede a beber cuando hay que agradar a los jefes, a los “panes grandes” que manejan el Gran Ejido Henequenero desde Mérida. Además, el domingo el organizador ejidal debía atender personalmente sus colmenas, su ganado, y visitar su paraje, ese que ya crecía para hacienda henequenera. Y ocupaba peones.

Uno cualquiera se adelantó hacia “chan Sil” el empleado organizador.

–“Tat”, lo dijo “El Diario”. Que van a dar nuestro trabajo todos los días como nos lo tiene ofrecido el gobernador.

Había un desolado escepticismo en la actitud de la pequeña multitud esperanzada.

–¿Trabajo todos los días? ¿Ahora que han aumentado los anticipos?

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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