La Conjura de Xinúm – XXVI

By on enero 21, 2022

XXIV. Bacalar

Antes de decir nada acerca del episodio guerrero de Bacalar, no sobran algunas noticias sobre lo que era entonces esa plaza. Según se sabe, Bacalar fue fundada en el siglo XVI por don Gaspar Pacheco, hombre de más ínfulas que coraje. A mediados del siglo XVIII, don Antonio de Figueroa y Silva construyó la Fortaleza y hasta parece que dio principio a una muralla sobre la laguna. El viajero Waldeck habla de los piratas que, en pleno siglo XIX, merodeaban por ahí cometiendo fechorías. Favorecían la vida de Bacalar los súbditos de Belice entregados al tráfico de los productos de la región. En el mercado de la ciudad se amontonaban mercancías de diversa especie y a toda hora la laguna se veía cruzada por canoas repletas de efectos y animales. Con frecuencia llegaban viajeros de tierras lejanas y entonces Bacalar se convertía en una especie de Babilonia donde discurrían tipos de hablar extraño y de trajes exóticos. Bacalar era, pues, sitio propicio para el resguardo de los rebeldes. De ahí que, desde los primeros días de la revuelta, Venancio Pec rondara la plaza con ánimo de apoderarse de ella. Pero esto no era fácil pues su comandante, el capitán Irineo Pereira, había levantado trincheras y abierto zanjas para protegerla tanto por tierra como por mar.

Al principio, Venancio Pec se limitó amagar el punto por medio de escaramuzas. Bien sabía que lanzarse a un asalto formal necesariamente tenía que ser arriesgado y costoso. Pero como al cabo de un tiempo recibió refuerzos del Petén, tuvo la osadía de pedir la rendición de la ciudad. Ofreció al comandante suspender sus ataques si le entregaba bastimentos y armas. Como su petición fue rechazada, Pec emplazó a sus hombres en los sitios más avanzados; abrió el fuego y se lanzó al asalto. Los defensores no tardaron en responderle. Por varios días ambos bandos se destrozaron sin piedad y sus trincheras se vieron cubiertas de cadáveres. Eran tantos los heridos que se hizo imposible retirarlos y sólo bajo la protección de la noche los combatientes se atrevían a llevarlos a sus tiendas de campaña.

Cuando lo creyeron oportuno, los rebeldes se arrojaron sobre las trincheras enemigas, y lo hicieron con tanta bravura que lograron rebasarlas, precipitándose hacia el interior de la Villa. En un instante todo se volvió confusión y espanto; las tropas abandonaron sus puestos y se dieron a la fuga y las familias no tuvieron más remedio que guarecerse en la Fortaleza. Las que no pudieron hacer esto fueron víctimas de aquellos hombres enardecidos. Pero, entonces, los cañones emplazados en las murallas arreciaron el fuego y obligaron a los rebeldes a abandonar la plaza.

No obstante esta derrota, al día siguiente Venancio Pec volvió a hacer nuevas proposiciones de paz. Pereira las rechazó, pero luego, al pasar revista a su tropa casi diezmada y al visitar el hospital de sangre, repleto de heridos y de enfermos, entendió que estaba perdido. Entonces, con repugnancia, aceptó la propuesta de Pec y, en breve ceremonia, entregó las armas y la pólvora que le quedaban; formó sus tropas y, seguido de las familias que quisieron acompañarlo, abandonó la Villa.

Para remediar este desastre, el gobierno reunió trescientos hombres y los puso a las órdenes del coronel José D. Cetina el cual se embarcó en Sisal, navegó por la costa y se detuvo en Chabihau y el Cuyo para limpiar sus calderas y abastecerse de agua y de granos. La travesía fue lenta y penosa, pues tuvo que vencer vientos y marejadas y así gastó casi un mes antes de doblar el Cabo Catoche y bajar hacia los mares del Caribe. Al llegar a Cayo Cocina el mar estaba tan lleno de sargazos que las ruedas de su buque se pararon, enredadas en aquella vegetación. Al fin, el barco ancló en Cayo Hicaco y la tropa saltó a tierra y se internó en las selvas hasta alcanzar las inmediaciones de Bacalar. Con cautela Cetina se dedicó a localizar las posiciones del enemigo y no tardó en descubrir varias patrullas rebeldes que sigilosas avanzaban entre la maleza. Corrió la voz de alarma y, a tiempo que se tomaban posiciones de combate, los indios abrieron fuego. En un instante la batalla tomó proporciones increíbles. En los primeros intentos la tropa de Cetina no pudo adelantar paso, pero al fin logró dominar toda resistencia, y al caer la tarde y después de romper las barricadas, avanzó hasta las goteras mismas de Bacalar.

Al día siguiente, antes de que saliera sol, las secciones ya estaban en sus puestos esperando la orden de iniciar el ataque final. Éste se llevó a cabo de modo fulminante. Arrollados por incesante fuego, los indios huyeron, abandonando la mayor parte de sus pertrechos.

Pero los rebeldes que huyeron mandaron emisarios a los caciques del interior, y éstos, sacando fuerzas de su miseria, se dieron maña para reunir un ejército de más de cuatro mil hombres que, a las dos semanas, ya tenía a la vista las murallas de Bacalar. Con buen tino, Cetina se anticipó al ataque y se lanzó sobre las avanzadas enemigas. Venancio Pec aguantó la embestida y no retrocedió un paso, antes, varias veces, logró abrir brechas en las trincheras de Bacalar. Movía sus peones con tal rapidez que resultaron inútiles los esfuerzos de Cetina por romper el sitio. En dos ocasiones logró acercarse a las murallas del sur y del oeste, que sus peones lograron tapar con piedras las aspilleras y aun incendiar las barracas.

Un toque de generala en el campo rebelde señaló la carga decisiva. La fusilería de Cetina fue impotente para contener a aquella turba que avanzaba sin importarle pisotear sus propios cadáveres. Sobre las murallas, soldados y rebeldes se trabaron en desesperada lucha, mientras los oficiales de ambos bandos animaban a los suyos a no ceder un paso. Al anochecer el reducto de Bacalar se rindió y cayó en manos de Venancio Pec.

Pronto llegó a Corozal la noticia de esta hecatombe; pero como la escasa guarnición de este pueblo ningún auxilio pudo proporcionar, el Juez de Paz y dos vecinos decidieron dirigirse a Bacalar con el objeto de ayudar en lo posible a sus habitantes en desgracia. Reventando sus caballos y con bandera blanca llegaron a la ciudad vencida y, al enterarse de que los prisioneros iban a ser fusilados, pidieron hablar con Venancio Pec. El cabecilla se presentó rodeado de su Estado Mayor y les confirmó su decisión de matar a los prisioneros que habían caído en sus manos. Requerido para que suspendiera semejante orden, contestó que sólo a cambio de un rescate de cuatro mil pesos aquellos hombres se librarían de la muerte. Los mediadores aceptaron la condición y, en el acto, los dos vecinos se ofrecieron en rehenes, y el juez volvió a Corozal en busca del dinero. Mas sus habitantes ni dando todo lo que tenían pudieron reunir ni la mitad de lo que se necesitaba. En vista de este contratiempo, un nuevo voluntario se dirigió a Belice para recaudar el resto, en tanto que el juez tornaba a Bacalar. En cuanto éste llegó, hizo entrega del dinero y anunció que el saldo vendría en pocas horas; pero Venancio Pec, aconsejado por sus capitanes, manifestó que no estaba dispuesto a hacer ninguna concesión y que, cumplido el plazo señalado, los prisioneros serían fusilados.

No valieron las súplicas del cura ni el llanto de las mujeres; Pec se mostró sordo a todo ruego y las sentencias de muerte se cumplieron, desarrollándose en el cuartel las más tremendas escenas de pánico. Así acabó el poder de los blancos en Bacalar.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.