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La Conjura de Xinúm – VIII

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VIII

VI. Chumboob

Terminaban de hablar Chi y Pat cuando llegaron soldados de la guardia con la noticia de que a pocas leguas se habían localizado las avanzadas de Ongay que venían, sin duda, con la intención de copar la hacienda de Culumpich.

Ni tardos ni perezosos, Chi y Pat ordenaron que una columna saliera a contener al enemigo, en tanto que el grueso de la tropa buscaba sitio para guarecerse y aprestarse a la lucha. Ambas diligencias se realizaron en silencio y con prontitud y, en un momento, la hacienda quedó desamparada.

En efecto, la intención de Ongay era ocupar Culumpich donde ya sabía estaban refugiados los dos caciques. Su tropa venía avanzando pero, cuando estuvo cerca y se disponía al ataque, uno de sus espías trajo la noticia de que los rebeldes, con su impedimenta, se habían trasladado al pueblo de Chumboob.

Entonces Ongay cambió de planes y decidió lanzarse en persecución de los fugitivos, para no darles tiempo de atrincherarse en aquel lugar. Para ello dispuso que su gente marchara en pelotones separados y por caminos distintos.

Estos pelotones tropezaron en el camino con partidas de indios a quienes batieron y lograron dispersar; pero no fue sino después de un día y dos noches de marcha cuando llegaron a las puertas de Chumboob. Sin pérdida de tiempo, un cuerpo entró en acción, en tanto que el otro se mantuvo alerta para atacar llegado el caso. Ongay estaba seguro de que obtendría un rápido y completo triunfo. Su vanguardia hizo repetidas descargas sobre el enemigo, pero éste contestó el fuego con inesperada precisión. Donde los rebeldes ponían el ojo ponían la bala. Los hombres del gobierno caían como venados, con la cabeza abierta.

El tiroteo duró varias horas con alternativas de calma y de furia y ya el cuerpo de reserva iba a unirse al ataque cuando se observó que los indios abandonaban sus primeras trincheras. ¿Qué había pasado? ¿Qué podía ser aquello? ¿A qué se debía esta repentina quietud? ¿Los insurrectos preparaban una emboscada? Todo podía suceder. Ante tal situación, Ongay retrocedió, se unió al segundo grupo y quedó en espera de los acontecimientos. Así, inmovilizado permaneció hasta bien entrado el día. En el campo rebelde todo era silencio y quietud. Ya al anochecer, un espía –despachado desde la mañana– regresó con la nueva de que el camino se veía libre y el pueblo estaba abandonado. Entonces Ongay con uno de los pelotones avanzó sobre la plaza y dispuso que los otros recorrieran la selva para hacer un reconocimiento. Se cumplieron sus órdenes y Chumboob fue ocupado sin molestias de ninguna especie.

En efecto, la plaza estaba vacía. En los atajos unos indios arreaban sus recuas y en los patios tres o cuatro mujeres encendían hogueras. El cura de la parroquia llamaba al rosario tocando una esquila y el sacristán prendía las candelas de un altar desvencijado y sucio.

Al día siguiente regresó el resto de la tropa; en su recorrido sólo se había cruzado con unos pastores que, interrogados, no supieron informar de nada; nadie vio a nadie ni nadie sintió a nadie. Ongay permaneció en Chumboob en espera de noticias acerca del paradero de Chi y de Pat, pero entre tanto las recibía, aumentó la vigilancia de la hacienda y destacó columnas para que recorrieran las rancherías de la región. Como después de una semana no logró averiguar ni siquiera el norte seguido por aquellos caciques, temió un ataque y decidió retornar a Tihosuco. Antes de dar la orden de marcha, despachó una patrulla de avanzada con instrucciones de comunicar cualquier novedad que encontrara en el camino.

Las tropas de Ongay marcharon sin contratiempo, pero al traspasar las goteras de Tihosuco, cayó un aguacero tan grande que, en breves instantes, enfangó solares y atajos. En el barro se hundían los soldados, las bestias y los carros. Parte de la pólvora se perdió y una carreta, llena de municiones, se atascó en un charco y no hubo más remedio que abandonarla. El aguacero duró horas, acompañado de ventarrones que azotaban los árboles y derribaban las chozas. El agua rodaba entre las guijas y barría la tierra. Todo quedó sumido en niebla y fango y el pueblo se convirtió en una laguna. Por la noche sólo se percibía el croar de las ranas y, de vez en vez, el horizonte se iluminaba con el destello amarillo de los relámpagos.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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