El cuerpo del hombre conocido como Huang o Wang por sus vecinos fue encontrado por los bomberos una hora después de haber apagado el incendio de un edificio de departamentos. Debido a la rápida respuesta del departamento de bomberos de la ciudad y de que el fuego no se extendió más allá del segundo piso, no hubo víctimas fatales más que el señor Wang.
El origen del fuego fue imposible determinarlo ya que el incendio quemó casi todo en el departamento del señor Wang, no se halló rastro químico o reactivo, aunque tampoco hubo nada que pruebe que se debió a una falla eléctrica de ninguna clase.
Uno de los equipos de limpieza descubrió una pequeña caja fuerte entre dos tablones del piso del baño. El fuego había derretido la cerradura por lo que fue fácilmente abierto. En la caja había una pieza de jade que mostraba a un dragón chino sosteniendo en sus mandíbulas un cráneo, varios dibujos antiguos de artistas marciales completamente manchados en tinta, y páginas de un manuscrito del señor Wang.
El contenido ha sido traducido del cantonés.
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Su nombre, al menos el que mi mentor le puso, fue “Ku Tong”. Aquí es mal traducido a la palabra “Dolor” cuando es más bien “Sufrimiento”. No tiene sentido parafrasear lo que mi maestro me dijo, así que iré al punto: Ku Tong es el arte marcial cuyas técnicas de combate consisten en utilizar ciertos movimientos que permiten el despliegue de energía, así como controlar esta y dirigirla a un oponente u objetivo específico.
La técnica es bastante efectiva en combate cuerpo a cuerpo, en especial para desarmar a un hombre fuertemente armado, e incluso a aquellos que portan armadura. El estilo se basa en golpes, palmadas y agarres, así como algunos otros métodos más esotéricos como el ángulo del brazo, la posición del cuerpo en concordancia a la del sol o la luna, símbolos hechos con los dedos de las manos, contacto visual a específicos elementos, etcétera.
El resultado de este arduo entrenamiento permite usar esta energía como una extensión de uno mismo para provocar dolor o muerte a un oponente, siendo solo posible de controlar por medio de las técnicas aprendidas. No era de extrañar que muchas veces estos despliegues de energía fueran confundidos con magia, al punto de ser descritos por algunos como “milagros de los dioses traídos del infierno”.
Se podría decir que el “Ku Tong” es prácticamente el lado oscuro del “Wushu”. Esto por supuesto es contradictorio al Ying y Yang que establece la necesidad de encontrar un “centro” o “equilibrio”.
“Ku Tong” hace énfasis en el uso del dolor ajeno que uno inflige para romper toda atadura emocional, logrando un completo distanciamiento del practicante de aquellos que lo rodean, al punto de no considerarlos humanos, ni siquiera seres vivos.
Esta técnica se basa en el Kung Fu, por lo que el iniciado deberá poseer al menos veinte años de experiencia para iniciarse en este arte. Algunos lograron llevar esta técnica más allá, fueron capaces de emplear técnicas que les permitían manifestar estas energías, dispersándolas como armas que magnificaban la energía.
Si existe tal técnica, ni yo ni mi maestro logramos descubrirla.
Este arte fue creado por la Dinastía Qin Shi Huang, famosa por su crueldad inhumana, de la que el mundo solo sabe aquello de los archivos revisados, antes de que fueran quemados y los eruditos asesinados. Una de las muchas razones para esto fue que nadie más que unos pocos del clan Quin Shi y él mismo supieran el manejo de esta técnica, así como otras artes oscuras.
Por muchos años no se supo nada de la técnica hasta Lo-Chen, un maestro y exgeneral chino que en 1798 la utilizó y enseñó a un grupo de hombres para robar las exportaciones de opio de los británicos, ganándose así una reputación como uno de los más temibles criminales del bajo mundo chino. La noticia llegó al Reino Unido aunque, debido a las exageraciones y delirantes historias de fuentes dudosas sobre “hombres chinos lanzafuego” atacando a soldados ingleses llegaron, se le dio poca atención, convirtiéndose en una curiosidad a veces mencionada en encabezados amarillistas de la época.
Pasaron otros cien años. En 1900 se dio el Levantamiento de los Boxers y entre las muchas y terribles tragedias ocurridas está la de un hombre que logró matar a un gran amigo y jefe militar del jefe de la ya débil Dinastía Qing. Los testigos dicen que el hombre lanzo un “rayo de fuego azul” que acabó con la vida del capitán y decenas de sus soldados. No se sabe más del incidente, pero resultó obvio que los Qin no esperaron que la técnica que ellos habían inventado pasara a manos enemigas pese a todos los cuidados que habían tenido para resguardarlo.
A finales de 1940 mi maestro, cuyo nombre omitiré por respeto, fue entrenado en la técnica mortal, junto con unos pocos más en una reunión privada con varios monjes tibetanos que transitaban por la región de Taiwan. Luego él, junto con los demás, fueron enviados a diferentes partes del mundo para resguardar el secreto. Cuando mi maestro preguntó a su propio tutor, uno de los monjes, la razón de esto, la respuesta fue que los momentos de paz se habían acabado y que fuerzas más allá de nuestra comprensión habían empezado a hacer tratos oscuros con hombres poderosos de todo el mundo que querían a toda costa saber de esta técnica prohibida. Diez años después, cuando el Tibet fue tomado por el ejército chino, supo a qué se refería.
En 1969 mi maestro formó parte de los muchos inmigrantes chinos que se dirigieron a Centroamérica y Sudamérica por igual. Se estableció y casó en México, donde vivió en relativa paz por un tiempo. Yo fui uno de los pocos al que lo confió el aprendizaje de esta técnica maldita, el último con vida.
Y es hoy cuando morirá.
Han pasado años desde que mi maestro falleció en paz y, a diferencia de él, yo, un vago que fue rescatado de las calles, jamás pude encontrar la paz que él consiguió.
Cuando me cedió la técnica, la utilicé para las cosas más ruines. Hasta el día de hoy no me arrepiento de lo que hice: las personas que sufrieron bajo mi mano eran escoria que se merecían todo el dolor que les traje.
Al hacerlo también atraje la atención de fuerzas ocultas en este país. Cosas que primero me observaron con curiosidad y ahora me ven como un peligro para los oscuros dioses que protegen.
Aprendí a ser más discreto y a controlarme, al punto de lograr pasar desapercibido ante estas sombras que me acechaban. Pero ahora una amenaza más tangible ha llegado.
Los vi desde lo lejos en la playa, entrando por la fuerza a la pequeña cabaña de pesca a la que acudo cada fin de semana. Usaban ropas negras y máscaras y su forma de comportarse y de dirigirse entre ellos me dijo todo lo que tenía que saber. Los maté a todos menos a uno de ellos. Seis hombres, todos soldados entrenados, todos ellos parte del ejército del partido comunista chino.
Me tomé mi tiempo con el último. Ni toda la lealtad del mundo pudo evitar que lo rompiera. Cuando tomé la antena que salía de uno de los orificios de su nariz y le saqué lentamente uno de los muchos ciempiés que le metí en el cuerpo, me dijo todo. Lo dejé atado mientras de una cubeta caían gotas sobre su cabeza. Siempre he preferido usar ácido que agua.
No tiene sentido correr. No les tengo miedo y no tengo nadie en este mundo a quien ellos pudieran lastimar. Estos sujetos son idiotas. Drones sin alma, perros que solo obedecen ordenes, incapaces de seguir sus propias decisiones. Cuando todo el mundo les ha enseñado cuán estúpidos son, a pesar de las consecuencias de sus actos, continuarán intentándolo. Así de estúpidos son.
Todo terminará conmigo. Nadie más sabe el secreto de la técnica y todos los que la sabían han muerto sin enseñársela a sus hijos, una sabia decisión.
He quemado los últimos papiros y escritos sobre la técnica. El último archivo está en mi cabeza y también arderá.
Es curioso.
Recuerdo que un amigo japonés que me ayudó a salir de muchos aprietos me dijo una vez que la diferencia entre un suicida y un samurái haciéndose el seppuku era que el suicida termina su vida porque el mundo lo fuerza a hacerlo, mientras que el samurái lo hace porque decide hacerlo.
No seré otro perro que obedece órdenes. Nunca más.
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La autopsia del señor Wang encontró que no murió por el incendio sino debido a una perforación profunda en su cráneo que al parecer quemó su cerebro. Los legistas admitieron que no podían explicarse cómo había ocurrido, comentando que solo habían visto este tipo de daño en victimas que había sido alcanzadas por rayos durante una tormenta.
HUGO PAT