En esta llanura – III

By on octubre 28, 2021

III

UN TORO LLAMADO LUIS

La despertó el ruido de los trastes en la cocina. Se sentó en la hamaca y rezó sus oraciones; al final, se levantó a vestirse despacio. Aunque todavía estaba obscuro consultó su reloj: las 5 de la mañana. –¡Me dormí!– pensó. Abrió la puerta que comunicaba con el cuarto de su marido. Don Elías dormía a pierna suelta, anestesiado por el licor ingerido de la noche anterior; hacía un ruido como fuelle y su pecho subía y bajaba con pausado ritmo. Suspiró. Cada año es igual, pensó con amargura. Una semana de fiestas en honor del santo patrono del pueblo y luego el lugar quedaba vacío hasta el próximo festejo anual. Recordó con nostalgia tiempos pasados, en los que la vida en el pueblo se desarrollaba a ritmo normal, cuando había suficiente trabajo para todos, cuando funcionaban los trenes de raspa de las haciendas toda la semana en la elaboración del sosquil extraído de las pencas del henequén. Recordó los días cuando el ferrocarril pasaba en medio del pueblo con puntualidad tan inglesa que regulaba el horario de las actividades cotidianas, cuando la gente no tenía que emigrar a Quintana Roo en busca de trabajo. Cerró con suavidad la puerta y se dirigió a la cocina donde su ahijada Mayté preparaba el desayuno…

–Buenos días, hija –dijo, sentándose risueña a la mesa.

– Buenos días, madrina –contestó Mayté sin volverse; puso en un plato los huevos estrellados, las tostadas, jamón y frijoles refritos, la salsa de tomate y, para adornarlo, puso rebanadas de piña fresca y se volvió al fin para llevárselos. Doña Maruchita vio los ojos enrojecidos de la muchacha, pero no hizo comentarios; en lugar de eso, sujetó la taza con el espumoso chocolate y sorbió ruidosamente: –Huum –aprobó– está delicioso, acuérdame darle algunas tablillas a mi comadre para que lleve a Cancún.

Mayté asintió sin hablar y se empeñó en quedar de espaldas en el fregadero lavando los trastes con denuedo. Doña Maruchita sonrió con suavidad, arqueó las cejas y se quedó viendo a la muchacha; Mayté, con sus 23 años, su figura bien formada, el pelo largo negrísimo que le llegaba a la cintura, morena clara, con esa estampa de porte erguido de las yucatecas. No, no cabía duda. Pensó que era una muchacha preciosa… incluso la maternidad le había quitado las aristas, puliéndole finamente las suaves redondeces de su cuerpo.

Doña Maruchita se quedó contemplándola mientras comía sus huevos motuleños. Ya estaba haciendo chuc1 su pan dulce en la taza de chocolate cuando Mayté dijo de pronto: Madrina…

–Sí, dime–. Pero la muchacha no se volvió, quedó quieta.

–Nada, murmuró al fin.

Terminaba de desayunar cuando entró Petra luciendo un hermoso huipil bordado.

– Ninia, quiero decirte que hoy no trabajo.

–Bien, pero dale su salvadillo a las gallinas y su ramón a Luis, ya sabes cómo es de escandaloso.

Petra rio, comprometida.

–Lo voy a hacer ¿sabes? Y luego me voy – tomó aire–. Es que llegó a la fiesta mi nieto de Cozumel, te acordarás de él, ninia, es hijo de José Lino; fíjate que es chofer de taxi en la isla y gana bien, hasta me trajo una televisión de colores.

Se fue al patio y doña Maruchita se preparó para salir, pero antes se acercó a Mayté…

–No me lo digas si no quieres –dijo en voz baja.

La muchacha volteó a ella, con la cara que mostraba huellas de llanto. Se abrazó a su madrina.

–Ay, madrina, es que estoy confundida.

Al ver que doña Maruchita no decía nada, siguió: José me llevó serenata anoche, me pidió perdón me preguntó por qué no volvía con él, que esta vez ya tenía trabajo fijo en un hotel de Playa del Carmen y que ahora las cosas serían diferentes.

– Dime sólo una cosa, muchacha… ¿Le abriste la puerta de tu cuarto?

Mayté negó categóricamente con la cabeza y se limpió las lágrimas que mansamente corrían por sus mejillas.

–Lo pienso por el niño, por el pequeño Elías –murmuró con poca convicción.

–Ya tiene seis años y necesita un padre, sobre todo ahora que comienzan las clases. Necesita el apellido paterno para inscribirlo en primer año; si no, los otros niños se burlarán de él.

–Tonterías, esas cosas pasarían en Mérida, pero aquí en el pueblo no– añadió rápido al oír que las campanas de la iglesia apuraban con sus tañidos a los fieles para la misa de 6–. Piénsalo, es tu vida.

Antes de salir a la calle, pasó por el corral de Luis. El toro masticaba con calma las hojas de ramón con todo y chilibes2. Mugió despacio al reconocerla. Doña Maruchita acarició la testa del animal y éste volvió a mugir. Con el tiempo se había acostumbrado a esta extravagancia de su marido. Sucedió cuando el xtup3 de sus hijos, el pequeño David, se había ido a Mérida a ejercer su profesión de abogado y quedaron solos; un día vino don Elías con el becerro a la casa, diciéndole que lo había ganado en una apuesta y le construyó un corral. Ella no dijo nada, pero la manía de su marido aumentó con el paso del tiempo: alimentaba al animal con maíz, lo mimaba con golosinas como si fuera un chiquito y lo bañaba todos los días; el colmo fue cuando le puso nombre de cristiano: Luis. Naturalmente, el toro se dejaba querer y se convirtió en el bello ejemplar que era, causando la admiración de la gente del pueblo cuando por las tardes salía a pasear con don Elías por las calles, llegando hasta al parque, donde el viejo se sentaba en una banca frente al Ayuntamiento a conversar con sus amigos, mientras Luis lo esperaba bajo el laurel.

Las campanas empezaron a repiquetear, rematando la entrada a misa. Salió a la calle, saludando a todos, y se dirigió a la iglesia a dos cuadras de su casa.

La calle principal del pueblo estaba llena de gente y de carros, casi todos con placas de Quintana Roo; pasó por el edificio de la clínica del Seguro Social construida en el mismo lugar donde antes estuviera la estación del tren y siguió su camino, saludando a los conocidos que conversaban en la puerta de la sastrería con Apolonio, el sastre del pueblo. Este era de los pocos que no habían emigrado en busca de la olla de oro al final del arcoiris caribeño; se mantenía, y bien, confeccionando pantalones y camisas con las telas que sus fieles clientes del pueblo le mandaban del vecino estado.

Doña Maruchita observó que ese día el grupo se le quedaba viendo en forma rara con sonrisas nerviosas, pero no quiso darle importancia al asunto, así que los saludó y presurosa siguió su camino, pensando en lo bueno que sería que el pueblo cobrara vida otra vez, en que hubiera trabajo para que la gente volviera a radicar aquí y volviera a ser el pueblo próspero de antaño, no el pueblo fantasma que parecía cuando, después de la fiesta, la gente volvía a sus trabajos en el vecino estado.

Al pasar por la carnicería, los clientes hacían corro con la mujer del carnicero. Cuando se acercó, interrumpieron su ruidosa plática; pasó de largo saludando, casi corriendo en dirección a la iglesia, subió ágilmente los escalones del atrio y sonrió al pensar que llegaría a tiempo a misa. Vio a unas muchachas que venían parloteando y recordó a Mayté. –iMayté!– pensó. Cuando la muchacha acababa de cumplir 18 años, se escapó a Cancún con José, el único hijo de la viuda Canché. Este muchacho tenía fama de tenorio, era engreído y flojo, pero con mucha labia.

Había sido un duro golpe para doña Maruchita, tanto que tardó varios años para asimilarlo y poderse acostumbrar a la ausencia de la muchacha que creciera como su hija, porque la había recogido cuando, al quedar huérfana a los ocho años, una mañana la vio bajar del autobús, al pasar en la puerta de la tienda. Venía toda flaca, desaliñada, sujetando con una mano una bolsa de plástico negro –como las de la basura que regala Lucy Farah en sus tiendas de Chetumal– donde traía todas sus pertenencias, y en la otra a un pequeño rapaz… ¡Mare! ¡igualito a su chingado padre! Después de lloros y perdones, Mayté se quedó en la casa, y la verdad es que era una gran ayuda: Despachar en la tienda, ayudarla a llevar la casa; todo fue tranquilo… Hasta hacía tres días cuando llegara José al pueblo, junto con varios vecinos que venían a la fiesta. –¡Ay, Dios!– pensó fugazmente ¿Y el panadero? Sus pensamientos se vieron interrumpidos por las voces de sus compañeras legionarias que la apuraban en la puerta para entrar juntas al templo.

La labor que desempeñaba como tesorera de la legión era un alivio contra la soledad causada por la ausencia de sus hijos; cierto que tenía a Elías, pero le hacían falta sus muchachos, tan ocupados en sus trabajos en Mérida. Rara vez venían al pueblo. Estaba casi segura que incluso evitaban hacerlo, como si les diera pena que los meridanos se burlaran de ellos en caso de enterarse que habían nacido en el pueblo de Box Ok, cerca de Motul.

Ese día el padre Castro estaba inspirado. Durante la homilía exhortó a los fieles a prepararse para pulir sus defectos: «Hay que entrenarse como ese boxeador Chávez para resistir los embates del demonio» dijo. Terminó la misa y, luego de despedirse de sus compañeras, se dirigió a la tienda de nuevo, pero por el costado sur del atrio, donde estaba el tablado para la corrida. Parece increíble, pensó, que el día de hoy terminará la fiesta con la corrida y la noche regional de jaranas en el palacio municipal. Para mañana a estas horas, todo este coso taurino construido con horcones, bajareques, palmas y lengua de vaca, con viejas láminas de zinc en el techo, ya no estará aquí; a un lado de la calle, en un xtocoy solar4, estaban amarrados varios toros que serían sacrificados para el consumo de la población y de la gente de las haciendas y pueblos circunvecinos para hacer el tradicional chocolomo5.

Venía distraída cuando volvió a pasar por la sastrería y captó las miradas suspicaces del sastre y acompañantes. –¿Qué será?– pensó, pero lo averiguaría pronto porque, como dice el refrán: «Pueblo chico infierno grande». Aquí, todo se sabe. Alguien se puso a caminar junto a ella, saludándola; se volvió a verlo: era Pancho, el dueño de la cantina del pueblo.

– Doña Maruchita, es mejor que se lo diga antes.

–Es algo relacionado con Elías, ¿verdad? Dime qué pendejada hizo ahora.

Trató de parecer firme, pero en el fondo se sentía un poco angustiada. Don Elías era bebedor ocasional, a veces pasaba semanas sin beber alcohol, pero en las ocasiones en que tomaba, como ahora, por la fiesta, se metía en problemas; el año pasado había tenido un incidente chusco con el sastre. Sucedió que, jugando al póker, desplumó a aquél; cuando ya estaba bien tomado y supo que el sastre ya no tenía ni un quinto, don Elías, que poseía como todo buen yucateco un cierto sentido del humor, le dijo:

– Te juego en una lotería todo lo que hay de dinero sobre la mesa por una función que tendrás que hacer si pierdes.

– Lo que tú quieras –contestó a gritos el sastre, animado por los vapores etílicos.

– Lo que tú quieras, como quieras y donde quieras –vociferó– porque te voy a ganar, cabrón turco. A un Pech como yo no lo rebaja ningún extranjero, porque los Peches somos muy machos; dime qué tengo de hacer y lo jugamos.

Don Elías lo miró socarrón y delante de todos dijo: –Si pierdes, te pones un huipil para ir a misa el próximo domingo.

¡Mare! Todos los presentes soltaron la risa. Unos gritaban, otros aplaudían en torno a la mesa; hasta lo pedo se le quitó en parte al sastre, pero al ver a la gente comprendió que ya no se podía echar para atrás, así que tomó otro trago de la botella y dijo retadoramente: –Pero que sea con baraja nueva y que las cartas las tire el sacristán–. Don Elías entrecerró los ojos y mandó a buscar un mazo nuevo con el carpintero, mientras amontonaba el dinero con torpeza en el centro de la mesa. – Si ganas, sastre bocón, todo esto será tuyo.

Hay que aclarar que el sastre y un reducido grupo eran los representantes del PAN en el pueblo; él, el sacristán y tres gatos más eran conocidos como «Los Cinco Panuchos». Alguien avisó a la gente lo que pasaba en la cantina y, a pesar de ser de madrugada, 4 de la mañana, ya casi todo el pueblo estaba despierto. Llegaban corriendo, parloteando, se hicieron hasta apuestas en contra del sastre, porque era un individuo sin carisma alguno por la sequedad de su trato, en comparación con la simpatía que despertaba el turco con su bigotazo como manubrio de «bicla»6, su mirar de dromedario triste y su inmensa nariz de camello; así pues, el sacristán tiró las barajas y sirvió dos pares para el sastre y un precioso full de quinas con ochos al árabe.

Aquello hizo época porque, cuando «el Sastrecillo Caliente», mote con el cual conocía el pueblo a Apolonio, volvió en sí de la borrachera, la primera persona a la que vio fue al padre Castro, sentado junto a su hamaca. Se llevó un susto esperando un severo regaño del bilioso sacerdote, cosa que no sucedió. Sin embargo, después de animada plática y sesudas reflexiones, quedaron de acuerdo en que Apolonio cumpliría con la apuesta, pero –susurró el clérigo con aires de conspirador– a nuestra manera, porque yo veo esto muy sospechoso, ya que el turco Elías sólo va ocasionalmente a la iglesia; cierto que Maruchita es muy piadosa, pero ella se cuece aparte. Para mí que el sarraceno es un agente secreto del gobierno que trata de desestabilizar la naciente democracia que queremos para el bien de este pueblo.

Lo dijo tan emocionado que el sastre se levantó a aplaudir ruidosamente. Acordaron que el sastre asistiría con su huipil a la misa, pero una especial, a templo cerrado, con unos cuantos asistentes para dar fe del acto; sin embargo, no contaban con la curiosidad de la gente del pueblo. Ese domingo asistieron casi todos a misa de 3 de la mañana, con el consiguiente sofoco del padre Castro y del sastre, que se veía muy coqueto con su huipil.

A pesar del tiempo transcurrido, hoy todavía se comentaba el suceso. El sastre, como le estaba diciendo ahora Pancho a doña Maruchita, iba por la revancha. La noche anterior don Elías no había salido favorecido por Birján y perdió todo su dinero, así que el sastre, que en esta ocasión estaba sorprendentemente lúcido, le propuso un trato parecido, y en caso de que perdiera, el toro Luis sería toreado en esta última corrida de hoy. Se tiraron las cartas y esta vez perdió el turco.

Doña Maruchita seguía con atención el atropellado relato del cantinero, y si aquel pensó en asustar a la señora, se llevó un chasco, porque ella comenzó a reír a carcajadas ante el desconcierto de su interlocutor y las miradas curiosas de la gente con la que se cruzaba. –Bueno –pensó–, esta fiesta sí que se está poniendo buena–.

Se despidió de Pancho y entró a su casa.

Cuando volvió al cuarto de don Elías, éste seguía roncando plácidamente. Se quedó ahí parada, viendo a su compañero desde hacía 33 años. Sus tres hijos ya habían emprendido el vuelo y los veía de vez en cuando; por esta razón ella y su marido se hallaban más unidos que nunca. Lo miró cariñosamente, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras sonreía tiernamente; pero, para despertarlo, puso cara adusta y lo sacudió vigorosamente.

–¡Elías! ¡Elías! Párate, hombre, ya es casi medio día–. Apenas eran las 10 de la mañana, más para la gente del pueblo era tardísimo. Don Elías estaba bien dormido; aguantó varios sacudones hasta que al fin abrió los ojos. Al ver a su mujer se arrolló con la hamaca.

–Párate, carambas, que ya es tarde–. Después de largo rato se sentó en la hamaca, pero el efecto de la caña lo tumbó de nuevo, hasta que como pudo se dirigió al baño a darse un regaderazo, previo desayuno a base de calabacitas verdes sancochadas, cut con mucho chile habanero con naranja agria y una caguama de cerveza Carta Clara bien helada que le sacó humo por las orejas y fue cuando empezó a enfocar su turbia mirada.

–Cuéntame que pasó anoche –indagó Maruchita con fingida inocencia.

–¿Anoche?

–Perdón, hoy en la madrugada.

–Hoy?, ¡mare! no me acuerdo –se sobó la nuca. –Vagamente recuerdo que me trajeron. Maruchita, no estás molesta conmigo, ¿verdad, corazón? No te ofendí–. La incertidumbre del alcohólico lo torturaba: ¿Hice el ridículo otra vez? ¿Me bajé los pantalones? ¿Imité al padre Castro repitiendo las pendejadas que dice en sus homilías?

Doña Maruchita se aguantaba la risa a duras penas; se enterraba las uñas en la palma de su mano para no hacerlo.

–¿Sabes qué chingadera hiciste esta vez, beduino?

Don Elías se puso pálido, tragó el resto de la cerveza y ansioso miró a su mujer, porque cuando ella le daba el tratamiento de beduino la cosa era grave.

–Dime Maruchita, alma mía, dime por favor. ¿Acaso perdí el rancho o la tienda a las cartas? ¿No? No, porque en el pueblo ya saben que no lo puedo hacer, así que dime: ¿qué hice ahora?

–Beduino briago, perdiste a las cartas con el sastre y ahora…

– No sigas –gritó el turco, golpeándose la sien con la palma de la mano–. Aposté por Luis ¡Luis! ¡Luis!–. Salió corriendo y se fue al corral del toro que en ese momento bebía su pozole con azúcar

–Luis, qué hacemos, precioso, qué tragedia. ¡Marucha! ¡Marucha!

Llegó ella corriendo al oír los angustiosos gritos, pero al ver la escena del turco abrazando al toro, comenzó a reír escandalosamente. Don Elías y su toro se le quedaron viendo sorprendidos, pues parecía que el suceso la había trastornado.

Maruchita dejó de reír y dijo: –Mira Elías, el año pasado le hiciste una broma cruel al pobre sastre, aunque trató de cumplir una apuesta discretamente, de acuerdo con el padre Castro, tú avisaste a todo el pueblo y hasta llevaste a un fotógrafo para retratarlo con su huipil; no sólo pasó a ser expulsado del PAN, sino que el chisme corrió hasta Tizimín, donde al panucho no lo bajan de pervertido, cangrejo o puñal, así que ahora ¡Justicia divina! Te aguantas y cumples.

Don Elías bajó la cabeza y muy digno, silencioso y con cara de mártir, se quedó en la casa hasta que los vaqueros fueron por el pobre Luis para llevarlo a torear; lo entregó con el dolor de su alma, pidiendo sólo que no lo lazaran, ya que el toro estaba acostumbrado a andar suelto por las calles del pueblo. Los vaqueros no aceptaron argumentando: ¿Cuál hubiera sido la reacción de la gente si entraban al ruedo caminando atrás del toro? Las carcajadas se hubieran oído hasta Pomuch y los campechanos se hubieran zurrado de risa. Así que después de que Luis, que protestaba por estar amarrado, discretamente salió y se fue a Dzidzantún supuestamente a curarse de la cruda, como dijera doña Maruchita, a hacerse pendejo, mientras reía viendo los apuros que pasaba su consorte ¡ah! Suspiró la buena señora. –Si no quisiera tanto a ese beduino– y se dirigió a la cocina donde Mayté almorzaba en compañía de su hijo.

No te levantes –le dijo y, tomando un plato, se sirvió una buena porción de queso relleno, añadiéndole col, su salsa de tomate y un chile xcatic7; la muchacha le dio una Sidra Pino negra y le arrimó el lec de las tortillas. ¡Huay! ¡Tenía un hambre! Así que durante un buen rato las dos mujeres comieron en silencio.

–Madrina –comenzó Mayté mientras recogía los platos pensando, con serenidad, que la crisis ya había pasado.

–Cuando usted se fue a misa, vino Goyo el panadero. Se enteró de la serenata y también de que José anda contando que mañana temprano volvería con él a Playa del Carmen.

El panadero… pensó doña Maruchita: Buen muchacho, sin vicios y muy apegado al terruño; varias veces había rechazado buenos empleos que le ofrecían para ir a trabajar al vecino estado. –Gente así nos hace falta en Yucatán, dijo, enamorada de esta tierra, que la ame como nuestros antepasados, no huishones8 que sólo piensan en los billetes y corren como locos a alquilarse como criados en hoteles caribeños. Goyo el panadero, el último de la tercera generación de Chulimes, panaderos del pueblo.–

–¿Y qué le contestaste? –se oyó decir. Los ojos de Mayté brillaron como lucecitas traviesas.

–Le dije que no crea en chismes, que hoy conocería mi decisión después de que termine el baile regional.

–¿Hoy en la noche?– A doña Maruchita le pareció ver problemas con José, puesto que el muchacho era de carácter violento y difícilmente aceptaría una derrota.

–Ya lo verá usted– dijo Mayté confiada, tan segura que a doña Maruchita ya no le quedó duda alguna de que así sería.

Pues esta corrida en verdad fue memorable, ya que la gente del pueblo reconoció a Luis apenas entró al ruedo, que estaba lleno en sus tres niveles; de la baranda colgaban las piernas de las muchachas que gustaban de la corrida, la gente coreaba el nombre del toro: ¡Luis! ¡Luis! ¡Luis! Y el animal respondía mugiendo mansamente; el que más gritaba era el sastre que había sobornado al animador para ponerle más pólvora a la bomba con que estos sujetos estimulaban al manso ganado que se toreaba, los músicos tocaban un brioso pasodoble, los paleteros y los venteros se confundían con los toreros en el ruedo, en los palcos se vendía de todo, desde cerveza yucateca hasta chicharrones de harina y horchatas de varios colores. En el centro del coso, amarrado a un palo, Luis esperaba confiado, sin imaginarse lo que le esperaba; le amarraron un cincho en medio, con una bomba cuya mecha prendieron mientras lo soltaban. Cuando sintió la explosión, el toro, aturdido, corrió bramando de protesta, pero cuando los toreros le pusieron las banderillas, la cosa cambió, el instinto le salió a flote y arremetió furioso contra todo ser viviente: revolcó a dos toreros, un paletero, un chinero y un borrachito que quería hacer el quite .

–¡Bravo, Luis! –gritaba la gente. Cuando al fin lo lazaron los vaqueros para llevárselo, estaba tan encabronado que tuvieron que amarrarlo al grueso tronco de la mata de huaya del patio de la casa. Doña Maruchita, al ver el estado tan lastimoso en que se encontraba Luis, mandó a buscar al veterinario del pueblo para que lo curaran y le pusieran una inyección calmante. Pero aquel día no pudo ser, porque el pasante Cauich, fósil de la carrera de Médico Veterinario Zootecnista, no pudo acudir por estar en brazos de sus dioses preferidos, Baco y Morfeo. Así estaban las cosas cuando en el autobús de Tizimín llegó don Elías; estaba achispado, feliz de la vida, pero nomás entró a la casa se encontró con su mujer molesta.

–Anda a ver a tu toro y a ver si lo haces callar, que no deja descansar a la gente con sus berridos.

– Luis, Luis, viejo amigo –dijo emocionado el árabe. Al verlo, el toro pareció calmarse. Don Elías comenzó a desatarlo mientras seguía apaciguándolo con palabras cariñosas.

–Ya pasó, ya pasó –decía el árabe. Doña Maruchita lo observaba desde prudente distancia. Apenas se vio libre, el rencoroso Luis le dio tal revolcada a su amo que por poco lo mata. Doña Maruchita gritaba pidiendo auxilio, la gente se amontonó en la albarrada tirando piedras al toro y gritando: «Suéltalo, suéltalo,» como si el animal tuviera agarrado al turco.

Al fin, debido a los trancazos que le empezó a dar doña Maruchita para salvar a su marido, Luis, bramando de rabia, brincó la albarrada, haciendo correr a los mirones y ¡jala! se fue derecho al rancho de los Chí, como a dos leguas del pueblo donde hasta hoy sirve como semental para el deleite de las vacas del rumbo.

Esa misma noche, el bastonero anunciaba la llegada de los jaraneros de los pueblos vecinos. Venían de Baca, Motul, Yobaín, Suma, Teya, Cansahcab y hasta de Tekantó; las mestizas lucían finos huipiles bordados y alhajadas con gruesas cadenas de oro, aretes de filigrana y zapatos de raso blanco, con el cabello adornado por gruesas cintas, claveles y rosas en la oreja, rematando el atuendo con finos rebozos de Santa María.

Comenzó la jarana, por un lado las mujeres con sus huipiles policromos, y en el otro los hombres con sus pantalones blancos, guayaberas, sombreros jipis de Bécal y sus alpargatas de cuero chillonas, de tacón alto. Mayté estaba bellísima, con su largo pelo arreglado en chongo atado con cintas rojas, con una rosa en la oreja derecha. Anotaba mentalmente los nombres de los que serían sus compañeros de jarana, todas sus parejas. Al término de cada jarana le ponían sus sombreros y la muchacha ya tenía cuatro encimados; ya había bailado con José quien le puso su jipi con desenfado, seguro de sí mismo. De último bailó con el panadero y cuando aquél puso su sombrero, éste por poco se cae de la pila. Sólo Mayté se dio cuenta de la palidez del muchacho; al fin se tocó la última pieza de jarana: Una 4 X 4. Las vaqueras fueron devolviendo con sonrisas los sombreros a sus dueños; de último le quedaron dos a Mayté, el sombrero de José y el del panadero. José, con aires de suficiencia, se acercó a ella mientras los ojos de todo el pueblo lo observaban. La muchacha sonrió con coquetería y cuando lo tuvo cerca, le alargó su sombrero poniéndose el jipi del panadero. José quedó pálido, apretó los dientes como tratando de restarle importancia al hecho, rio nerviosamente y arqueó las cejas en tono burlón. Salió al parque, abordó su camioneta y salió rechinando las llantas en dirección a Valladolid.

El panadero estaba radiante; feliz al ser el elegido, se acercó a Mayté y juntos salieron al parque tomados de la mano, temblando ligeramente.

En la misma semana se casaron y el pequeño Elías fue reconocido como hijo legítimo. Allá en la casa, don Elías estaba aún despierto en la hamaca, tratando de acomodarse adolorido por los numerosos golpes que le diera Luis. Pero estaba risueño, pensando que había valido la pena porque el próximo año buscaría la forma de desquitarse del sastre. Se estaba quedando dormido cuando sintió el beso que le dio doña Maruchita.

– Te quiero mucho, beduino –le dijo, y él la tomó de la mano y se la besó con cariño.

En los patios del pueblo, los gallos cantaban.

Miguel Caamal

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1 Chuc: Palabra de origen maya que significa remojar una porción de pan francés o de dulce o tortillas en café.

2 Chilibes: Voz de origen maya que significa tallos o gajos de pequeñas plantas.

3 Xtup: Voz de origen maya. Significa pequeño, el último.

4 Xtocoy solar: Terreno abandonado.

5 Chocolomo: Voz de origen maya, en lo que respecta a “choco”, que significa caliente, y la voz española “lomo”, que es la parte superior del animal. Comida con caldo compuesta por un trozo de carne, precisamente del lomo y vísceras: hígado, riñones, corazón y aún la médula y la masa encefálica condimentada con orégano, pimienta de Castilla, una pizca de “acihote” (colorante; pequeña semilla colorante que se cultiva en Yucatán) y cilantro, a la que se agrega, algunas veces, calabaza.

6 Bicla: Expresión común, deformada, de la expresión bicicleta.

7 Xcatic: Chile largo y, por lo general de color amarillo, muy usado como condimento en las comidas típicas de Yucatán.

8 Huishones: Voz popular que en Yucatán significa: los que se orinan; ya sea de miedo o porque son muy pequeños. Proviene de la voz original “huix”, orin y/o “huixar”, orinar.

Continuará la próxima semana…

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