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Relatos del pájaro sabio – XIV

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Relatos

XIV

El milpero

Muy entretenido estaba el buhito en la mata de kopo’ volando de arriba hacia abajo. De pronto, recordó que no había tenido la sesión de plática diaria con su padre. Su interés por nutrirse de conocimientos hizo que dejara de jugar para retornar a casa. Su padre, que ya le esperaba, de inmediato empezó la narración de esa noche:

Don Antonino era un campesino de Dzono’ot K’ulu’, acostumbrado a sembrar en su milpa cuatro tipos de semillas de maíz, frijol, espelón, calabaza, sandía, melón y otros productos para el autoconsumo. Alternaba el trabajo de la milpa con el chapeo y el corte de pencas en los henequenales de la Sociedad Ejidal de su pueblo. Los productos de la milpa, cosechados en diferentes épocas del año, y el magro ingreso obtenido del henequén resultaban suficientes para mantener a su esposa y a su pequeño hijo.

Lograr una buena cosecha en la milpa lo hacía sentirse rico, al tener su troje llena de maíz, cubos y ollas rebosantes de frijol e iib en un rincón de la casa, y makal, yuca y camote. En el k’abáak de la cocina colgaban rollos de espelón dentro de sus vainas, protegidos del gorgojo por el humo del fogón. En el traspatio de la casa, debajo de un árbol de huaya, tenía montones de diversas variedades de calabazas para cortar y extraer la semilla o para utilizar la pulpa en la preparación de dulces y también para dar de comer a cerdos, pavos y gallinas.

Cierta noche que desgranaba elotes, al notar a su esposa con semblante melancólico, don Antonino le preguntó

–¿Qué sucede, mujer? ¿Por qué esa expresión de tristeza?

–Hace tiempo que deseo tener una niña y han pasado ocho años sin haberme embarazado nuevamente –dijo entre sollozos la mujer.

–No hay motivo alguno para acongojarte, si no hemos tenido otro hijo, no es cosa de nosotros; Dios lo ha querido así –respondió don Antonino.

–Tú tienes quién te acompañe en tu trabajo, por eso nada te preocupa –dijo con tono de reproche doña Cristina.

–Es verdad, mujer, creo que me sentiría muy solo sin la compañía de nuestro hijo Eusebio –reflexionó don Antonino.

Tres meses después, cierta tarde que don Antonino llegaba a su casa después de su trabajo, escuchó a su esposa silbar alegremente.

–¿A qué se debe tanta alegría? –preguntó don Antonino, causando sobresalto a Cristina, que como estaba distraída lavando la ropa, no sintió junto a ella la presencia masculina.

–¡Waaay! ¡Me asustaste, Antonino! Estoy contenta porque un pajarito me trajo una muy buena noticia –respondió Cristina.

–¿Qué noticia será? ¿Se puede saber, señora mía? –preguntó el marido, ansioso por conocer el motivo de su regocijo.

–¡Tiraste la cara del negro! ¡Tiraste la cara del negro! –contestó eufórica.

–¿Queeé? ¡Hoy no he visto a ningún negro! ¿Qué te pasa?, ¿estás delirando? –preguntó, sorprendido.

¡Máare! ¡Qué chan j–ma’na’at keep eres! ¡Estoy embarazada! ¡Estoy embarazada! ¡Ja, ja, ja! –contestó Cristina, riendo a carcajadas.

Los días transcurrieron sin sentir. Al cumplirse los ocho meses de aquella noticia de embarazo, cuando don Antonino regresaba de la milpa fue informado por la comadrona de que su mujer había dado a luz,

–Compadre, ya podemos brindar con el wiix del j–olos.

–¡Wesu meechaj! ¿Ya creció la familia, doña Abroncia?

–¡Yaaaj! Es un milpero más –le respondió.

–Deseaba niña, como lo quería mi esposa; pero si el Creador quiso regalarnos otro varoncito, es bienvenido a este hogar.

–Debemos aceptar los designios del Supremo, don Antonino –dijo la comadrona.

Como doña Cristina no logró procrear nuevamente, volcó todo su cariño en Felipe, el menor de sus hijos. No dejaba que el pequeño gateara en el suelo y cuidaba mucho de que no ensuciara su ropa. Apenas llegaba Eusebio de su trabajo, le ordenaba que cargara al niño y si por un descuido se caía, el joven recibía unos azotes con vara de bejuco. Al cumplir Felipe los siete años de edad, don Antonino anunció a su esposa:

–Comenzaré a llevar al niño a la milpa conmigo para que vaya aprendiendo los secretos del trabajo y el día de mañana sepa buscarse el sustento.

–¡Estás muy equivocado, boxito! Mi Felipe no va a ir a la milpa contigo; él va a estudiar, no quiero que sea un iletrado como nosotros. No voy a quedar en vergüenza ante mi hermana Soledad que presume a sus hijos de buenos estudiantes.

La discusión entre don Antonino y doña Cristina se alargó. Él se aferraba en afirmar que no era necesario que Felipe estudiara para poder enfrentarse a la vida, y ella se entercaba en hacerle ver la importancia del estudio, no sólo para saber defenderse de cualquier atropello, sino también para tener mejor calidad de vida.

En ningún momento estuvo de acuerdo don Antonino con los argumentos de su esposa; sin embargo, se hizo esta reflexión: «si no doy mi consentimiento, Cristina creerá que soy un egoísta al acaparar a nuestros dos hijos». Con tal de calmar los ánimos de su esposa y a la vez complacerla, aceptó en inscribir al niño en la escuela.

A los dos años de que Felipe comenzó a estudiar, Eusebio se casó, pero no pensó en formar hogar aparte ni en dejar de trabajar con su padre. En tanto, Felipe siempre pretextaba tener demasiada tarea escolar para no ayudar en la milpa. Con la finalidad de tener un motivo para presionar al muchacho, Don Antonino le dijo a Eusebio:

–Hijo, estoy muy contento de trabajar contigo, pero ha llegado el momento de separarnos. Tú debes cimentar tu propia familia y velar por el bienestar de tu esposa y de mi nieto. Seguramente Felipe querrá ayudarme cuando me vea trabajar solo.

–¡No importa que Felipe le huya al trabajo! ¿Cómo puedes creer que voy a dejar de trabajar contigo? Quizá el día de mañana, cuando el estudio le permita a Felipe tener una buena posición económica me tienda la mano si llega a verme en problemas.

–Vamos a construir tu nueva casa, así lo he decidido, y no tiene vuelta de hoja. No tengas miedo a enfrentar el destino, Eusebio. Es cierto que no poseo bienes materiales para heredarte, pero creo, sin temor a equivocarme, que ya recibiste una mejor e invaluable herencia: aprender a trabajar la tierra para producir tus propios alimentos –dijo con sensatez el padre.

Don Antonino convocó a familiares y amigos para cortar la madera, arrancar el zacate y edificar la casa de paja de Eusebio en un terreno cercano a su vivienda. En menos de una semana se construyó una casa tradicional maya, donde se estableció Eusebio con su familia. Felipe continuó negando su apoyo a don Antonino, por más que lo veía con mucha carga de trabajo.

Además, menospreciaba el pipián de huevo, el jooroch’ de frijol y otros guisos preparados por su madre con productos de la milpa, por considerarlos alimentos propios para gente humilde.

Cierta tarde que recibió severa reprimenda de parte de don Antonino por estar viendo televisión en vez de ayudar a su madre a criar los animales del traspatio, protestó de manera airada:

–No tienes derecho alguno para regañarme por esa x–ma’ patal janal que me dan! ¿Escuchaste? ¡X–ma’ patal janal! ¡Yo no nací para mantener gallinas y cerdos, ni para vivir en este gallinero que tenemos de casa! Cuando sea un profesionista voy a tener las mejores comidas y mucho dinero; además, una mansión donde vivir. ¡Ya lo verás, miserable viejo!

Los apuros económicos enfrentados por los padres de Felipe para sostener sus estudios no fueron tomados en cuenta por el joven. Cuando llevó a vivir con él a Guadalupe, una condiscípula, don Antonino tuvo que mantenerlos, porque el muchacho nunca asumió la responsabilidad de dar de comer a su esposa. Pretextaba no saber los trabajos del campo para no ayudar a su padre; mucho menos se interesó en emplearse en otro trabajo.

Cierto día que don Antonino regresaba de la milpa; al encontrar muerto a uno de sus dos ganados de poste, llamó a su mujer.

–¡Cristina, ven acá! ¿Dónde está el j–ma’ meyaj de tu hijo, que no vio que el animal se enmarañó con la soga? –preguntó, sumamente molesto.

–No… no se encuentra en la casa, fu…fue a la casa de sus suegros apenas terminó de desayunar contestó con nerviosismo la mujer.

–¿Y tú, x–ma’ na’at peel, qué hacías? ¿No te diste cuenta?

–E…es… estaba trabajando, bien sabes que no descanso desde que amanece hasta que anochece; me ocupo en criar mis animales, lavar la ropa… en todo lo de la casa –dijo con temor la mujer, al ver al animal sin vida.

–¡Hoy llegó el día de sacar de la casa al zángano de tu hijo! A ese ma’ beelal máak! –sentenció don Antonino, rojo de coraje.

–¡Buuuj, buuj, buuj! –sollozó doña Cristina– ¿Dónde vas a mandar a vivir a mi hijo? ¿Cómo va a mantener a su esposa, si no sabe trabajar? –preguntó

–No te preocupes, mujer, le voy a dar la casa que me heredó mi difunto padre y también me encargaré de mantenerlo durante una semana para darle tiempo de encontrar trabajo. Si desea seguir comiendo tendrá que trabajar –concluyó don Antonino.

Cuando Felipe se enteró de la decisión que había asumido su padre, dijo:

–¡Ya estoy harto de esta maldita vida de miseria; no quiero esa vieja casa de paja, ni tus desabridos frijoles! ¡Hoy mismo me voy de tu casa, pero es como si me hubieras enterrado! Te demostraré que puedo salir adelante con lo estudiado; no necesito la protección de un infortunado milpero como tú. ¿Escuchaste muy bien? ¡Nunca lo olvides!

Gruesos surcos de lágrimas regaban el rostro de doña Cristina cuando Felipe se marchó de la casa para ir a vivir con sus suegros.

El engreído joven se empleó en una maquiladora de ropa, pues el hecho de sólo haber cursado hasta el segundo año de preparatoria no le permitió encontrar un trabajo acorde a sus aspiraciones. De su salario de obrero, ahorró una parte para comprar un terreno donde construyó su pequeña casa de mampostería con techo de láminas de asbesto. Nunca se dignó visitar a sus padres ni se presentó cuando se enteró de la muerte de cada uno de ellos. Felipe evitaba encontrarse con Eusebio para no saludarlo; se sentía avergonzado de tener un hermano campesino.

La vida en Dzono’otk’ulu’ transcurría de manera apacible; monotonía que fue trastocada con la llegada del fuerte huracán Isidoro. El meteoro azotó el diecinueve de septiembre del dos mil uno, dejó al pueblo sin energía eléctrica y agua potable, y a muchas familias sin hogar, al ser arrancadas las láminas de cartón y de asbesto que servían de techo a sus viviendas. Los pozos que no habían sido convertidos en sumideros abastecieron de agua para beber, para el aseo personal, el lavado de ropa y otros menesteres de limpieza.

El gigantesco ciclón golpeó el domingo, un día después de que Felipe había cobrado su salario en la maquiladora; por eso, aunque al perder el techo de su casa se vio obligado a refugiarse con su esposa e hijos en el albergue de la iglesia católica del pueblo, no tuvo problema para darles de comer. La siguiente semana, la angustia se apoderó del vanidoso hombre cuando el dinero para sostener a su familia se le había terminado, al quedarse sin el trabajo de la fábrica, que por falta de energía eléctrica se encontraba inactiva.

Felipe repasó mentalmente a quién podría recurrir para solicitar ayuda, y al no haber logrado encontrar a una sola persona que pudiera tenderle la mano, sintió desfallecer. Cuando estaba a punto de estallar en llanto, una chispa de luz pareció iluminar su mente: «Ah! ¡Pero, qué idiota, soy! ¿Por qué no pensé en mi hermano? Eusebio es un hombre muy bueno, con seguridad no me negará su apoyo». Felipe tuvo que tragar su orgullo al decidirse a visitar a su hermano campesino.

Con el rabo entre las patas, igual que un perro apaleado, llegó al hogar de Eusebio, fingiendo interés en saber, si el chak ik’al, había dañado su casa de paja:

–Eusebio, ¿cómo estás, hermano? Andaba por este rumbo y se me ocurrió llegar a visitarte.

–Gracias a Dios, todavía gozo de buena salud. Me alegra que te acuerdes de mí. Entra, muchacho, estás en tu casa; por favor, siéntate en ese kisiche’.

–Me da mucho gusto saber que no estás enfermo y ver que Isidoro no dañó tu casa. En cambio, el techo de asbesto de mi vivienda no corrió con la misma suerte, el ventarrón lo tiró lejos.

–Dios no permitió que mi casa se dañara. Ni siquiera se despeinó. El aire fuerte se filtró a través del techo de zacate; sólo por ratos veíamos que el ciclón levantaba levemente la estructura de madera, y la dejaba asentarse nuevamente. Si la casa no hubiera resistido el duro embate de la naturaleza, en estos momentos estaríamos refugiados en alguno de los lugares donde concentraron a los damnificados –dijo Eusebio.

Cuando Felipe terminó de platicar los pormenores de lo acontecido a su casa y familia, Eusebio le ofreció la casa de sus padres para que la habitaran mientras lograban reparar la suya. Además, le regaló maíz, frijol, espelón, iib, calabaza y huevos a fin de que a sus hijos no les faltara el sustento.

Albergado en la que había sido su casa de niño, y mientras molía el nixtamal para que su esposa preparara las tortillas que acompañarían el k’abax bu’ul, Felipe razonó: «Hasta hoy vengo a comprender que la persona que produce sus propios alimentos no se muere de hambre».

Con semblante de satisfacción, don Búho se detuvo unos segundos, y luego le dirigió a su hijo estas palabras:

–Muchachito, con la plática de hoy termina la primera serie de cuentos que dan a conocer los avatares de la vida en este mundo. Espero que te hayas nutrido de sus enseñanzas, y nos daría mucha alegría a tu madre y a mi saber que te conduces con sapiencia y honestidad en busca de una vida más íntegra.

Santiago Domínguez Aké

 

FIN.

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