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Recuerdos de Mi Infancia: 1935 – 1938
Hopelchen y Dzibalchén, Campeche
Mérida, Yucatán, México
CAPÍTULO 8
EL SALÓN–TEATRO Y LAS NOCHES DE CINE
Dice un refrán que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero nosotros no hemos formado toda la humanidad; antes que nosotros hubieron chiquillos que posiblemente extrañarían las cosas que nosotros no tuvimos la suerte de conocer, y después de nosotros también seguirán habiendo niños en cuyos recuerdos figurará un parque en lugar de una plazuela, y una carretera asfaltada en vez de una calle principal llena de piedras y baches; tendrán el recuerdo de un salón de cine como el de cualquier otro pueblo, porque simplemente no conocieron el Salón–Teatro que en ese mismo lugar estuvo ubicado, ni cómo lo conocí.
Aquel salón, como nuestra época le llamaba, estaba en alto por las irregularidades que presentaba. Tenía sus escalinatas en lo que era la puerta principal, un amplio arco de aproximadamente dos y medio metros de ancho, quizá un poco más o un poco menos. A cada lado de aquel arco principal, otros tres arcos con las mismas dimensiones, pero “cerrados” por barandales de madera de aproximadamente un metro de alto y artísticamente labrados que arrancaban, no del piso del salón, sino de un pequeño pretil de unos 50 centímetros de alto. Todo lo que hacía el frente, a ambos lados de la escalinata, era una explanada cubierta de verde césped, a la misma altura del salón y, como dije, quedaba dividida en dos partes por las escalinatas de la entrada. También esa explanada tenía sus escalones, servía a la gente del pueblo para sentarse y formar sus reuniones a toda hora del día, porque en los pueblos pequeños, donde la vorágine del progreso aún no llegaba, toda hora era buena para formar tertulias.
Ese fue el salón teatro de mi infancia, un salón que más bien servía para las festividades escolares o para cualquier “velada” que se quisiese organizar ya que, al fondo de lo que era su ancho , precisamente frente a las escalinatas principales de la entrada, contaba con un amplio escenario con sus camerinos a cada lado, que más adelante se convirtieron, uno de ellos, en bodega hasta que se tiró todo para construir lo que ya entonces era el cine, y el otro, que todavía existía, fue donde quedó instalada parte de la maquinaria de la planta eléctrica anexa al salón.
Ocasionalmente también servía ese salón para las funciones cinematográficas que esporádicamente se verificaban en el pueblo, cuando por allí se presentaba alguna empresa ambulante que financiara los gastos. Creo que los aparatos necesarios para ese tipo de ese tipo de espectáculos pertenecían a un tío nuestro, José Armando Baqueiro Rodríguez, esposo de Matilde Baqueiro Lara, que era el propietario de la planta eléctrica y prácticamente propietario del salón, porque a él se lo habían encargado mis abuelos maternos, Adolfo Baqueiro Montero y Rita Lara Sánchez. Creo, también, que muchas de aquellas funciones de cine eran financiadas por el mismo tío.
En uno de los costados del salón, pintada en la misma pared, se hallaba la pantalla; en el costado de enfrente, dentro de una pieza que servía en parte como oficina y en parte para albergar otra máquina de la planta eléctrica – la volanta principal, para más señas –, se hallaba el equipo de cine, colocado sobre un tapanco de madera, a unos tres metros de altura; se subía a él por medio de una escalera de mano que se retiraba después de la función para que nadie subiera a curiosear. Era tan angosto que solo tenía espacio para las máquinas y las personas que la operaban. La proyección salía a través de un pequeño agujero cuadrado que exprofeso se había mandado a hacer en la pared; no se necesitaba más que eso, ya que las funciones se daban sin sonido, en parte porque se carecía del equipo necesario para ello y, también, porque la mayor de las veces las películas que se proyectaban correspondían a la época del cine mudo. En aquellas circunstancias, en las pocas ocasiones que había podido asistir a esas funciones, por razones de la edad, me había tocado conocer las primeras películas de los que luego habrían de convertirse en célebres artistas del cine americano: Charles Chaplin, Laurel y Hardy, y otros más que han escapado de la memoria.
También nos llegaban películas salidas del cine mexicano, pero en menor cantidad, naturalmente, ya que era la época en que la industria cinematográfica de nuestro país comenzaba a dar sus primeros pasos. Así que también del cine nacional había conocido las primeras experiencias de algunos de los artistas que lograron alcanzar la fama más adelante: José Mojica y Ramón Navarro, contaban entre ellos y podían agregarse a la lista Dolores del Río y Lupe Vélez, que representaban “el glamour” mexicano.
Cuando alguna de esas películas, nacionales o extranjeras, llevaba como tema musical alguna melodía que ya fuese conocida por medio de discos fonográficos, entonces se instalaba un piano en la parte frontal, la misma parte donde se encontraba pintada la pantalla, y una prima nuestra, Emma Barrera Baqueiro, era la encargada de ponerle la música a la función, casi durante todo el tiempo de la duración de la película. Precisamente, por esa circunstancia de la música de piano, se había grabado en mis recuerdos de infancia una de las películas que me había tocado ver y que llevaba el nombre de “El pagano”, cuyo tema musical aún se sigue tocando en nuestros días.
Para dejar cerrado el salón, en aquellos días de funciones, eran utilizadas unas cortinas rojas, confeccionadas de una tela bastante gruesa para hacerlas pesadas, que eran colocadas en todos los arcos y también, desde luego, se colocaba vigilancia en esos mismos arcos, para que la chiquillada no se anduviere colando por debajo de esas cortinas, que quedaban sin asegurarse, ya que su solo peso era más que suficiente para que el aire no las levantase ni las moviese. En el arco principal, donde se encontraban las escalinatas, se colocaba la persona encargada de recoger los boletos y que también se encargaba, al mismo tiempo, de hacer a un lado las cortinas para que la gente pudiese pasar con toda comodidad.
En la parte de afuera, en todo lo que hacía el frente del salón, por debajo de la explanada en alto, aquellos días de funciones se llenaba de mujeres del pueblo que aprovechaban instalar ahí sus fritangas; desde unas dos horas antes de la función, aproximadamente, comenzaba el ajetreo de esa gente. Comenzaba el acarreto de su mueblaje, el necesario para su comercio; banquetas, banquillos, comales, piedras para la instalación de esos comales, carbón u quien sabe cuántas cosas más que, como repito, eran necesarios para esos menesteres. Luego comenzaba la segunda parte de la faena, que consistía en acomodar el carbón y la leña en el lugar que ocuparía el comal, sobre las tradicionales piedras, y prenderle fuego, faena que generalmente dejaban al cuidado de los hijos que algunas veces se pasaban más de media hora de cuclillas, sopla y sopla con sus sombreritos de guano, hasta que al fin la pequeña chispa se convirtiese en fuego vivo.
Ese era el cuadro típico de los días de función cinematográfica en el pueblo, eran los días en que aquella gente humilde aprovechaba la oportunidad de ganarse unos cuantos centavos extras, llenando con sus fritangas los estómagos de los que bien podían pagarlas. Y vaya que eran ricas aquellas fritangas, era una inolvidable delicia el banquete que podía uno darse, ahí parado junto a las banquetas y a los comales, y a las mujeres apuradas en el trabajo de la masa de maíz, dándole duro a la torteada para surtir la gran demanda de panuchos y salbutes. Apenas se daban abasto para satisfacer a toda la gente que se les arremolinaba alrededor. Pero era noche de cine, y esa era la costumbre en las noches de cine.
Así como ya eran costumbre las fritangas a las puertas del salón, también se había vuelto indispensable, porque se consideraba de suma importancia para el éxito de las funciones, que la misma tarde en que iban a verificarse tenía que hacerse el anuncio de la película que se proyectaría, y los artistas que la interpretaban. En Hopelchén no existía imprenta, así que ni pensarse en los anuncios impresos, ya que como las funciones no se organizaban con tiempo anticipado, sino más bien salían así de improviso, el tiempo tampoco permitía que se encargasen esos anuncios a la ciudad. Se tenía que trabajar a base de publicidad directa, una publicidad que se organizaba sobre la cama de un camión, también propiedad del tío José Audomaro Baqueiro Rodríguez. Un camión que cuando salía a las cuatro de la tarde, arrancando en su viaje de publicidad de las puertas del salón, iba lleno de toda la chiquillería que formaban primos y parientes exclusivamente. Resaltando sobre aquella chiquillería que jugaba y alborotaba iba una persona mayor, vestida con el traje de payaso que también ya se había hecho indispensable en esos menesteres publicitarios, lanzando sus anuncios a los cuatro vientos, ayudado por una bocina de hojalata para hacer más potente su voz, que casi rayaba en grito. Así se recorría todo el pueblo, calle tras calle, dando tumbos y sacudones, ya que por ese entonces no existía una sola calle sin baches, sin piedras y sin pequeños montículos. Cuando el camión volvía a parar a las puertas del salón, ya habían comenzado a caer las sombras de la noche.
Ya con eso se había dado fin a una parte de la publicidad. Se instalaba después un magnavoz en la parte alta de alguno de los arcos y se ponía música, a base de discos fonográficos, hasta que llegase la hora de dar comienzo a la función. Era generalmente el inicio de aquella música la señal para que comenzase la actividad de la mayoría de las casas; había que arreglarse y arreglar a los niños, cuando se les llevaba. O había que echarlos a las hamacas cuando las películas no eran convenientes para ellos, o cuando simplemente no se les quería llevar, pensando en que la función terminaría demasiado tarde. Como casi siempre la función terminaba después de ya pasada la media noche, casi siempre también mis hermanos y yo quedábamos en las hamacas, después de despedirnos de nuestros padres.
Ya todo eso quedó en el recuerdo. Ahora nuestro pueblo cuenta con un cine más o menos moderno, con casi todas las comodidades que pueda tener un cine, tanto en los asientos como en ver la película de corrido, sin que tenga que interrumpirse después de cada rollo, como sucedía antes, por contar con un solo proyector. Más que nada, ya cuenta con sonido y propaganda impresa. Se había tirado toda la parte que abarcaba el escenario y uno de los camerinos, convirtiéndose en sala de espera y alojamiento de una refresquería y venta de antojitos para dar satisfacción a los pasajeros de los autobuses de la línea Mérida – Campeche, que precisamente allí hacían sus paradas reglamentarias.
De aquellas funciones de nuestra infancia solo quedaron los agujeros hechos en la pared, que todavía ahora existen.
[Continuará la próxima semana…]
Raúl Emiliano Lara Baqueiro
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