Papamot’

By on enero 5, 2017

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Papamot’

Yo nací y crecí en un pueblo de Campeche de la región de los Chenes. Hoy está casi abandonado, pero cuando era chica había gente y mucha actividad, porque ahí bajaban de la montaña los trabajadores del chicle, hacían sus compras, todo.

Mi papá se llamaba Modesto Sosa Segura, pero le decían Papamot’. En la familia le llamábamos Papamot’ y la gente le decía don Modesto; hay quien siempre le decía Papamot’.

Papamot’ era muy trabajador y hacía muchas cosas para llevar el gasto a la casa, que nunca le faltaba nada. Era barbero, pelaba a mucha gente. A los señores de dinero los iba a pelar a su casa y unos iban a la casa, también él los pelaba.

Era talabartero, hacía alpargatas, costuraba bolsas de cuero para llevar al monte, para los chicleros, y hasta monturas de caballo hacía.

Otra cosa que hacía era beneficiar animales: mataba toros, cochinos. Los mataba, los arreglaba y los vendía, y el dinero se lo daba al dueño del animal. A él le pagaban con dinero y con carne. Siempre escogía la mejor carne y los dueños preferían el dinero. Al difunto don Mundo, don Raymundo Osorio, le decía cuando terminaba de arreglar la carne:

– ¿Te saco tu carne? Ya está lista.

– No, no, hasta después.

– ¡Ah! Pues voy a sacar la mía.

– Sácala, sácala.

Cuando no quedaba carne buena y ya se estaba gastando, decía don Mundo:

– Saca un poco para mi casa.

Una vez benefició un cochino de una gente que no tenía báscula. Tenía balanza, pero sin pesas; entonces pidió en la tienda:

– Véndeme un kilo de azúcar. Véndeme otro medio kilo. Véndeme otro cuarto kilo.

Después dijo:

– Voy a matar cochino, ¿quieres que te traiga?

– Está bueno.

– ¿Cuánto quieres?

– Un kilo.

– Ajá.

Al otro día le reclamó el tendero:

– Oye, me embromaste, no estaba completo el kilo de carne.

– El kilo de azúcar que me vendiste fue mi medida.

Se rio el tendero y le dijo:

– Me lo hubieras dicho.

También era músico. Tocaba el clarinete, la armónica y los timbales. Cuando fueron unos músicos de una población cercana a Ticul se conectó con ellos, comenzó a conversar, y a la hora de tocar les dijo que, si querían, él tocaba los timbales. Quitaron al que estaba y se puso a tocar él. Los amigos del pueblo se preguntaban:

– Mot’, ¿de dónde son los músicos?

– De Dzan.

– ¿Y tú?

– De Dzun- decía y hacía su mano así, como si estuviera tomando.

En otra ocasión llegó una orquesta al pueblo y, aunque quiso, no lo dejaron tocar. Se molestó y, cuando estaban tocando, fue con sus ciruelas verdes con sal y chile y las mascaba delante de ellos, de los que tocaban las cosas así de soplar. A los músicos se les chorreaba la saliva de verlo comer, entonces se empezó a escuchar mal la música, y el pueblo les chiflaba y se reía de ellos.

A Papamot’ le gustaba tomar los tragos. A veces se chumaba y se ponía a embromar a toda la gente. Si estaba tomado y alguien nos llevaba serenata, desde que comenzaban a cantar decía:

– Que dejen de estar haciendo laberinto aquí, tengo ganas de dormir, no quiero estar oyendo gritos.

Pero en una ocasión no dijo nada, se quedó callado durante toda la serenata, y cuando terminaron preguntó:

– ¿Cuántos son los músicos?

Pensando que les iban a invitar algo respondieron:

– Seis.

– Pues que vayan a chingar a su madre.

Los músicos se rieron y empezaron a decir entre ellos:

– Te cedo mi parte, te cedo mi parte, te cedo mi parte.

Cuando no estaba muy chumado, entraba a las tiendas y pedía pan dulce para llevar a la casa, y después que lo servían decía:

– Bueno, al ratón.

– ¿Cómo que al ratón, don Modesto?

– Al ratón, al ratón.

Se salía de la tienda y se iba, pero los dependientes no le decían nada porque sabían que al día siguiente lo pagaba. Al otro día, cuando amanecía, ahí estaban varios envoltorios de pan sobre la mesa.

Para un carnaval se disfrazó así, de botas y sombrero. Ya había tomado algo y se sentó en el salón y se durmió. Entonces el doctor del pueblo, que era su amigo, le escribió en el sombrero “Pancho Villa”. Al otro día se disfrazó con un huipil, porque era muy alegre de por sí, y cuando se empezó a dormir le pusieron el sombrero del día anterior y le escribieron “Adelita”. Todos recuerdan ese carnaval que se disfrazó de “Pancho Villa” y de “Adelita”.

Pero él era de los que no se quedaban embromados, así que en otra ocasión llevó al doctor a comer a la casa. El Doctor Villanueva y él habían estado tomando durante el día, así que cuando llegaron a la casa estaban medio chumados. Mi mamá había hecho bistec y la manteca donde lo frió la había puesto en una taza, ahí en la mesa. Cuando estaban comiendo, Papamot’ le dijo a su amigo:

– Villa, toma tu caldo, toma tu caldo.

Le acercó la taza con la manteca del bistec y el doctor, sin chistar, se la tomó. Dicen que tres días estuvo manchando su pantalón de la tantísima grasa que había tomado.

También curaba muchas cosas. Sabía curar el piquete de mosca que en la oreja no sanaba. Nade curaba eso. Los doctores se fastidiaban y mandaban a los enfermos a la casa para que Papamot’ los curara y ahí los curaba. ¿Cómo? Eso sí no sé, yo veía que se los lavaba, se los raspaba, se los quien sabe qué, pero los curaba. A su hijo de tía Lola, Gonzalo Herrera, tío Chalo, lo picaron allá en la montaña y Papamot’ lo curó. Decía:

– No sé, de su mesa de talabartería sacaba cosas, me hacía quién sabe qué, pero me curó, no sé cómo, pero me curó.

A varios del pueblo curó. Como era una curación que dolía mucho, les daba licor para que tomaran y así pudieran soportarlo y no lo sintieran mucho. También, mientras los curaba, les hablaba recio como para aturdirlos, o para animarlos a que soporten el dolor.

Había una señora, doña Natalia Guerra, a la que le daban unos ataques que la señora se veía requetemal y mi papá siempre la curaba haciéndole un sangrado. En una ocasión, los familiares mandaron buscar a un doctor que tenía poco de haber llegado al pueblo. Se llamaba el Dr. De la Fuente y desde que llegó hizo amistad con mi papá, porque sabía que hacía curaciones. El doctor, de broma, le decía en algunas ocasiones “brujo” a mi papá. Cuando fue a ver a doña Natalia la inyectó, todo le hizo, pero no volvía la señora. Entonces pidió que vayan a buscar a don Modesto, y papá la curó. Papá iba y la sangraba: iba al patio y rompía una botella, escogía una que tenga “filito” y con eso la sangraba en el brazo y muy bien, con eso quedaba bien. Ese día papá le dijo, desquitándose de las burlas del doctor:

– ¿Qué pasó doctor? ¿Necesitó del brujo?

Otra cosa que hacía es que componía los huesos que se zafaban. Recuerdo una vez que un muchacho estaba lazando ganado de don Luch, se cayó y se zafó el brazo, pero colgando le quedó. Lo llevaron a la casa y ahí papá cogió un cobertor, se lo colocó bajo el hombro y el brazo lo jaló así para abajo y hacia afuera, y volvió a su lugar el brazo del muchacho. Nadie lo podía creer. Se fue el muchacho adolorido, pero el brazo en su lugar.

Papá sabía curar porque fue ayudante de un médico español que vino cuando la influenza que mató a tantísimas personas. Papá andaba con él, curando de pueblo en pueblo, era como su secretario. Tanto tiempo estuvo andando con el doctor, atendiendo a cantidad de gente, y a él no le dio nunca la influenza. En el pueblo se contaba que ese doctor era medio sabio, que adivinaba las cosas, pero eso sí, era requetegrosero. Una vez que había atendido a un niño le dijo a su mamá:

– Este tu hijo ya está bien. Báñalo con agua fría.

Pero la señora tenía miedo de bañar al niño con agua fría, y mejor lo bañó con agua tibia. Cuando volvió el doctor le preguntó a la señora:

– ¿Qué pasó? ¿Lo bañaste?

– Sí, lo bañé.

Le tocó la oreja al niño y preguntó:

– ¿Con agua fría?

– Sí

– No es cierto, eres una mentirosa. Me estas engañando, con agua tibia lo bañaste.

Así que con solo tocarle la oreja al niño sabía si al niño lo habían bañado con agua tibia o con agua fría.

Ese doctor español decía que a un niño se le debería de dar de mamar solamente un año. Entonces otra señora, desobedeciendo las indicaciones del doctor, le dio de mamar a su hijo por tres años. Como vio que no le pasó nada a su hijo, cuando tuvo la oportunidad se lo comentó al doctor y le dijo que su hijo estaba bien, entonces el doctor le dijo:

– Ah, ¿sí? Pues el primer año tu hijo mamó tu leche, en el segundo mamó tu orina y en el tercero mamó tu mierda.

Espantada quedó la señora.

Por eso papá decía que había aprendido mucho de ese doctor español que había venido al pueblo cuando la influenza.

Papamot’ siempre se preocupaba por que lleváramos una vida sana, que comiéramos cosas que eran alimento. Si había fiesta o mataba, llevaba la mejor carne para preparar chocolomo. Cuando llegábamos de clase preguntábamos:

– ¿Qué vamos a comer mamá?

– Chocolomo.

– Ay no, yo no, no lo como.

– ¿Qué quieres?

– Huevo.

Si no estaba él, nos hacía mi mamá huevo, pero si estaba decía:

– ¿Qué? Después que hay una olla de chocolomo con la mejor carne, ¿vas a comer un condenado huevito? ¡No señor! Sácales su comida, ahorita agarro mi correa.

Y a comer chocolomo. Aunque no te gustara, lo tenías que comer.

– ¿No van a cenar? Pues no van al baile.

Entonces se sentaba a ver que comiéramos. Mi hermanita tiraba un poco de comida bajo la mesa, pero yo no podía, me lo comía y, cuando cruzábamos la plaza para ir al baile, yo creo que por los nervios, paraba en los palcos del ruedo a vomitar porque, si no lo hacía, en el baile me daban ganas de vomitar.

Otra forma en que estaba pendiente de nuestra salud era purgándonos cada tres o cuatro meses. Desde que no comíamos, mi mamá decía:

– No están comiendo bien esas chamacas.

– Pues a purgarlas.

Nos hacía unos vasos grandes, de esos horchateros, con una purga que se llamaba “Sal de Inglaterra” y los ponía sobre el brocal del pozo. Recuerdo que tenía un gusto malísimo. Cuando nos iba a despertar, nos hacíamos las dormidas, con trabajo nos levantábamos y nos llevaba donde estaba el pozo. A mi hermanita le daba un chicotazo y tomaba un trago, le daba otro chicotazo y tomaba otro trago. A mí me daba tres, cuatro chicotazos y nada tomaba, no lo tomaba. Así mi hermanita terminaba más rápido, aunque sea a chicotazos. En cambio yo, después que me requetepegaban, agarraba el vaso y tun, tun, tun, tun, tun, me lo tomaba. Me decía mi papá:

– No había visto mujer más bruta que tú ¿Por qué esperas que te pegue para que lo tomes?

Pero ni yo sé por qué lo hacía.

A la difunta Emilia, la mamá de Cheto, le daban unos cólicos terribles, pues con una purga de esas la curaba. Yo odiaba esa purga, porque además de mal sabor te soltaba una diarrea tremenda y no me gustaba. Lo que sí me gustaba es que, después de que nos purgaban, comíamos puro pollo en los siguientes días.

Papá desde las cinco de la mañana ya estaba andando y se ponía a hablotear cerca de donde estábamos durmiendo.

– Por eso están flacas y pálidas, porque hasta las ocho de la mañana están durmiendo. Que se paren a ver que salga el sol. Al que madruga Dios lo ayuda.

También decía, refiriéndose a mi tío Pedro que le gustaba jugar lotería y vivía con la esperanza de ganarla algún día:

-El que por necesidad juega, por obligación pierde. Yo qué voy a estar botando mi dinero en billetes de lotería, el que está pobre y necesita el dinero no se saca nada.

Papamot’ era desprendido de las cosas materiales. A él le gustaba comer bien, tener salud, divertirse, así era él. A veces le decía:

– Después que estás trabaje y trabaje, ¿vas a comprar trago para que gastes tu dinero?

– Oye bien lo que te voy a decir: primero está mi familia. El dinero no me hace, yo lo hago. ¿No tienes qué comer? Primero saco el gasto de mi familia y después para los tragos. El dinero no me hace, yo lo hago a él.

Macotita

Francisca Sosa Mongeote de Yerves

 

 

Continuará la próxima semana…

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