Otros Recuerdos de Mérida

By on diciembre 28, 2016

Recuerdos_portada

CAPÍTULO 38

Otros Recuerdos de Mérida

Fue así como transcurrieron mis primeros días en la capital yucateca: entre las diversiones que en la casa podían darnos, y entre las escenas que la calle nos presentaba, combinando lo uno con lo otro.

Poco a poco tuve que irme acostumbrando a mi nueva vida, a la vida en que en todo momento estaba dedicado a diversiones, asistiendo a las funciones de cine y correteando por el parque de nuestro barrio. No teníamos más ocupación que divertirnos. Una ocupación bastante agradable, por cierto, mientras poco a poco iba conociendo los parques, las calles, los cines y las costumbres de mi nueva residencia.

Poco a poco iba desapareciendo el retraimiento de los primeros días de mi llegada, poco a poco iba desapareciendo, igualmente, el asombro que me causaban las cosas nuevas que iba conociendo en mis frecuentes salidas y paseos. Poco a poco se me quitaba lo pueblerino o, mejor dicho, poco a poco iba dejando de ser un “asustado pueblerino” para irme convirtiendo en un nuevo “capitalino”. Iban desapareciendo las cosas que en un principio me parecían salidas de los cuentos de fantasía, se iban convirtiendo en la realidad con la que tenía que vivir en el futuro.

Así como se abre el capullo para dar paso a la oruga, y más adelante a la mariposa, el chico provinciano se fue acostumbrando a su nuevo ambiente, en una transformación mucho más rápida de lo que hubiese podido imaginarse. Había aprendido a caminar por las calles, ya no con el susto reflejado en la cara, mientras los ojos se me iban de un lugar a otro, agrandados por el asombro, sino con la misma naturalidad de los propios capitalinos. Ya miraba con cierta indiferencia aquellas pequeñas cosas que despertaron mi curiosidad durante mis primeros días; más que mi curiosidad, el susto de mis primeros días.

Las cosas de las que no teníamos ni conocimiento en el pueblo: la ambulancia con su estridente sirena, con su bandera de la Cruz Roja, agitándose por la velocidad que llevaba el vehículo, a un costado del techo de la cabina, con su médico de emergencia parado en el estribo de la parte de afuera, que ya era una costumbre desaparecida. Los nuevos médicos ya iban dentro del vehículo, para mayor comodidad y seguridad, tanto de ellos como de los heridos.

Al aumentar el tráfico en la ciudad, aumentaron también los accidentes y, naturalmente, en aquellas condiciones resultaba demasiado peligroso seguir viajando en el pequeño estribo que por tanto tiempo se reservó para el médico de guardia al que le tocase el turno. Eso desapareció con las nuevas y modernas ambulancias, con las ambulancias que por dentro llevaban asiento para el médico.

También era novedad el carro de la policía, con sus dos uniformados parados encima de estribos especiales colocados en la parte trasera del vehículo, a los lados de la puerta de entrada. Por las mallas de alambrado que lo cubrían, la gente le llamaba “la perrera”. Con aquel nombre se le conoció por muchos años. Un buen día, durante unos paseos de carnaval, y como una verdadera novedad, se sacó a exhibición un nuevo carro destinado a la recoja de borrachines, vagos y revoltosos. Era un flamante carro, cerrado con aluminio en vez de alambrado; llevaba dos ventanas por arriba para la entrada del aire, y estaba pintado en dos tonos de tabaco. En el frente llevaba, pintado con letras blancas, el nombre de La Xtabay, la mitológica mujer de los cabellos largos. Desde entonces, aun cuando aquel carro fue cambiado varias veces durante el recorrer de los años, la gente siguió designando con el nombre de La Xtabay a la patrulla de la policía.

Novedad eran los camiones urbanos de pasaje que cubrían diversas rutas, recorriendo parques y colonias. Casi siempre iban atestados de gente que pedía parada para subir o bajar, de esquina en esquina. Al modernizarse con el tiempo, aquellos cambiaron mucho de como los conociésemos cuando niños: desaparecieron los camiones de dos puertas, una delantera y la otra trasera, que daba acceso a una especie de plataforma, parecida a la de los trenes, en donde acostumbraban quedarse parados los hombres, para dejar a las mujeres, niños y ancianos las bancas laterales colocadas en el cuerpo principal del vehículo. Tiempos aquellos en que todavía existía la caballerosidad.

En el pueblo tampoco teníamos motocicletas. También resultaban una novedad para mí aquellos vehículos de escándalo y ruido. Claro que, en ese entonces, el número de “motos” era tan pequeño que todavía no representaba problemas para el tráfico ni para los nervios de los pacíficos ciudadanos.

Las calesas o “coches de caballito”, como en Mérida les llamaban, se convirtieron en verdadera atracción desde los primeros días de mi llegada porque, en esos tiempos, las calesas eran el transporte más utilizado por los meridanos. Resultaba bastante cómodo y barato. Era muy elevado el número de esos vehículos que circulaba de un lado para otro, cubriendo toda el área centro que resultaba, al mismo tiempo, la parte principal de Mérida, que aún no se extendía tanto.

El comercio era pequeño, se limitaba a unas cuantas calles, en determinados sitios. Todavía no necesitaba, como sucedió más adelante, extenderse por todo el centro y enviar la zona residencial hacia las nuevas colonias que se fueron formando detrás de los antiguos barrios y suburbios, en las pequeñas haciendas que antaño rodeasen a entonces considerable distancia la pequeña urbe que comenzaba su crecimiento. Así nacieron las colonias Alemán, San Miguel, Jardines de Mérida, San Esteban, Buenavista, Fraccionamiento del Norte, Fracc. Tanlum, Campestre, y otras muchas que se iban integrando y formando parte de la ya bastante extendida ciudad de las veletas.

Dedicado única y exclusivamente a la diversión y al paseo en compañía de mis hermanos y primos, bastante pronto fui conociendo la ciudad de Mérida: sus cines, sus calles, sus barrios, sus parques y sus tradicionales esquinas que, aun cuando llevaban su número correspondiente, eran mejor conocidas por los nombres que el pueblo les adjudicara. Así pasaba también con la mayoría de los parques, de los cuales, eran muy pocos los que se conocían por su verdadero nombre. El pueblo los había bautizado con nombres diferentes a los oficiales y eran mejor conocidos con esos nombres salidos del pueblo. Y si es cierto que era el parque de nuestro barrio al que por las noches acudíamos con mayor frecuencia, no por eso dejábamos de conocer otros barrios y otras calles más retiradas que las calles que rodeaban la casa que entonces habitábamos.

Nuestros padres, nuestros tíos, Manuel y Adolfo, hermanos de mi madre y los primos mayores: Armando, Rafael y Ermilo Barrera Baqueiro, con los cuales compartíamos la casa, una tremenda casa que era propiedad de mi tío José de Carmen Barrera Lara, fueron los que se encargaron de llevarnos de un lado para otro, a fin de que fuésemos conociendo el nuevo medio en el que habríamos de desenvolvernos en el futuro; a fin de que fuésemos conociendo lo que era la ciudad de Mérida, para saber manejarnos en ella, una Mérida a la que sólo podíamos descubrir en frases sencillas, porque Mérida era una ciudad sencilla.

Raúl Emiliano Lara Baqueiro

FIN.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.