Canek, Combatiente del Tiempo (XIX)

By on enero 4, 2024

Letras

V 

2

No hubo noticias de Canek por algunos días. La gente se mostraba desencantada y muchos sentían que habían sido engañados:

–¿Qué sucedió con las grandes promesas del hombre-santo que viene a liberarnos? –le decía un campesino simpatizante de la causa a Juan Pascual Yupit mientras bebían jícaras de chocolate recién batido en casa de Francisco Chan.

–Pienso –comentaba Chan, al tiempo de quemarse los labios con un sorbo de chocolate hirviente– que siente que ha prometido cosas que no puede cumplir y se ha abstenido de convocarnos de nuevo.

–Eso ha de ser –aprobaba un campesino llamado Ezequiel.

–No lo sabemos –reprobó Yupit–. Debe haber otro motivo.

–No, no lo hay –retomó la voz Chan–: Jacinto se ha arrepentido de lo que dijo ante el tamaño de sus ofrecimientos. Ha transcurrido bastante tiempo y no sabemos nada de él. ¿Y así quiere acabar con los gavilanes blancos?

Yupit bebió con parsimonia un espeso trago de chocolate. Sabía que sus compañeros hablaban con sinceridad: Canek no les había enviado ninguna explicación por su largo silencio, y Juan Pascual, sabedor de esto, nada respondió por el momento, acaso dominado por la honda y misteriosa fé que le inspiraba aquel hombre considerado sagrado. Pero algo tenía que decir:

–Vamos, hermanos: comprendo su desencanto, pero debemos entender que la misión encomendada a Canek es inmensa. La expulsión de todos los gavilanes y la recuperación de nuestras tierras no es cosa de juego y tomará tiempo.

–Pero tratándose de un hombre sagrado como es él –replicó Chan– ¿Qué importa el tamaño de la misión encomendada? Se dice que posee grandes poderes para expulsar a los gavilanes para siempre de nuestras tierras.

–Estás equivocado, Francisco –reviró Yupit– No se trata de Canek solamente sino de todos los que estaremos involucrados en la lucha, y esto te incluye a ti y a Ezequiel, a los esclavos de las encomiendas, a los hombres de la costa, a los domésticos de las residencias de los blancos, y a todo indio que tenga un mínimo de vergüenza y se respete a sí mismo. Hay que mover a miles de hombres valientes y conscientes de su misión, si queremos alcanzar la victoria. Mediten sobre esa enorme responsabilidad.

Francisco y Ezequiel apuraron sus jícaras de chocolate:

–Está bien, hombre, está bien –admitió Francisco dando muestras de querer retirarse– yo, como tú, todavía mantengo mi fe en Canek. Lo que me crispa los nervios es que el tiempo está corriendo y no hemos tomado los acuerdos necesarios a nuestro movimiento ni dispuesto las estrategias para el combate.

–Si, es verdad –aceptó Yupit–, y aunque tengo conocimiento de que la invasión a Mérida y a los otros pueblos grandes sería por las navidades, es preciso que nos lo indique el propio Canek en una próxima junta.

–¿Y cuándo sería eso? –intervino Chan– Ya estamos en octubre y el tiempo apremia. La Navidad no está lejos.

–Esta tarde acudiré a casa de Matías Uc –dijo Yupit–, quien mantiene contacto en Mérida con Canek. Me disfrazaré de mendigo para pasar inadvertido ante la gente: recuerden que yo, como muchos de nosotros, soy fugitivo de una encomienda y de seguro mis amos ya habrán dado aviso al gobierno. Pero les prometo que pronto les tendré noticias importantes.

 

4

 

El mensaje circulaba por toda la península por boca de indios adictos al caudillo. Sobrevolaba por las habitaciones de las altas casas de los encomenderos en el lenguaje críptico de criados y ayudas de cámara; se hacía presente, asumido en singular silencio, por medio de visajes y leves movimientos de cabeza en las cocheras y en las porterías y en los comederos de la placita, en las cocinas de las residencias al calor de fogones sobre los que se cocinaba un bienoliente cocido de algo más carnero que vaca para calmar el apetito cordobés del amo mientras las tortillas de maíz se calentaban en el comal, salidas de las diestras manos de una cándida moza campesina para el almuerzo familiar. La noticia se enredaba por momentos en el maremágnum de la selva hasta escapar indemne y colarse en las chozas de los hechiceros, o madrugaba hecha brisa y rocío en el sosiego de las playas a la ruidosa llegada de los pescadores; regresaba a Mérida por la noche, todavía impetuosa, sin interrumpir la ociosa tranquilidad de los pelucones.

Y claro, todo se decía en maya. Y en la ciudad, la cosa no era para menos: lugar de residencia de la élite militar del capitán Calderón de la Helguera, de las oficinas del propio gobernador y su corte de haraganes, jugadores de tresillo, bebedores de ajenjo y violadores de mozas y de efebos indios de acuerdo con sus preferencias sexuales y el número de copas de vino consumidas. Y todos estos personajes no deberían sospechar, ni por asomo, que ya había un nuevo rey (o que estaba por serlo), un hombre santo, un brujo que llamaban Canek, bronceado por el sol peninsular, de rostro embijado, cabellos largos y mirada de odio, un pañuelo ciñendo su frente, un machete oculto bajo su camisa y un fusil colgado en su espalda, no precisamente para cazar perdices, que andaba convocando a miles de indios a hacer la jornada nocturna a Chichén Itzá para la gran conjura, convención de las almas rebeldes el sábado venidero, alrededor del Cenote Sagrado de la hierática ciudad de Kukulcán.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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