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Lo que habita detrás de la puerta del armario

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“Muy bien…” fue todo lo que el esqueleto le dijo al niño. Nada más. Ni una carcajada demencial, ni un lamento desgarrador, ni siquiera el agitado respirar del cazador frente a su presa.

No sucedió nada más.

A lo largo de la noche, el incipiente terror lo había envuelto como una manta cálida arropa a un recién nacido. No fue la consecuencia de algo, el resultado desmedido de un evento, o la reacción de alguna mala elección. El esqueleto simplemente había aparecido en el armario.

Era un armario antiguo. La madera de la que estaba hecha era cedro. Supuso que la despigmentación y oscurecimiento del mueble se debía a la exposición al viento y la lluvia, pero mientras más lo miraba más se convencía de que había sido barnizado y pintado a propósito con tonos oscuros.

Durante sus viajes alrededor de la hacienda, el niño había visto algunos muebles esparcidos por todo el terreno. Su papá le había dicho que era un milagro que aún se conservaran dentro del edificio, que hace años debieron haberlos tomado o robarlos. Ese era tan solo uno de los muchos aspectos extraños de la desagradable finca, y es que todo en el lugar era bizarro. El niño quería mucho a su papá, siempre le daba gusto que se regocijara de sus buenas decisiones y de sus triunfos, pero debía de haber puesto más atención en ciertos detalles que, como un cuervo graznando en un panteón, solo lograban engrandecer más la animadversión que sentía el niño por el edificio.

Cómo nadie se molestaba en preguntarse qué hacía una hacienda tan lejos de la capital. La construcción se limitaba a una sola edificación gigantesca en vez de varias que se dividían y unían como las haciendas normales. Al niño no le cabía en la cabeza cómo muebles de más dos siglos seguían en su lugar, sin que alguna vez algún allanador se hiciera con ellos. Pero lo que hizo que la hacienda se ganara el desprecio total del niño fue que todos los dueños de otras haciendas y fincas estaban bastante seguros de no haber visto jamás el lugar en los últimos veinte años.

Sea como fuera, su padre no iba a desistir. Pasarían los tres días en la hacienda y eso sería todo. El niño sabía que su padre se quedaba no solamente por la oportunidad de crear un nuevo negocio, también era el salvavidas que había estado esperando desde hacía mucho tiempo: marcar su territorio y poder irse de este mundo sabiendo que un pedazo de esta gigantesca bola de basura flotante llevaba su nombre. El niño quería mucho a su papá, así que no valía la pena lastimarlo sincerándose con él.

Sin más, y sin dejar de mirar el armario oscuro, el niño se fue a la cama. Hubiera preferido tener una hamaca: había algo en el ruido chirriante que lo tranquilizaba, incluso lo arrullaba. Ahora más que nunca necesitaba dormirse. La puerta estaba abierta, enfrente estaba el cuarto de sus padres y aunque mismo sabía que era ridículo sentirse aliviado por tener a la vista la puerta donde descansaban ellos, era mucho mejor que no tener nada. La única ventana al cuarto, carente de cortinas y cualquier otra cosa, dejaba entrar de lleno la luz de luna encima de su cama, bañándolo y consagrándolo con ese color azulado que tanto le gustaba.

El sonido fue como el de una rama golpeando el cristal. Sintió que el aliento se le escapaba al escuchar el primer golpe. Tal vez por reflejo, el niño, sin perder tiempo, dirigió la vista hacia el armario. Una de las puertas estaba abierta. Se balanceaba lentamente entre el armario y la cama.

Se quedó sentado en la cama con su única sabana cubriéndole los pies. Por varios segundos permaneció quieto, sin pestañar siquiera, hasta que el sonido de sus propios latidos se volvió estruendoso en la silenciosa calma en la habitación. Pensó en levantarse y cerrar la puerta, no sin antes mirar en el interior, aunque se dijo a sí mismo que no había una razón para hacerlo.

Ya había abierto ambas puertas del armario, de golpe, para encontrarse solo con las pequeñas motas de polvo flotando en la luz diurna. Estaba bastante seguro que en todo el tiempo en que estuvo en la habitación nadie había entrado ahí. Si alguien, por las razones que fueran, hubiera entrado al armario mientras estaba dormido, el niño le había puesto una madera rota y que se majaba con el orificio donde antes estaba la cerradura, atorando las puertas. Nadie podría abrirlas sin que se dejara escuchar el fuerte ruido de la madera al romperse. Ahora ésta estaba en el suelo.

No había razón para sentirse de esta manera. Ninguna en verdad. La casa daba una mala vibra, pero necesitaría más que chirridos, sombras y polvo para horrorizarlo. A lo mejor la madera se había caído, debió colocarla mal. Nada más.

En medio de sus elucubraciones, su cuerpo empezó a movilizarse para cerrar la puerta. Sacó una de sus piernas de debajo de la sábana, mientras se preguntaba si el suelo estaría muy frío para ir descalzo.

Entonces lo vio.

A primera vista parecía un pedazo de gis blanco, de los que hay en las escuelas a montones en los pizarrones del salón. Empezó a surgir por debajo de la puerta abierta, hasta que apareció otro pedazo de gis que se unía al primero, y luego apareció otro, hasta parecer un gusano segmentado que empezó a moverse, o lo que al niño le pareció más bien un baile, como si el gusano estuviera improvisando una danza sensual y prohibida; plegándose y desplegándose en un suave contoneo.

Después otro gusano apareció…y otro…y otro más. Fueron cinco en total, y hasta ese momento el niño entendió que eran dedos. Dedos huesudos. Dedos de muerto.

El niño miró cómo la puerta del armario se abría lentamente, revelando al ocupante en su interior.

Lo primero en salir fue un pie, o más bien la osamenta de una pierna completa. El cráneo se dejó ver, tan blanco y pulido que el niño podía ver las fisuras donde los pedazos se unían. Finalmente, el resto del cuerpo, columna, costillas y pelvis, salió del armario.

Se quedó completamente quieto, sin emitir el menor ruido. El cráneo pareció imitarlo pues, después de su sobrenatural entrada, no hizo nada más que posar sus cuencas oscuras en el niño, sin mostrar intención de acercarse a él. Cuando sintió la calidez que provenía de sus sabanas se sorprendió: se había orinado del susto. Realmente estaba ante la situación más jodida de su vida.

Volteó lentamente hacia la puerta de sus padres. Tal vez si gritaba con suficiente fuerza su padre vendría a auxiliarlo. Posiblemente el sobrenatural encuentro hiciera que cambiara drásticamente sus planes. Pensó si sería lo suficientemente rápido para correr, pero las piernas le temblaban, todo debajo de su sabana tiritaba de terror.

Miró hacia la ventana. Si sobrevivía la caída, tal vez podría pedir ayuda alguien. ¿Y si no le creían?  Me tiré de la ventana de un segundo piso. ¿Qué otra prueba necesitarían?

Entonces captó movimiento enfrente de él. Acompañado de un pequeño sonido sordo y hueco, el espectral intruso paseó la mirada, como si intentara reconocer en donde se encontraba. Dio un par de pasos hacia la ventana, tan cerca de la cama, que este sintió una cálida lagrima que se derramaba por su mejilla.

Por fin, después de varios segundos (¿minutos?, ¿horas?, ¿vidas?), el esqueleto movió las mandíbulas y habló.

“Muy bien…” pronunció.

El niño, con toda la fuerza que pudo reunir, se dirigió por vez primera, y esperaba última, al esqueleto.

“Muy bien, ¿…qué?”

“La noche,” dijo el esqueleto, dirigiéndole sus vacías cuencas. “Está muy bien para comenzar.”

Entonces el niño se percató de un nuevo ruido proveniente del armario. Eran pasos. No. Era más bien como una marcha. Como miles de ramas golpeando el suelo. El niño lo supo: el esqueleto no era el único intruso en su armario. Tan solo era el primero.

Durante este tiempo, el esqueleto había mantenido la puerta del armario abierta con su huesuda mano. Conforme la marcha se hacía más fuerte, el niño reconoció otros ruidos: Gruñidos, aleteos, gritos, alaridos, risas y aullidos que iban en aumento. La fiesta no iba a limitarse solo a esqueletos.

Hasta el día de hoy el niño, ahora un adulto, no puede explicar qué pasó. No dice esto por hacer más atrayente la historia, o por cubrir algún aspecto vergonzoso u horrible del suceso; simplemente no sabe cómo llego de ese punto al otro. Aún hoy sostiene que de alguna manera había llegado al lado del esqueleto. Solo puede adivinar cómo llego ahí, sin saber cómo que la cosa a su lado no le hizo nada; parecía más ocupada en mantener la puerta abierta que cualquier otra cosa. El niño miraba el cráneo de la cosa, sabía que si miraba hacia adentro del armario ya no le quedaría valor, cordura o siquiera alma para hacer lo siguiente.

No quiere especular por qué el esqueleto lanzó una risita cuando vio que se agachaba hacia su entrepierna. Al siguiente momento el esqueleto ya no reía. Con fuerza nacida del miedo, alzó las piernas del muerto, era más liviano de lo que parecía, y la lanzó hacia la ventana a sus espaldas. El esqueleto se aferró de su brazo y con la otra mano sostuvo la puerta del armario. A pesar del dolor y del terror, el niño tomó la madera en el suelo y golpeó el húmero de la cosa. El brazo con el que lo sujetaba, más frágil de lo que parecía, se astilló y rompió en pedazos. El niño, pese a la herida en su brazo y la humedad en sus pantalones, sin mencionar la cacofonía que se acercaba a la entrada del armario, golpeó los dedos del esqueleto, desprendiéndolos de la puerta.

El niño escuchó el ruido, no había otra forma de llamar al grito de la criatura al caer, mientras se concentraba en cerrar la puerta. Se apoyó con fuerza, empujándola, plantando sus talones al piso y manteniendo sus manos firmemente en las puertas.

El temible estruendo de voces cesó. El niño cayó sentado al piso, para poco a poco recostarse y comprimirse en una pequeña forma fetal. A unos segundos de que su conciencia se apagara, la puerta del armario se abrió de nuevo, revelando su contenido: Polvo y luz de luna.

Su padre canceló todos sus proyectos después de encontrarlo la mañana siguiente en el piso, medio muerto por la pérdida de sangre. Fue una semana muy difícil para la familia, en especial para la madre. Las cosas no mejoraron para el papá. No había pasado un día del accidente cuando lo llamó su abogado: La hacienda se había derrumbado, sin razón alguna. Los trabajadores se despertaron en la madrugada al escuchar el estruendo de las paredes y techos colapsar. El abogado pidió disculpas, asegurándole al padre que el edificio no era tan viejo y que ya había sido evaluado antes de empezarlo a trabajar. Al padre la hacienda le importaba poco. Su preocupación era su hijo, lo demás lo vería después.

Aunque no se destruyeron muchas posesiones materiales y nadie resultó herido, muchos tratos fueron cancelados y la pérdida de dinero fue significativa. Aún tenía el terreno, pero al padre le pareció más conveniente que el abogado de la familia se encargara de eso, empezando con los documentos de propiedad del pariente que había heredado todo a su padre, aunque jamás se supo quién era.

Curiosamente, parecía como si desde que todo se derrumbara, literal y financieramente, estaba más tranquilo.

La buena noticia fue que el niño se recuperó. Nunca le contó a nadie lo sucedido. Prefirió que los doctores y psicólogos de los hospitales a los que lo llevaron inventaran una bonita historia en la que él era la víctima, que todo fuera un reflejo de la falta de atención de sus padres. Aunque había más incongruencias en estas explicaciones que en un discurso presidencial, pronto dejó de tener importancia. Todo había pasado. Para el niño, sin embargo, jamás acabaría.

El niño pasó a ser adolescente y con la anuencia de su padre, sin decirle las verdaderas razones, volvió varias veces a las ruinas de la hacienda. Lo poco de valor que sobrevivió al derrumbe ya había sido catalogado y dispuesto en varias bodegas y almacenes de su propiedad. Ningún rastro del armario o del esqueleto.

Han pasado varios años. El hombre, como ahora lo llaman, ha decidido compartir la historia por una razón en concreto.

Hace unas semanas, mientras estaba de vacaciones con su esposa e hijas en la Riviera, un antiguo compañero de la escuela, ahora arqueólogo, llegó a su casa, muy agitado. Después de sentarse, servirle agua y esperar a que su mujer y las niñas salieran un rato a pasear, el arqueólogo le contó lo sucedido. Tenía que contárselo a alguien y el amigo había recordado los rumores que se decían en la escuela de él, en ese entonces niño, por lo que asumió que si alguien le creería sería él.

A finales del último mes, su grupo de la universidad, con trabajadores del ayuntamiento y expertos en la materia, habían encontrado unas ruinas cercanas a Chichen Itzá, en una zona poco conocida de la selva yucateca. Iba a ser el descubrimiento del siglo y, con todo eso del año de la Cultura Maya, sería una bendición caída del cielo.

Al cabo de quince días decidieron mantener todo en secreto y no dar noticia alguna hasta nuevo aviso. Su amigo dijo que ya no quería estar en ese lugar. Ni todas las becas extranjeras lo harían regresar, dijo, queriendo parecer gracioso, pero su risa era nerviosa y muy perturbadora. Mencionó que al excavar habían encontrado cosas que desecharon su hipótesis de que se trataba de unas ruinas mayas. Esos monstruos y criaturas en las paredes eran cualquier cosa menos divinidades, y lo que les hacían a los humanos estaba muy lejos de ser sagrado.

Los artefactos que encontraron eran más parecidos a instrumentos de tortura que a armas, a pesar de que su procedencia era de más de un siglo antes de la llegada de los españoles. Había una especie de túnel debajo de las ruinas que llevaba a una puerta con grabados extraños que dejaban en claro que los que construyeron ese lugar no eran mayas. La puerta no se pudo abrir, aunque los expertos acordaron que detrás de ella solo había piedra y nada más. Curiosamente, el templo principal se localizaba en dirección opuesta a donde se alza el sol, concretamente, justo donde se encuentra el templo de Kukulcán.

No encontraron osamentas de ninguna clase, cuando esperaban encontrar vestigios de estas. El hombre se despidió de su amigo arqueólogo y volvió a sentirse el niño de hace muchos años. Ahora sabe por qué.

Le ha pedido a su esposa que se lleve a las niñas con su abuela a la ciudad. Ha llamado a un grupo de conocidos, entre ellos un sujeto que tiene todos los rasgos de ser diablero. Había pensado hasta ese momento que había sido culpa suya lo que ocurrió esa noche en el pasado, que él había abierto las puertas del armario accidentalmente. Ahora entiende que solo había abierto una, que pronto muchas otras se abrirán: En la tierra, en el cielo y dentro del alma de ciertas personas. Será algo que pasará desapercibido para el resto del mundo, mas no para él y sus amigos.

Ahora va rumbo a las ruinas, en búsqueda de esa puerta oscura que sabe se abrirá por dentro.

Ahí estará él, su escuálido compañero de habitación, con su sonrisa cruel y sus dedos de gusanos danzarines, esperándolo, acompañado de sus amigos también, aguardando en esa oscuridad que, como el alma humana, perdurará por siempre.

Eterna e infinita.

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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