Ensayos Profanos (XXVII)

By on noviembre 15, 2018

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XXVII

EL MÉDICO EN LAS ARTES

Son conocidas y aceptadas sin reparo las relaciones que existen entre la medicina y el arte. De hecho, la medicina es un arte, nació arte, atributo de los dioses primero, de sacerdotes, magos y hechiceros después. Dada la limitación de sus posibilidades, cada ejercitante tenía su propio estilo de curar, cuestión que individualizaba los recursos y justificaba de lleno la condición artística. La medicina moderna, pese a los escalofriantes descubrimientos que en uno y otro campo han robustecido el acervo de recursos, sigue siendo un arte en el fondo. Aunque lo nieguen las actitudes de algunos intransigentes envanecidos por los conocimientos y destrezas. Las definiciones que sobre arte y ciencia traen los diccionarios de la lengua, permiten esclarecer el caso. Vemos por ellas que el ejercicio de la medicina se aviene bien a las tres primeras acepciones de la palabra arte. Otra cosa sería si estuviéramos hablando de las Bellas Artes, que son en concreto las que se relacionan con la belleza y la estética y suman seis mientras no se demuestre lo contrario: pintura, escultura, arquitectura, música, literatura y danza. Pero la ciencia, que se define en sí como el conocimiento cierto de las cosas por sus principios y sus causas, cuerpo de doctrina metódicamente ordenado como rama particular del saber humano, es habilidad y es maestría y muchas cosas más, ninguna de las cuales está reñida con el concepto de arte ni la hace incompatible con el ejercicio de las bellas artes. GAYA CIENCIA se dice del arte de la poesía y ya esto nos permite cerrar las puertas a la discusión. Tal vez convenga aclarar, para no quedar en pugna con los colegas quisquillosos, que la medicina evoluciona así: arte-pura, arte-ciencia, ciencia-arte. ¿Es de esperarse de acuerdo con ello que llegaremos a una etapa de medicina ciencia-pura? Espero no vivir para verlo.

Por lo pronto, tenemos que admitir que la medicina y el arte, dos manifestaciones del quehacer humano desde que el mundo es mundo, se confunden en sus orígenes. En el principio todo era mágico. Nadie ha podido explicar con algo más que conjeturas el significado de las obras maestras que adornan las paredes de Altamira y de Lascau. Esas majestuosas figuras de animales –¿manes o totemes?– bien podrían tener carácter informativo, docente, proveedor, conciliatorio, ofensivo, místico, propiciatorio… y curativo también, ¿por qué no? Todo dentro de los márgenes del rito. Si la caverna fue hogar o sitio de recreo o templo, lo mismo pudo ser oráculo u hospicio. Vaya usted a saber.

Dicen que Hipócrates dijo en una ocasión que la medicina es un drama en el que participan tres actores: el médico, el enfermo y la muerte. Trágica situación que nos enlaza y a veces nos pierde, pero que al mismo tiempo inspira. De esa sórdida relación nacieron los altares de Apolo y de Esculapio, monumentos grandiosos cuyos vestigios andan regados por las colinas y llanos del Peloponeso y del Atica. Y también las esculturas que desde los más remotos tiempos reproducen el cuerpo humano en su belleza y en sus defectos, como la obesa Venus de Willendorf y otras venus con menos protuberancias y oquedades. Nada retrata mejor aquella anemia que se llamó clorosis, y otras afecciones que tenían que ver con la pubertad femenina, que el perfil de las princesas egipcias en los frisos; y ninguna representación es más patética que las de las diosas aztecas que simbolizan la maternidad.

La pintura, desde la rupestre y la mural de las catacumbas hasta la evolución del caballete, ha marchado del brazo con la medicina y ha reproducido los más variados aspectos de la praxis médica: la disección de los cadáveres, la lección de anatomía, el examen del paciente, la lucha contra las pestes, la vacunación de los enfermos, las apariciones de la muerte.

Y no fueron nada más las artes plásticas las que enaltecieron la relación. La danza y la música fueron obligados ingredientes en las curas milagrosas y los exorcismos del hechicero. Toda una literatura excelsa heredamos de la Escuela de Cos en donde Hipócrates catequizó a sus prosélitos y describió con mano maestra el curso de las enfermedades. Y un halo de poesía se desprende de tanta ingenuidad, de tanta magia, de tanta milagrería. ¿Fue casual la circunstancia que en Grecia hizo de Apolo dios de la medicina y de las artes en un tiempo?

El envenenamiento de que antes hemos hablado, las pretensiones de la medicina de convertirse a través de sus más conspicuos representantes en una ciencia pura ajena a lirismos de cualquier índole, hace que algunos obstinados rechacen el contacto con las artes. Esto inhibe a muchos médicos –artistas en potencia–, en tanto es visto con muy malos ojos aquel que se desentiende de las críticas malévolas y libera sus impulsos. La cosa es seria. Se es médico o se es artista. Es preferible que quien tenga aficiones disímiles a la farmacopea y la diagnosis, se retire del campo de la profesión. Estrecha idea que por desgracia anida en ciertas mentes obtusas a pesar de las incontables muestras de dualidad vocacional y hasta del poliformismo intelectual que el mundo ha dado. De allá que el Lic. Burgos Brito, maestro inolvidable, dijera alguna vez: “Admiro a los profesionales de tipo humanista, a esos que no hacen caso de los innumerables zoilos que infestan la superficie terrestre y que con el amor a su profesión en mitad del cerebro guardan la otra mitad para actividades intelectuales de índole diversa. ¡Cómo se reirán en Europa de algunos pensares de por aquestos rumbos que creen que porque un médico o un abogado hacen música o literatura no significan ya nada como profesionistas!

Y no es solamente la compatibilidad lo que el profesante reclama: el arte es necesidad moral, adorno del buen discernimiento, complemento que refuerza la calidad del hombre y que en posesión de un médico pule engrandece y dignifica, no hay para qué insistir. Las palabras de Don Santiago son concluyentes.

Carlos Urzáiz Jiménez

Continuará la próxima semana…

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