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El bueyero secuestrado

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Letras – Desde Nicaragua

Marvin Calero

Don Fernando Sevilla Cienfuegos, ganadero chontaleño, descendiente de granadinos, vivió durante casi toda su vida en la ciudad de Acoyapa. Fue dueño de varias yuntas de bueyes que trasladaban personas y mercadería a los pueblos de La Libertad y Santo Domingo, sobre todo cianuro a la mina de Jabalí, siendo un hombre trabajador que crio a su familia a base de esfuerzo.

La carretera que se construyó de Managua a El Rama en los años 40 permitió una nueva ruta de acceso a las labores mineras de La Libertad y Santo Domingo. Poco a poco, los bueyeros fueron desapareciendo, hasta convertirse en historias de corredores en los atardeceres de la primera cabecera departamental de Chontales.

Después de enviudar, don Fernando decidió casarse nuevamente con Alejandra Villanueva, de Juigalpa, una mujer morena de bonitas facciones, 30 años más joven que él; vivió con ella hasta el último instante de su vida.

Para la muerte de don Fernando Sevilla Cienfuegos, hubo un desborde de gente de todas las latitudes del departamento de Chontales, incluso de Granada. Las campanas de la torre derecha de la Catedral de la Virgen de la Asunción, en Juigalpa, sonaban una nota pausada y funesta, anunciando la llegada del difunto.  Con él, llegaron cantidades de vehículos con familiares, amigos, conocidos y curiosos.

Un día antes, doña Lucrecia Sevilla —hija menor del difunto— tramaba desde su interior las posibilidades de trasladar los restos de su padre a Acoyapa pues, como es la tradición, los familiares siempre entierran a sus deudos en el pueblo donde nacieron, crecieron, y se encuentra toda su descendencia.

Desde el asiento de pasajero, doña Lucrecia Sevilla gritó a sus dos hijas:

—¡Apúrense, mujeres!

—Ya vamos, mamacita —contestó Sandra, la hija menor.

—Aligérense que ya es tarde y debemos estar temprano en Juigalpa antes del entierro.

El viaje desde Granada a Chontales lo realizaron por la carretera Masaya-Tipitapa. En aproximadamente tres horas y media, doña Lucrecia Sevilla y sus hijas estaban en la casa de la mujer del difunto, aquella dispuesta a todo por cumplir la misión de la que se sentía responsable: rescatar a su difunto padre de ser enterrado en otro pueblo.

Durante la vela, todo estuvo en relativa calma. Dos vaquillas y un cerdo eran poco suficientes para atender a la cantidad de visitantes. En el ataúd, don Fernando Sevilla Cienfuegos lucía su rostro intacto, como si la separación de la vida a la muerte hubiese ocurrido durante un sueño; no tenía gestos de sufrimientos, más bien de quietud y sosiego. Meses antes de su muerte le habían detectado cáncer en la próstata, aunque la mayoría de gente opinó que tuvo una muerte natural por causas de un paro cardiorrespiratorio.

Los hijos varones del matrimonio querían evitar cualquier roce con la viuda y los hijastros del difunto, por lo que trataron de llevar la vela en paz. Nadie se atrevía a preguntar dónde sería enterrado, esperaban recibir la noticia al día siguiente. Se manejaba por lógica que la viuda quisiera enterrar a su compañero de hecho estable en una bóveda en el cementerio de Juigalpa que mandó a preparar la viuda tres meses antes de su muerte.

Doña Lucrecia Sevilla llegó puntual a las diez de la mañana el día del entierro. Luego de saludar a sus familiares, pasó a la cocina, donde estaban los hijos del difunto. Preguntó en tono suave a sus hermanos Cándido, Marcos, Santos y Fernanda:

—¿A qué hora será la misa?

En el fondo de su corazón, esperaba encontrar entre sus hermanos apoyo a las ideas que traía en mente, resistencia al propósito de la viuda: llevar a misa de cuerpo presente a su padre a la iglesia de San Sebastián de Acoyapa.

Todos guardaron silencio, como queriendo evitar cualquier conflicto que pusiera en evidencia el roce entre las dos familias.

—¿A qué hora será la misa de cuerpo presente de nuestro padre? —volvió a preguntar en tono suave doña Lucrecia Sevilla.

Por unos minutos todos se miraron unos a otros, esperando que alguien tomara la palabra para ser secundado por el resto de los hermanos. Doña Fernanda Sevilla le dijo:

—Pues, creo que nadie sabe. Entendemos que la mujer de él lo quiere enterrar aquí, en Juigalpa.

—¿Cómo? ¿Quién autorizó eso, Fernandita?

Nadie quiso responder la pregunta que doña Lucrecia Sevilla había formulado alzando la voz.

—Cómo va a ser posible que esa mujer decida sobre los restos de nuestro padre. Nosotros tenemos todo el derecho de hacer con él lo que queramos. Somos sus únicos hijos, y de matrimonio.

Por coincidencias de la vida, la viuda se asomó a la cocina. Doña Lucrecia Sevilla aprovechó para preguntarle:

—Mire, señora, ¿quién le autorizó a usted decidir sobre los restos de nuestro padre?

La viuda le respondió en tono grave:

—¡Yo me autoricé! Soy la mujer de Fernando Sevilla Cienfuegos y en vida ya habíamos acordado que sería enterrado aquí en mi pueblo, en una tumba que meses antes habíamos preparado para este día.

La viuda dio la vuelta, en señal de que se cerraba la discusión y que había ganado el pleito.

Doña Lucrecia Sevilla encontró divida la decisión de trasladar los restos de su padre hacia Acoyapa: Marcos, Santos y Fernanda fueron un poco indiferente con el propósito, pues opinaban que el difunto ya no tenía decisión sobre el asunto. Cándido apoyó la idea de doña Lucrecia y tramaron un plan sin que los demás familiares supieran.

La mañana del sepelio, horas después de la llegada de doña Lucrecia, tanto ella como Cándido fueron hasta la Delegación de Policía con el propósito de hacer del conocimiento del comisionado Francisco Suárez que los hijos querían trasladar al difunto hacia su ciudad natal. Media hora antes, el comisionado Suárez había recibido en su oficina a la viuda Alejandra Villanueva. Con llanto en los ojos, denunció a los hijos del finado por querer trasladar el cuerpo para Acoyapa.

Después de ambas visitas, el comisionado mandó a llamar al teniente Sergio González.

—Sí, comisionado.

—Lo mandé a llamar, teniente, porque temo lo peor el día de hoy.

—¿Cómo así, comisionado?

—Recibí hace pocos minutos la visita de los deudos del señor Fernando Sevilla Cienfuegos. Por un lado, la viuda teme que los hijos trasladen sin su consentimiento al fallecido, y por el otro lado los hijos vinieron a dar a conocer su propósito de enterrar al difunto en Acoyapa.

—Está fregado eso, comisionado. ¿Y qué quiere que haga entonces?

—Se va a ir con dos oficiales armados y va a garantizar que la misa y el entierro se lleve en paz. A los primeros que armen pleito, me los trae detenidos.

—Sí, comisionado. ¡Así lo haré!

 A las tres de la tarde, las campanas de catedral anunciaron la llegada del difunto. Más de cuatrocientas personas y treinta camionetas venían en el cortejo fúnebre por las principales calles de la ciudad. Una patrulla y seis policías resguardaban la quietud del acto.

Monseñor Isaac Gutiérrez oficiaba la misa ante un lleno casi total. Durante el mensaje de consuelo que se suele dar en este tipo de misas, Monseñor hizo énfasis en la armonía.

—Queridos hermanos, amigos, hijos y parientes de quien en vida fuera don Fernando Sevilla Cienfuegos. Jesús, por medio del apóstol Marcos, nos habla de la vida eterna. Esta vida terrenal es solo un escenario de purificación para merecer estar un día en el Cielo, al lado de todos nuestros seres queridos. No debemos estar tristes, porque ellos ya están ante la presencia de Nuestro Señor. Debemos orar por nuestro hermano, para que Dios perdone las faltas que cometió en vida. Somos pecadores, y Dios comprende nuestra condición humana.

En la tercera fila se encontraba doña Lucrecia Sevilla, sus hijas, su hermano Cándido y los cinco hijos de él. Luego de darle bendición de santificación del difunto, los hijos de Cándido se levantaron y tomaron el ataúd. Ante toda la concurrencia, salieron por la entrada principal, donde esperaba el Cadillac negro de la funeraria. En el alboroto de la salida, entre los llantos de la viuda, amigos, hijos y nietos del difunto, los hijos de Cándido aprovecharon para montar en una camioneta azul los restos de su abuelo; esta arrancó, frente al llanto de la viuda, quien corrió pidiendo auxilio a la patrulla. Al instante, los policías, que no se dieron cuenta que habían secuestrado los restos del difunto, subieron a la patrulla; doña Lucrecia Sevilla se puso justo frente a la patrulla para impedirle la persecución. Entonces se armó una reyerta verbal entre las dos familias y la policía tuvo que mediar. El teniente González llamó al comisionado:

—Con la novedad, comisionado, que se robaron el cuerpo del difunto a la salida de la catedral.

—¿Cómo así, teniente?

—Pues que se llevaron al difunto.

—¿Y ustedes dónde estaban?

—Comisionado, nosotros miramos salir el ataúd sin nada extraordinario, más que el llanto de los familiares que salían tras el ataúd. Miramos que lo montaron en una camioneta azul y que arrancó. Segundos después, la viuda está frente a nosotros, con llanto desesperado pidiendo auxilio, y una de las hijas del difunto nos imposibilita la salida. Tenemos una discusión de las dos familias que pelean por el difunto a pocos minutos del entierro, y no sabemos qué debemos hacer.

—Teniente, deje a esa gente y se viene a la Delegación. En pleitos de familia la policía no se mete.

El teniente miró a los ojos a la viuda y a los hijos luego de apagar el radio de la patrulla. Les dijo:

—Ya escucharon al comisionado, que la policía en pleitos de familia no se mete.

La viuda abordó un vehículo rojo y se fue sin rumbo, mientras los hijos salieron en caravana rumbo a Acoyapa.

Ese día, por la noche, se realizó una segunda vela del difunto. En los noticieros de los medios locales corrió la noticia del secuestro del difunto.

Durante la vela, que rompió las expectativas de concurrencia, los hijos mandaron a destazar dos cerdos para dar abasto a semejante cantidad de gente que se desbordó de los alrededores, algunos por amistad, otros por curiosidad ante la noticia. Dos días fue velado don Fernando Sevilla Cienfuegos.

La gente en las calles del pueblo comentaba lo sucedido, la astucia de doña Lucrecia Sevilla, sin entender cómo fue posible el secuestro del difunto. Entre nacatamales de cerdos y carnes asadas para los más allegados, chicha de cántaro, gaseosas a montón, y una que otra botellita de ron, la vela parecía una celebración de San Sebastián muy al estilo Acoyapino; incluso se contrató la mejor banda musical del pueblo para que sonara las canciones más alegres que en vida le gustaban al difunto.

La mañana del entierro de Fernando Sevilla Cienfuegos en su pueblo natal, se mandó a reparar la vieja carreta que hacía travesías desde el puerto de San Ubaldo hasta las minas de Jabalí. Se le amarró la mejor yunta de buey, perteneciente a Cándido Sevilla.

El cortejo fúnebre hizo un recorrido en dirección a la calle del puerto, girando con rumbo sur hacia el cementerio.

A medida que avanzaba por las calles, la gente se iba sumando al cortejo, pues les llamaba la atención que los bueyes fuesen adornados con flores naturales. El ataúd se veía hermoso, con rosas príncipes negros y crisantemos comprados en la mejor floristería de la zona, entre llantos y algunas risas disimuladas de los curiosos que llegaron a darle el último adiós al difunto.

Doña Lucrecia Sevilla sonrió en el sepelio, disimulando con una pañoleta. Recordó que el día anterior había planificado detalle a detalle el secuestro de su difunto padre con su hermano Cándido Sevilla: dejarían la primera fila para la viuda, mientras ellos se sentarían bancas atrás con el propósito que, una vez que terminara la misa, los nietos del difunto tomaran el ataúd en hombros. Entonces aprovecharían el momento de las condolencias a la viuda para cargar el ataúd y ponerlo en una camioneta azul que estacionarían a la par del carruaje fúnebre; al momento que la viuda notara el secuestro, dona Lucrecia saldría a impedirle a la viuda el rescate, oponiéndosele a cualquier costo.

En los días siguientes, la noticia fue sonada en medios locales y nacionales, y continúa siendo historia en Acoyapa.

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