El Amuleto

By on octubre 29, 2020

Era el amuleto. Debía ser el amuleto. ¿Qué más podría ser?

De todas las cosas que habían llegado a perturbar la rutina de la vida de Hank, el amuleto era lo único que usaba con cada día que comenzaba, lo único que había perturbado ese equilibrio.

Su mente no podía abordar esa idea ahora, no cuando estaba ocupado entendiendo y –aún más difícil– aceptando que lo que veía era real, al menos para él.

Miraba a la figura de carne, completamente desollada, que comía frente a él un plato de carne con huevo, acompañado de jugo de naranja sin pulpa. Podía ver con claridad la carne entrar en su boca, masticada por los dientes, a la vista en su boca sin labios. No resultaba tan nauseabundo como imaginó, pero estaba tan fuera de lugar, no solo en el más obvio de los sentidos, sino en la naturalidad en la que esta se presentaba, como si fuera lo más común ver a un cuerpo sin piel comiendo su desayuno.

En cuanto a por qué Hank no se había precipitado hacia la puerta, se debía en parte a la manera en que encontró la existencia de la figura. Se sentó, como todas las mañanas, a comer su desayuno antes de salir a la oficina, algo que le ocuparía apenas unos diez o doce minutos cuando mucho, cuando la voz de su esposa lo llamo.

Provenía de la cosa sin piel.

El estómago de Hank estaba tan apretado que ni siquiera se molestó en levantar el tenedor de la mesa. Bebió algo del jugo para aliviar la abrupta sequedad de su lengua, eso fue todo.

Ella finalmente le habló, preguntándole por qué la veía de esa manera. Hank entendió de inmediato que ella no había notado lo que le pasaba, lo que significaba no solo que ella lo veía a él como siempre, sino que solo él podía verla así.

Esto trajo de vuelta a su mente el amuleto.

Lo había tomado de una caja de objetos perdidos. Ignoraba cómo había llegado ahí. Se topó con él mientras buscaba ahí un bolígrafo. Su atención se fijó en la extraña piedra en forma de rombo con un símbolo que podría ser maya o azteca, o ninguno de ellos. Tenía amarrada una cadena delgada que parecía oxidada.

Al principio fue por curiosidad: volteó hacia su compañera de trabajo para preguntarle si sabía de quién era. Se quedó a medio camino y a mitad de la frase cuando se dio cuenta de que ella estaba desnuda, completamente desnuda. Así como todos alrededor en la oficina.

La impresión fue tal que su mano perdió el agarre y soltó la piedra. Al instante, todos estaban vestidos, como si nada pasara. Su amiga le pidió, sin retirar la vista de la pantalla de su computadora, que le repitiera la pregunta, lo que tardó en procesar. Le pidió que lo olvidara.

Tomó el medallón de nuevo entre sus manos: una vez más, todos estaban desnudos. No entendía lo que estaba pasando y admitía que era bastante escalofriante tener a tantas personas sin ropa a su alrededor. La segunda cosa que pensó es que muchos tenían que bajar de peso.

Se acercó a su amiga, sin dirigirle la mirada. Ella notó su presencia y le dijo que no tenía ni idea del destino del filtro de café. Él se quedó mirándola, tratando de entender si realmente su ropa desaparecía o si era invisible o algo así. Vio sus generosos senos; por alguna razón no lucían como si estuvieran envueltos en un sostén; parecía no hubiera nada que los sujetara.

Entonces lo registró: cerca del lado izquierdo de su pecho, una pequeña cicatriz de color rojo rodeada de símbolos extraños, como si alguien hubiera usado un cuchillo para grabarlos en su piel. Miró a su alrededor y vio que todos tenían la misma cicatriz cerca de su pecho.

Depositó el medallón en un cajón de su escritorio y todo volvió a la normalidad. Se dio cuenta de que solo funcionaba cuando lo tomaba. No dijo una palabra al respecto. Nadie pareció notar que había tomado el amuleto en primer lugar.

Al final del día lo sacó de su casillero y lo puso en su maletín, sin saber qué hacer a continuación. En su paso por la ciudad, en su camino de regreso a casa, lo tomó otra vez, para asegurarse de que no se había imaginado todo. Se arrepintió de hacerlo.

Era obvio que esta cosa no tenía un límite para su efecto. En el camino disfrutó observando cuerpos de mujeres de buen ver; los constantes hombres viejos, mujeres obesas y chicas de secundaria le hicieron más de una vez apartar la vista. Se dio cuenta de que había sido un idiota y simplemente guardó la maldita cosa. Y, sí, todos tenían la extraña marca en su pecho.

Cuando llegó a su casa y tomó el medallón una vez más, le resultó surreal ver a su esposa completamente desnuda en la puerta, despidiéndose de un también desnudo lechero. Había una broma ahí que no deseaba recordar. Su hija pequeña lo recibió como siempre con un abrazo, también desnuda, lo cual no resultó tan incómodo salvo la horrible marca que tenía en su pequeño pecho infantil.

Su esposa notó enseguida que algo le pasaba. Trato de no mostrar su incomodidad y se limitó a decirle que se sentía muy cansado por el trabajo del día.

Lo guardó en su armario, se duchó, comió abundantemente por el hambre que tenía y, luego de hacer el amor a su esposa –porque definitivamente tenía que desahogar todo lo que había acumulado en el día–, se sentó junto al amuleto a pensar qué iba a hacer a continuación.

Sabía que no podía hablar libremente sobre ello: pensarían que estaba loco. La única forma de hacerles cree lo que veía era dejando que otros tocaran el amuleto. ¿Sería seguro hacerlo? Ni siquiera estaba seguro si estaba bien haberlo tomado. Tal vez si investigara encontraría algo sobre su origen.

La caja de objetos perdidos siempre estaba en el sótano ¿y no había sido el edificio construido sobre un antiguo negocios de Anticuarios o algo así?

Se fue temprano a la cama, cansado por todo lo que había pasado en el día. Se convenció de que no tenía sentido preocuparse ahora y cayó rápidamente en un sueño profundo.

Al día siguiente, su esposa ya no estaba desnuda. Ahora ya no tenía piel. Por sus ojos color avellana sabía que era ella. Hank se dio cuenta que ella estaba esperando a que le respondiera; antes de que pudiera hacerlo, su hija llegó a la mesa. Si la imagen de su esposa sin piel era escalofriante e impresionante, la de su hija era desoladora: un pequeño cuerpecito de carne con músculos y venas sirviéndose cereal de la mesa y comiendo como si nada pasara. Era una imagen que le horrorizaba y que al mismo tiempo le provocaba una inmensa ternura.

En ese momento sintió como si le cayera una cubeta de agua fría: No tenía el amuleto. No tenía el amuleto en sus manos y aun así podía ver esto.

Subió rápido a su habitación, en busca del amuleto; cuando bajó, descubrió que no era el origen de lo que pasaba.

Tenía que volver al trabajo, seguir la única pista que tenía sobre el origen de la cosa, e intentar arreglarlo todo.

***

A solo unos metros de la entrada de su trabajo, vio al hombre. Durante todo el trayecto hizo lo posible para no mirar a la gente desollada a su alrededor, mirando a los lados cuando fuera necesario. Al mirar de reojo a la sombra del gran edificio, notó al hombre.

No fue difícil, en parte porque todos a su alrededor proyectaban ese tétrico tono rojizo de músculos expuesto, y porque el hombre usaba solamente un taparrabos. Era de piel café y cabello negro, con marcas en la piel que parecían tatuajes hechos con pintura. Lo miraba con ojos tristes e hinchados, como si hubiera estado pasando mucho tiempo llorando.

Hank, sin pensarlo, decidió acercarse a él. El hombre abrió más los ojos, mostrando una expresión de horror. Corrió, alejándose, y Hank lo siguió. Era el único que parecía normal y deseaba saber cómo era eso posible.

Corrieron en medio de la calle, dejando atrás a los peatones. Hank apenas podía seguirlo, pero se las arregló para alcanzarlo en una avenida, cerca de la calle principal. Estaba tan concentrado en perseguirlo y llamar su atención, que no registró las miradas de conmoción que los cuerpos carnosos le lanzaban.

Hank se detuvo. El sujeto estaba acurrucado en medio de la calle. Parecía mecerse de un lado a otro, abrazándose. Hank se acercó con cuidado y trato de entablar una plática, pero parecía no escuchar. Acercó su mano a su hombro para que lo viera a la cara…

Su mano y su brazo lo atravesaron, como si no estuviera ahí.

Sorprendido, Hank no vio el coche doblando la equina a toda velocidad. Registró su presencia cuando su cuerpo voló por los aires, aterrizando en el concreto. Todo se volvió oscuro.

***

Despertó. Junto a él, un pequeño esqueleto jugaba y tarareaba una canción, sentado junto a su cama. Era muy pequeño, con una cabeza grande con un par de cuencas oscuras de gran tamaño. Movía sus pequeñas piernas de hueso, que colgaban de la silla, mientras dibujaba en un cuaderno que tenía en su regazo.

Otro esqueleto más grande se acercó con prisa a la cama, haciendo que Hank se agitara. Entonces se dio cuenta de que no podía moverse por las vendas y yesos en sus brazos y pierna; los analgésicos que le habían estado administrando le provocaban mareos.

Por la voz que salía de las mandíbulas del esqueleto, por la forma en que conocía su nombre y la forma en que se dirigía con afecto a él supo que se trataba de su esposa, y que el pequeño bulto de huesos en la silla era su hija.

Tal vez era el medicamento o el cansancio, pero Hank no sintió miedo. Lo inundó una ansiedad y tristeza enorme darse cuenta de que todo había empeorado. El amuleto le había hecho esto, había cambiado su mundo y las personas, como una muñeca matroshka que las había separado en capas una por una, hasta dejarla literalmente en los huesos.

Sintió un gran dolor cuando se dio cuenta de que no podía sentir el tacto ni el calor de su esposa o su hija, solo la dura y fría textura de los huesos. Aún así, no rechazó su abrazo. ¿Cómo podría hacerlo, en especial ahora?

Otros esqueletos con batas de doctor y trajes de enfermera entraron. Le dijeron lo que ya sospechaba: Había sufrido un accidente y había quedado inconsciente, había sido muy afortunado de salir solo con unos huesos rotos y una contusión menor. Suerte no era la palabra que quería escuchar ahora.

Cuando juntó fuerzas para hablar, después de hablar por un breve momento con su esposa, se dirigió a uno de los médicos: ¿sabían algo de un amuleto que tenía en su bolsillo cuando fue golpeado? Ninguno supo a qué se refería.

Ya no importaba. Nada importaba más.

***

Él vino en la noche a buscarlo, el sujeto del taparrabos. No habló ni dijo nada. Lo observó en la entrada de su habitación. Luego se fue por el pasillo. Hank se levantó y caminó hacia él, sin pensar mucho en cómo era capaz de caminar y por qué ya no tenía las vendas puestas.

Caminó hasta salir del hospital. Enfrente del edificio se encontraba el hombre de piel morena, observándolo. La vista de Hank no estaba en él sino en el cielo. O más bien la ausencia de uno.

Un fondo negro llenaba el firmamento, sin estrellas, sin vida de ninguna clase. A su alrededor, una niebla gruesa y blanca se arremolinaba.

El hombre moreno sacó algo de su cinturón de piel. Era el amuleto. Mientras lo sostenía, Hank finalmente comprendió.

Pensó que el amuleto le estaba permitiendo un vistazo a cosas que solo los dioses podían ver. Entendió que no solo era eso, sino también una llave a un lugar cercano, al lugar donde ellos vivían.

El hombre moreno guardó el amuleto de nuevo. Dándose la media vuelta, entró en la bruma como lo había hecho por siglos.

Hank miro atrás, pensando una última vez en su esposa e hija. Entonces lo siguió.

¿Qué más podría hacer?

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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