Baños en las LLuvias y los Chinos

By on abril 10, 2017

Santiago II_portada

VI

Baños en las Luvias y los Chinos

Los yucatecos vivimos en una región tropical en cuyos largos veranos caen abundantes lluvias que mitigan el calor de esta tierra. En las tardes veraniegas, cuando llovía a cántaros, desde el dormitorio que tenía una puerta hacia el patio de nuestra casa, todos admirados veíamos caer el agua en grandes proporciones.

La presencia del meteoro era anunciada por el canto de xcoquitas refugiadas en cualquiera de las matas de guaya o huaya, pixoy, ceiba, -el yaaxché sagrado de los mayas- y aguacate existentes en el fondo del patio. Desde las ramas de esos árboles, la xcocolché cantaba y cantaba, embriagándose con su propio canto, como dice el poeta Luis Rosado Vega en su libro El Alma Misteriosa del Mayab.

Posteriormente, gruesos goterones caían sobre la superficie terrestre obligando a humanos y animales a buscar cobijo mientras arreciaba el chaparrón.

Cuando la lluvia amainaba y terminaban las descargas eléctricas, los niños del barrio nos bañábamos en las frescas aguas que se precipitaban desde el cielo. Ya bien mojados salíamos a la calle a armar relajo echándonos unos a otros, con manos y pies, el agua de los enormes charcos que se habían formado.

Al escampar, la avecilla canora reanudaba su interminable canto que sonaba a música celestial. Entonces los vecinitos del rumbo concluíamos nuestro aseo, nos secábamos la piel con una toalla, nos vestíamos con ropas secas y volvíamos a la calle para poner a flote barquitos hechos con hojas de papel, cuidando que nuestra nave no sucumbiera ante las corrientes y remolinos que se formaban al irse el líquido a las entrañas de la tierra.

Varios días después de llover copiosamente, con numerosos depósitos de agua estancada, la zona se volvía un criadero de mosquitos y de sapos. También hacían su aparición los grillos cantores. Por las noches, a la hora del reposo, se oían al natural el canto de los grillos y el incesante croar de los batracios que inspirara a don Gustavo Río para componer su Sinfonía de las Ranas, con la ventaja de que el concierto de sapos duraba varias horas más que la obra musical del maestro Río y era más monótono y soporífero. Los vecinos de la 72 conciliábamos el sueño arrullados por la naturaleza.

Las luciérnagas, de pródiga presencia en las noches de estío, eran otros animalillos nocturnos que producían entretenimiento a los niños del barrio. Los infantes nos divertíamos pescándolas con las manos para untar su vientre en nuestras ropas y dejarlas con “rayitos” luminosos. O las encerrábamos en un frasco de vidrio y, cuando teníamos suficientes insectos capturados, los llevábamos a un sitio oscuro para contemplar los haces de luces producidos por los pobres artrópodos cautivos.

La abundancia de agua propiciaba la salida de buenas hierbas y otras indeseables en un patio, así como revivía los arbustos y árboles que ya no se ven en las casas meridanas. El suelo se llenaba de verdolagas que servían de alimento a las aves de corral existentes en casi todos los hogares, xtes y otras plantas espinosas o resinosas. Eran comunes las rastreras como el san diego que crecía como plaga, y trepadoras como el cundeamor que cubría las albarradas y cuyos frutos ya maduros, de un precioso color naranja y semillas rojas muy apreciadas por los pájaros, utilizábamos para hacer figuras de cerditos, incrustándoles palillos de dientes para simular las patas de esos animales.

Los arriates y macetas eran adornados con bonitas jardineras de verdes hojas breves, muy delgadas y puntiagudas, y pequeños frutos redondos que al madurar adquirían un color rojo intenso. Para evitar el contacto con sus hojas con nuestra piel, los niños nos alejábamos de esas hierbas. Esa planta de ornato es la que da su nombre a la esquina de la calle 65 con la 72.

(Erróneamente, el cabildo emeritense fijó en ese crucero una placa con una figura femenina en el acto de regar unas macetas con flores, situadas en un mueble llamado también jardinera. El lexicón define la voz jardinera de varios modos: 1. La que por oficio cuida y cultiva un jardín. 2. Mujer del jardinero. 3. Mueble o instalación fija para poner plantas de adorno directamente en la tierra o en macetas, etcétera. Pero nuestra querida esquina debe su peculiar nombre denominación a la bella planta y no a una mujer o a un utensilio).

También había arbustos de adorno, infaltables en los hogares meridanos: la teresita, de blancas y hermosas flores, ahora con mala fama por decirse que sus hojas tienen propiedades semejantes a las de la mariguana; y bellas astromelias con tres coloraciones de flores: blanco, rosado y lila.

En algunos patios existían arbolillos de la flor de mayo. En ese mes las niñas, con albos y vaporosos vestidos, llevaban canastitas de huano hechas en Halachó llenas de flores de mayo blancas, rojas y amarillas, para presentarlas ante el altar de la Virgen de Fátima en la iglesia de Santiago Apóstol.

La Jardinera también era lugar de residencia de varios hijos del Celeste Imperio. Ciudadanos Chinos que un día quisieron establecer su hogar en estas tierras se aposentaron en la célebre esquina. El más señalado de todos era el culto y elegante Joaquín Lung Cantón, directivo del Partido Nacionalista Chino local, quien sirvió de intérprete a nuestras autoridades cuando Madame Chiang Kai Shek vino a esta entidad a fines de los años 40.

Otro oriental era Isidro, humilde comerciante que adquiría en las casas del suburbio las botellas de vidrio desechadas y las vendía posteriormente en las farmacias del rumbo, con lo que obtenía magras ganancias que le permitían una subsistencia sumamente modesta.

Las boticas adquirían a granel envases de vidrio para vender en ellas sus productos medicinales. Todas las farmacias tenían dispensario, es decir, en ellas se despachaban los medicamentos elaborados personalmente por el boticario. En esos tiempos escaseaban las medicinas de patente, fabricadas por los grandes laboratorios farmacéuticos. Por eso los médicos, al identificar el mal que agobiaba a su paciente, prescribían el remedio con la dosis de cada sal y la forma de administrarse: jarabes para tomar a cucharadas y suspensiones, que eran polvos medicinales envueltos en pequeños pedazos de papel. Para tomarlos había que verter el contenido de los papelitos -como popularmente se llamaba a esos medicamentos- en un poco de agua y agitar ésta para producir la suspensión. La lista de preparados seguía con cápsulas, ungüentos, supositorios, fricciones, vaporizaciones, etcétera.

Párrafo aparte merece el lechero Luis, cuyo apellido ignoro. Este chino honrado y trabajador tenía con otros celestiales un establo por el rumbo y él diariamente acudía a La Jardinera a bordo de un carretón de tracción animal en el que llevaba sus lecheras, como llamábamos a los recipientes metálicos en los que transportaba el precioso líquido.

Pues bien, el chino Luis iniciaba por las tardes su reparto de leche en nuestra calle. Anunciaba su llegada con un sonoro timbre de campana instalado en el piso de su vehículo. Comenzaba en el hogar de los Jure Cejín y, tras entregar el pedido del día, seguía caminando a la residencia de los Ordoñez, a los que también surtía el lácteo; después hacía entrega con los Solís y con nosotros, que vivíamos enfrente y, luego de una escala con los Alvarado Alonzo, continuaba su camino de casa en casa hasta el final de la arteria en su cruzamiento con la calle 67, la esquina de El Terremoto.

Con asombro veíamos al dócil caballo que arrastraba el carretón de Luis seguir a su amo en su caminata, deteniéndose donde el oriental lo hacía, para continuar cuando un silbido -que decíamos era emitido en idioma mandarín- le indicaba reanudar la marcha. El animalillo tenía una obediencia canina.

Ignoro si el rocín del chino Luis entendía la lengua de Mao Tse Tung en la que su propietario le dirigía cariñosas palabras, pero lo cierto es que nunca he visto otra fidelidad equina semejante.

Más nativos del Lejano Oriente se establecieron en la barriada, algunos de los cuales no conocí. De esos hombres de trabajo, dignos de ejemplo, hemos rescatado los nombres de Fernando Hau, el comerciante Felipe Chiu Lin -anterior propietario de la tienda de abarrotes- y Pablo Loo, que vendía hortalizas.

De los trabajadores de la lavandería de don Joaquín Chong hablaremos más adelante.

[Continuará la semana próxima…]

Felipe Andrés Escalante Ceballos

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.