Alegría y Nostalgia, Semblanza de mi barrio XVIII

By on junio 16, 2016

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LA FERIA

¿Cuándo se inició la feria de Santiago? La fecha se pierde en la noche de los tiempos. Algunos escritores, al referirse a la mayor de las fiestas del barrio, no mencionan la época en que los bullangueros festejos se originaron. Por su parte, la enciclopedia alfabética Yucatán en el Tiempo, Tomo III, letras F – L, en el apartado ferias, dice que el origen de la feria del barrio de Santiago se remonta a los tiempos de la Colonia.

El Diccionario de la Real Academia Española, en su definición del vocablo feria, describe de modo certero lo que era la festividad del suburbio dedicado a Santiago Apóstol: Conjunto de instalaciones recreativas como carruseles, circos, casetas de tiro al blanco, etc., y de puestos de venta de dulces y de chucherías que, con ocasión de determinadas fiestas, se montan en las poblaciones.

Así era la festividad del suburbio. Aunque la feria tenía un motivo religioso, el aspecto profano y comercial era el más llamativo. Comenzaba la actividad con la bajada del Santo de Santiago, el Cristo de la Transfiguración, y la entrada del primer gremio al templo que se hacía el 21 de julio, y concluía el 6 de agosto, cuando la sagrada imagen era devuelta a su altar (la subida del Santo) y salía de la iglesia el último gremio.

Los días previos al 26 de julio, fecha que el santoral católico dedica al apóstol Santiago, se armaban sendos carruseles de las empresas Cáceres y Ordóñez. Estos juegos se instalaban uno en la angosta calle entre la iglesia y el parque, y el otro en una parte de la calle 59, a un costado de la plaza, frente al kínder de la escuela Nicolás Bravo. La música procedente de los equipos de sonido instalados en esos juegos mecánicos amenizaba el ambiente con las canciones de moda.

En la misma calle 59, frente a la farmacia La Mejor, la carpa de los títeres Urenda´s atraía a las multitudes. A continuación, con dirección al poniente, se instalaba el látigo o chicote y, a veces en lugar de éste, el pulpo. Seguían las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, y un juego llamado martillo, que a mí me producía pavor. Estos juegos eran para adolescentes y adultos jóvenes, pues los niños teníamos a pocos pasos, a las puertas del atrio de la iglesia, un carrusel y una rueda de la fortuna de menor tamaño, y otras sillas voladoras más apropiadas para los tiernos infantes.

También había por ahí unos aviones diminutos -semejantes a las sillas voladoras-, un pequeño carrusel con figuras de animales diversos, y otro de cochecitos o autitos, como se les llamaba, para niños de corta edad.

Uno de los lugares preferidos de la concurrencia era el redondel del curí. El principal atractivo era el pregonero Fausán (Fausto Santos) quien, micrófono en mano, invitaba al público a acercarse. Entre los mirones algunos adquirían un boleto para la tómbola. Se trataba de una rifa pública en la que el resultado lo decidía un conejillo de indias o cobaya, al que localmente se le conoce como curí.

El animalillo era encerrado en una jaulita totalmente cubierta, instalada en el centro del ruedo que, tras dársele numerosas vueltas, era izada por medio de una cuerda. Al quedar libre, el conejillo se refugiaba en alguna de las pequeñas puertas de las cajas de madera que formaban el redondel, sobre las cuales se colocaban los premios. Éstos consistían en diversos enseres domésticos como platos, tazas y vasos o irrigadores, muy empleados en los hogares de entonces para lavativas intestinales (enemas); o también floreros de cristal y alcancías de barro en forma de barrilitos de habanero Arceo, toritos y cochinitos, y una que otra rana.

En cierta ocasión que acudí a la feria con mi primo Víctor Manuel Ceballos y Ceballos, éste obtuvo en la tómbola o rifa del curí dos cocacolas tamaño familiar, producto que recientemente había salido al mercado. Nunca el premio consistió en dinero en efectivo ni en otra cosa que pudiera despertar malas pasiones.

Había algunos puestos con atracciones a base de espejos o de otros trucos visuales que presentaban a la mujer serpiente, a la flor humana (una enorme rosa con la cabeza de un hombre en su centro), o los efectos de la bomba atómica en una pantalla donde veíamos a un individuo descarnarse por completo, hasta quedar únicamente huesos.

A veces se instalaba en la feria La casa loca a la que nunca quise entra por temor a sufrir vértigos, ya que la estructura de ese juego daba varias vueltas completas sobre su eje. Era yo un niño muy soso y precavido.

Como no todo era dar vueltas en los aparatos, Carlos Jure y yo también acudíamos a las carpas de tiro al blanco; en una utilizábamos rifles de aire para disparar municiones sobre pequeñas figuras de animales de caza fundidas en plomo que, al recibir el impacto, caían hacia un lienzo que servía de protección, con el que se evitaba daño a la imagen derribada y la pérdida de los proyectiles.

A un lado de la carpa anterior había un juego de tiro al blanco en el que el jugador hacía gala de un fuerte brazo, pues se trataba de lanzar pelotas hacia cubos de madera o gruesos cilindros del mismo material, para derribarlos. Si la bola, de poco peso (de consistencia que llamamos zocata), se impactaba sin mucha fuerza, el objeto no caía y el jugador no obtenía el premio que consistía en lápices, paliacates, muñecos de trapo y otras baratijas.

Había una tómbola en la que el jugador debía tener buen ritmo y precisión en su muñeca: el tiro de argollas, con las que se trataba de ensartar los distintos premios: cajetillas de cigarros, paquetes de chicles, frascos de brillantina Glostora, o alguna botellita de perfume de ignorada procedencia.

Cuando caminábamos hacia el mercado, frente al cine Rex, oíamos el pregón: ¡Pásele, pásele! ¡Hay lugar, maíz y cartilla! Era el anuncio de la lotería campechana, asentada en largas mesas de madera y bancas colectivas, donde los jugadores recibían una cartilla con las figuras de ese juego de azar y granos de maíz para apuntar las figurillas conforme salieran del ánfora.

El que dirigía el juego cantaba, es decir, gritaba los números y nombres correspondientes de las figuras, que eran muy semejantes a los de la otra lotería procedente del altiplano. La cantinela seguía hasta oírse el consabido grito del ganador: “¡Aquí, lotería!”

El afortunado recibía algunos artículos para el hogar: alcancías de barro, estuches de jabones no muy caros, botellas de refrescos, algún florero, etcétera. El valor de los premios no producía envidias, pues el objeto de ese juego de azar era divertirse sin complicaciones.

En las callecitas situadas entre cada cuerpo de la plaza se instalaban los vendedores de gruesas rebanadas de sandía fresca y de los cucuruchos de oloroso nance procedente de Campeche o de Maxcanú.

Se puede decir que la feria olía a nance. Carlos y yo teníamos predilección por un modesto comerciante que se instalaba en la acera de la iglesia, cerca de la puerta del atrio, donde vendía nance en habanero, no en simple alcohol, como se hace ahora.

Por el lado de la calle 72 había otra carpa de tiro al blanco, y un puesto pintado de blanco con letras azules que anunciaba “Churros y tortas americanas Chas” donde, a la vista del público, se elaboraban los churros españoles cubiertos de azúcar y las tortas americanas (los ahora llamados hot cakes), con abundante margarina y miel de abeja. De estos productos dábamos buena cuenta, como niños golosos que éramos.

La mayoría de los puestos de la feria se alumbraba con lámparas de gasolina o de keroseno marca Coleman, a la que se le inyectaba aire mediante una bomba instalada en la base. De esa manera el combustible quedaba a presión y el vapor que despedía producía una luz muy blanca, semejante a la iluminación de lámpara de gas neón de esos tiempos.

También había nutrida concurrencia en los expendios de panuchos y salbutes instalados en el mercado, sobre la calle 57, frente al cine Rex, en los que me llamaba la atención su abundante consumo de horchatas. En la feria no había expendios de alcohol y el conglomerado se divertía de manera sana y honesta.

El Teatro Variedades hacía su agosto en esas fechas -que eran precisamente los primeros días de ese mes-, pues su local se llenaba a reventar de gente ávida de regocijarse con el humor de los hermanos Herrera y compañeros, lleno de picardía, pero sin las groserías u obscenidades que emplean los “cómicos” de ahora. La coprolalia no era del gusto del púbico de entonces.

Tan importante fue la fiesta de Santiago que el 6 de agosto, último día de la feria, era considerado inhábil para algunas empresas y comercios de esta ciudad o, en su caso, se laboraba únicamente medio día, para que los trabajadores y empleados pudieran acudir a ella a divertirse con su familia. Y era tradicional almorzar en los establecimientos al costado sur del parque el relleno negro y la cochinita pibil.

En mi familia, a petición de mi padre, hasta hoy se sigue la tradición de comer relleno negro cada 6 de agosto. Entre santiagueros de corazón no podíamos abandonar esta costumbre.

Según Montejo Baqueiro, a estas tradicionales verbenas de Santiago, no obstante ser fiestas populares, concurrían gentes de todas las clases sociales.

Luis Rosado Vega, quien vivió su adolescencia en Santiago, asistió a las fiestas en los albores del siglo 20 y quedó impresionado por su algazara. 50 años después, en su obra Lo que ya pasó y aún vive (Editorial Cultura, México, 1947), el eximio poeta nos dice: “La Feria de Santiago se sigue efectuando, pero apenas como un remedo de lo que fue antes. Ni con la misma animación, ni con la misma concurrencia, ni con iguales características. La hicieron declinar más que nada la pavimentación de la plaza y los pulcros jardines que hoy la adornan; de modo que se ganó en un aspecto y se perdió en otro. Pero lo que no puede perderse, a pesar de los jardines y modernización del lugar, es el férvido recuerdo de aquella época que rememoró.”

¡Cuánta razón tenía don Jorge Manrique al decir que, a nuestro parecer, todo tiempo pasado fue mejor! A mí me tocó participar en la feria de Santiago 50 años después de la época recordada por don Luis Rosado Vega, y me parece que en ese entonces la fiesta tenía o conservaba todo el encanto que refiere el ilustre bardo yucateco.

La feria llegó a su fin en el trienio 1982 – 1985 del Ayuntamiento de Mérida, encabezado por el alcalde Guido Espadas Cantón. Éste ordenó modificar la estructura de la plazoleta santiaguera para formar cajones de estacionamiento de vehículos automotores. La medida del primer edil meridano favoreció al supermercado que en ese tiempo se instaló en el local donde estuvo el cine Rialto.

Impedidos por la orden municipal de ocupar el parque, los juegos mecánicos fueron trasladados a un terreno denominado corralón Las Águilas, situado al final de la calle 59, detrás de la Penitenciaría Juárez. El lugar está bastante alejado de la Plaza de Santiago.

Como era de esperarse, lejos de su sitio tradicional y sin la presencia de los gremios, que se quedaron en el templo, la fiesta languideció por un par de años, hasta extinguirse por completo.

Con la feria se fue parte del encanto del barrio. Los santiagueros la recordamos con alegría y mucha nostalgia.

[Continuará la semana próxima…]

Felipe Andrés Escalante Ceballos

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