Hopelchen y Dzibalchén, Campeche
Mérida, Yucatán, México
CAPÍTULO 9
LAS CASAS DE MI FAMILIA
Mi familia no era rica, pero sí relativamente acomodada, de una posición desahogada, y una de las principales del pueblo. Creo, sin embargo, que en Hopelchén nunca tuvimos casa propia, porque fueron varias las casas que habitamos durante nuestra estancia allí, una estancia que duró hasta cuando cumplí 7 años, en 1935. Curiosamente, de cada una de esas casas guardo un recuerdo agradable, aun cuando fuese la cosa más sencilla y baladí. Al fin y al cabo, los recuerdos de la infancia siempre están formados por cosas muy sencillas.
Vivimos por algún tiempo frente a la segunda plazuela, comenzando la calle que llevaba al campo aéreo. De aquella casa, pequeña por cierto, el recuerdo que quedó a mi infancia fue el de los dulces de guayaba que mi madre, Adela Baqueiro Lara, preparaba; el de los banquetes que con ellos nos dábamos, y el de la curiosidad infantil de mirar hacerlos, viendo cómo salían convertidos en sirenas y pequeños animales por medio de los moldes de lata que para eso utilizaba. Gozábamos el dulce y gozábamos la figura que nos comíamos. También guardo el recuerdo de que en esa casa mi padre, Demetrio Lara Barrera, se dedicaba al envío de carne, por avión, a la ciudad de Chetumal, que en ese entonces se conocía como Payo Obispo. Dos veces por semana se sacrificaban una o dos piezas bovinas, de acuerdo con el tamaño de ellas y, debidamente empaquetadas en costales de yute, se enviaban a aquel lugar, entonces desconocido para mí, como si se tratase de otro mundo.
Otra de las casas que vivimos también estaba situada frente a una plazuela; distaba unas tres cuadras del centro. Toda la parte delantera era techada de paja, pero la recuerdo más amplia que la otra. También, por ignoradas razones, la recordaba con más cariño ya que tenía un patio muy amplio en el que solíamos jugar y la cocina quedaba completamente separada del resto de la casa. Se comunicaba por un paso de cemento, bastante ancho y era ese paso de cemento el que me traía los mejores recuerdos de nuestra estancia allí. En él salíamos a jugar cuando el cielo se desataba en torrenciales aguaceros: corríamos y saltábamos debajo del agua, nos tirábamos sobre el cemento simulando movimientos de nadadores y, en dos o tres ocasiones, sobre aquel paso disfrutamos las delicias de las granizadas; las delicias de sentir caer sobre nuestros cuerpos, junto con el agua, los trocitos de hielo que se esparcían sobre el suelo, llenándolo todo, para luego desaparecer de inmediato, también convertidos en agua; la delicia de llenarnos la boca con ellos ya que, apenas caían los primeros cuando ya nosotros andábamos con nuestros recipientes, recogiéndolos antes de que se deshiciesen. Eran recuerdos muy pequeños de nuestras casas, pero demasiado agradables como para dejar que se perdiesen en la memoria.
[Continuará la próxima semana…]
Raúl Emiliano Lara Baqueiro