La Bicicleta

By on enero 15, 2017

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LA BICICLETA

En aquellos tiempos victorianos…

Eran las siete de la mañana  cuando Abundio montó en su flamante bicicleta para ir al trabajo.  La mañana estaba fresca y la tenue neblina que cubría el paisaje citadino humedecía su rostro. Presuroso, corría accionando con energía los pedales para ganarle a la campana antes que se iniciaran las clases, y llegar a tiempo a la escuela primaria en la que trabajaba como profesor de grupo.

“Qué grata sorpresa la de ayer”, se dijo, al recordar cuando regresó a  casa y se encontró con la novedad de una resplandeciente bicicleta de manufactura china que el gobierno le había enviado, pero que tenía que pagar en cómodas quincenas de $50.00 cada una, durante dos años. Pero no importaba, pensó, pues esa nueva bicicleta sustituiría a la que siempre había tenido cuando estudiante y que en mal estado se encontraba.

Mientras corría a gran velocidad, recordaba sus  recientes tiempos en la Escuela Normal, cuando hacía sus estudios para profesor y cuando, en su  bicicleta destartalada, a veces llevaba a  Margarita, su novia, sentada adelante sobre el tubo del cuadro, con sus pequeños pies al aire, calzados con bonitas sandalias, y con sus delicadas manos blancas que se apoyaban en las suyas sobre el manubrio de la dirección.

Sintió de nuevo el suave aroma de la muchacha, y su cabello castaño que flameaba con el viento le acariciaba el rostro. Con tristeza, también recordó cuando terminó su noviazgo con ella a causa de que Margarita se había subido a un carro nuevo, un “vocho”, de un joven estudiante universitario riquillo y aunque Margarita dio todas las explicaciones y le aseguró que no había algo que pudieran censurarle. Celoso, había terminado con ella. Abundio se sintió triste porque aún la amaba y suspiró nostálgico por aquellos cercanos tiempos que quizá no volverían.

Ya en la escuela, y durante la hora del recreo, se enteró de que a todos sus compañeros profesores también les había llegado una bicicleta bajo similares condiciones de pago y, aunque algunos no estuvieron de acuerdo, los del sindicato aconsejaron que se quedaran con ella, pues a lo mejor conseguían que no se las cobrara el gobierno, además de que estaban más abajo del precio de las tiendas. Al fin y al cabo, unos se convencieron, otros se resignaron, y los profesores hicieron planes para sacarle provecho a la forzada inversión.

Poco tiempo después, cuando se aproximaban las elecciones para diputados y presidentes municipales, les llegó la noticia de que el sindicato había conseguido que el Sr. Gobernador condonara el adeudo de las bicicletas a los profesores, por lo que en la próxima quincena se les dejaría de descontar, aunque había algún pequeño requisito para gozar de la prestación: ayudar a vigilar las casillas el día de las elecciones y distribuir sandwiches y refrescos a los representantes del partido utilizando las bicicletas. Los profesores aceptaron, pues al fin y al cabo eran simpatizantes  y casi todos siempre habían votado a favor.

Pero he aquí que el día de la votación cambiaron las disposiciones y, en lugar de vigilancia y reparto del lunch, se les dijo que debían formar parte de la brigada “carrusel”, que consistía en recorrer varias casillas y votar otras tantas veces con  las credenciales falsas que les proporcionarían para tal propósito; también se les pidió confundir más a las víctimas del operativo “ratón loco”, que no encontrarían sus nombres en las casillas por los cambios de ubicación de última hora, y ayudar en otras artimañas para el fraude electoral.

Abundio explotó de indignación al escuchar las disposiciones de algunos malos dirigentes, y les reprochó su mal proceder, diciendo que él no se prestaba a tales triquiñuelas que constituían delitos electorales.

Su valor civil entusiasmó a sus compañeros, que también protestaron, a lo que respondieron los líderes que, si no colaboraban, el gobierno les cobraría las bicicletas. Peor resultó porque los profesores, aún más indignados, abandonaron la sede del partido. El día de las elecciones, los profesores gustosamente participaron de acuerdo con sus convicciones políticas. Recorrieron en sus bicicletas la ciudad en busca de “mapaches” que pudieran entorpecer los comicios. Detectaron a algunos, y los denunciaron, siendo detenidos por delitos electorales.

Pasadas las elecciones, las cosas se normalizaron y Abundio continuó su vida cotidiana. Una noche, antes de dormir y ya instalado en su hamaca, encontró un interesante artículo en la revista “Mecánica casera” que se puso a leer como preámbulo al sueño, y que trataba sobre cómo convertir una bicicleta en avión. Leyó con detenimiento el proyecto; con minuciosidad revisó los planos, y se dio cuenta de que su bicicleta nueva reunía las condiciones de ligereza y resistencia que se requerían. En realidad, la idea no era nueva, pues bien sabía que en los inicios de la aviación algunas máquinas voladoras con tracción de bicicleta habían logrado levantar el vuelo algunos metros, y si no volaron más alto fue por los pesados materiales que en esa época se utilizaban. Pero ahora era diferente  y se contaba con los recursos de la tecnología moderna.

Sin perder tiempo, puso manos a la obra. Adquirió los materiales necesarios: barras tubulares de aluminio ligero, tela de plástico y pegamentos de gran resistencia con los que construyó unas alas, también la cola. Se le ocurrió que podrían ser plegadizas, característica que no explicaba el artículo, pero que con su ingenio pudo resolver. Siguiendo los planos, instaló los alerones para maniobrar la máquina y los conectó a un timón que instaló sobre el manubrio utilizando fuertes cuerdas, también de plástico flexible y resistente a las fuertes tensiones.

Por último, instaló un ventilador protegido por una parrilla como hélice delante del manubrio y, con una banda de hule reforzado con alambres de acero, lo conectó a la tracción de la bicicleta, de tal modo que los pedales accionaban las ruedas y la hélice al mismo tiempo.

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Sin embargo, pensó que la fuerza humana no sería suficiente para hacer volar la bicicleta, por lo que instaló un pequeño motor de gasolina de 40 caballos de fuerza, construido en aluminio ligero – como en las bicimotos, pero esta sería una bici-avión – que conectó a su vez  con otra banda a la hélice. En fin, Abundio no era ingeniero, pero talento tecnológico no le faltaba.

Así llegó el día de prueba. Optimista, aunque un poco nervioso, se trasladó con la bici-avión hacia un viejo campo de aviación llamado el Fénix, en la ciudad de Mérida. Ayudado por unos mecánicos que no dejaban de expresarle admiración, puso en pista el aparato, desplegó las alas y la cola, accionó los pedales, ganó velocidad … y nada.

Faltaba fuerza.

Volvió a ensayar pero, en esta ocasión, con el motor funcionando, grata y emocionante sorpresa: la física  aerodinámica elevó la bici-avión. Dio tres vueltas como a unos 100 metros de altura, probó la maniobrabilidad de su máquina, que respondió a satisfacción, y ensayó el primer aterrizaje sin contratiempos.

Satisfecho, tomó rumbo a su casa. Plegó las alas de su bici, y se fue pedaleando. Por el camino vio a Margarita y su corazón latió con fuerza.

– “Hola. ¿Cómo estás? ¿Te llevo?”, dijo a la muchacha.

Margarita, sin responder y con actitud de coquetería, se sentó delante de él, como en los aún cercanos días  estudiantiles.

– “¿Adónde te llevo?”, preguntó nuevamente.

– “Adonde tú quieras, Abundio”, respondió Margarita distraída, pues no dejaba de observar, curiosa, el timón, el ventilador y unos bultos en los costados de la bicicleta.

Antes de que pudiera preguntar, se desplegaron las alas, funcionó el motor y juntos, como en los tiempos pasados, esta vez volaron.

Margarita no cabía en sí de la sorpresa, pero se repuso pronto. Volaron por la ciudad, después enfilaron hacia el vecino puerto de Progreso, llegaron hasta el Muelle nuevo, y más allá hasta Isla Cervera.

De regreso, casi sobre la playa, el motor se detuvo, pero Abundio pedaleó con fuerza suficiente y logró planear y aterrizar en la orilla del mar. Revisó el motor: no había daño alguno, el motor no tenía gasolina. Se dieron un baño de mar, comieron en la playa bajo la sombra de una palapa, cargaron combustible y, felices por el paseo, regresaron a la ciudad de Mérida… al día siguiente.

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Abundio despertó sobresaltado, con la revista de mecánica aún sobre de él, emocionado por su sueño aéreo con Margarita.

Con prisa desayunó y se vistió para ir al trabajo. Montó en su bicicleta y, presuroso, llegó a tiempo del sonar de la campana para comenzar sus clases.

A la hora del recreo se enteró de que había llegado una nueva compañera que le fue presentada. Confundido, se percató de que se trataba de Margarita, que también se había recibido de maestra y que ejercería por vez primera la profesión en la misma escuela.

Se saludaron con gran afecto, pues aún perduraba el amor, y platicaron sus cosas pendientes.

A la hora de la salida, Abundio le dijo:

– “¿Te llevo, Margarita?”

Ella se sentó adelante en el tubo de  la bicicleta, con sus pequeños pies al aire calzados con bonitas sandalias, y sus delicadas manos blancas se apoyaron en las suyas sobre el manubrio de la dirección. Abundio sintió de nuevo el suave aroma de la muchacha, y su cabello castaño que flameaba con el viento le acariciaba el rostro.

-“¿Adónde, Margarita?”

-“Adonde tú quieras, Abundio”

Y los dos juntaron sus ilusiones…también sus quincenas…y volaron en la bicicleta con rumbo a la felicidad.

César Ramón González Rosado

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