Hombre Bueno, Hombres Nuevos

By on enero 19, 2017

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Hombre Bueno, Hombres Nuevos

Para mis nietos y bisnietos

Cuando vean a la gente de Muna, salúdenla. Es fácil reconocerlos: andan por toda la Ciudad de Mérida vendiendo pan de elote, elote sancochado, pibinal, masa de elote, cacahuates, tamales y pibitos. Cerca de las terminales de autobuses, cerca de la Catedral, del Palacio de Gobierno, de día y de noche. Ésta es una herencia y promesa de trabajo que les dejara un hombre que los quiso mucho: Leopoldo Arana Cabrera.

Desde pequeña aprendí a querer a mi pueblo, me lo enseñó mi abuela Juliana Medina Santos. Era la única partera del pueblo, y a la que acudían todas las señoras que esperaban hijos. Yo crecí huérfana de madre, así que ella suplió con creces el cariño maternal. Me enseñó a bordar, hacer merengues, a urdir hamacas y a distinguir a los hombres buenos y malos; leía la suerte con huevo y maicillos.

Un día me dijo: “Te vas a casar con un hombre bueno, pero vas a llorar mucho”. A partir de ese entonces, todos los días soñaba con aquel hombre bueno.

Cuando crecí un poco, mi papá me llevó a una tienda que tenía cerca de la estación de ferrocarril.

Dejé la escuela civil en 2° año de primaria, papá se volvió a casar y me dediqué a cuidar a mis hermanitos y a crecerlos. Pero siempre por las noches me acordaba de mi escuela y de mi abuelita que se encargaba de contarme las historias de su tiempo, como para que nunca se olviden.

Una vez me dijo: “La escuela donde vas perteneció a la señora Serafina Ayuso, que era la mujer más rica del pueblo; tenía varias haciendas, entre ellas Choyob, Santa Rosa, Yaxcopoil. Ella se casó con don Andrés Maldonado, un Coronel héroe de la Guerra de Castas que traía muchos esclavos a las haciendas henequeneras, indios sublevados de Chan Santa Cruz, yaquis, coreanos, africanos, etc. Los reunía en Choyob y de ahí venían a comprarlos los hacendados de Mucuiché, Huayalcé y de todas las haciendas henequeneras. Por esas acciones el gobierno lo premió; haber matado a miles de indios rebeldes de Yucatán y del territorio de Quintana Roo, y hasta de Belice, lo hacían un héroe. Por ello los principales del pueblo de Muna declararon que desde ese momento se llamaría “Muna de Andrés Maldonado”; esto pasó a fines del siglo diecinueve. Doña Serafina y don Andrés nunca tuvieron hijos, pero todos los del pueblo eran sus ahijados. Tenían muchos sirvientes y domésticas, por eso la casa más grande y bonita era de ellos. Ayudaban a la iglesia, aportaron el suficiente dinero para construir la capilla de San Andrés Chulub. Esta acción les valió el derecho de que sus restos reposaran en la iglesia, precisamente en donde se venera al Santísimo Sacramento, ahí están sus lápidas. Al morir sin descendencia, el gobierno confiscó sus bienes. Su casa se volvió escuela, la que ahora se llama ‘Pedro C. Domínguez’.”

La escuela civil me recordaba a mis maestros, mis compañeras del piano, el que tocaba la maestra Ada Méndez y a sus acordes con la marcha Zacatecas.

Me quedaba dormida soñando las palabras de mi abuelita y con aquel hombre bueno. Despertaba con el ruido de las venteras de tacos de venado, jabalí, jaleb y tamales, que llegaban rápido a la estación del ferrocarril; venteras de casi todo, se amontonaban en la tienda a comprar azúcar, sal, trago de anís. Yo tenía una fanega donde recogía todo el maíz con que la gente compraba su mercancía. El maíz era la moneda circulante y la gente le decía “la gracia de Dios”.

Hubo un tiempo en que casi se me olvidó el hombre bueno. Durante una larga temporada padecí fiebre tifoidea, se me cayó todo el pelo, tenía fiebre día y noche. Papa Cilo me bajaba a un pozo y ahí me enfriaba la fiebre, me sacaba de nuevo, y al rato otra vez. Después de tres meses de enfermedad, acabé tullida y pelona, no podía hacer trabajos fuertes en la casa, así que me enviaron de “coime” a un billar propiedad del tío Huacho. Ahí me recuperé platicando con la gente, con los muchachos. Me ponía en la cabeza un pañuelo rojo, por vergüenza a que me vieran sin pelo. Tenía 15 años.

Un día, cuando le cobraba a un grupo de muchachos, a mis espaldas escuché que me decían: “Niña, somos tres, vamos a jugar billar”; volteé de inmediato y me encontré con los ojos del hombre bueno que Chichí Juliana me vaticinó. Le pregunté a mis primas quiénes eran ellos y me contestaron que eran tres maestros “comunistas”; uno de ellos ya había abierto una escuela para hijos de campesinos llamada Rigoberto Xiu Navarrete, en el barrio de San Bernardo. A partir de esa fecha me hice amiga de dos de ellos: Humberto Bustillos y Polo Arana.

Corría el año de 1938 cuando conocí la escuela rural. Acudía a las veladas y actividades cívicas que se realizaban. Ahí pude ver que la mayor parte de los alumnos eran niños y muchachitos que jamás pensaron tener acceso a la escuela, pues eran hijos de campesinos y gente muy humilde: Mariana Tun, Rey Solís, Anita Quintal, Chabita Nah, Rosita Navarrete, Eloísa Ku, Eusebio Mariano, Casimiro Marabé, Fermina Ceballos, fueron algunos de ellos. Este acontecimiento fue terrible para los principales del pueblo, quienes comentaban que el presidente Cárdenas había mandado abrir una escuela para adoctrinar comunistas; esto se decía en la iglesia, en el mercado, en las tiendas, en las calles y en todas las reuniones sociales. Cuando se lo platiqué a mi papá me dijo: “No vuelvas a hablar con ese hombre”.

Había llegado al pueblo un doctor que se llamaba Faustino García Franco. Venía de Campeche por mejor suerte. La Chichí Juliana le compartió su casa y sus clientes; juntos trabajaron recibiendo las nuevas generaciones de hombres y mujeres del pueblo. Éste era un hombre trabajador justo y culto; además de sus labores médicas, organizó la sociedad coreográfica llamada “Rosas de Juventud”. Su presidenta, la señora Olda Sansores, convocaba a los jóvenes del centro a participar, conocerse, aprender a bailar los ritmos de moda: el Tap, el Blues, los Valses, Paso Dobles, Chotis, algunos bailes antiguos como los lanceros. Así, al compás de un “San Luis Blues”, el hombre bueno me enseñó a bailar y me hablaba de las escuelas normales rurales, del agrarismo, del General Cárdenas, la repartición de tierras del gran ejido. No entendía nada, pero lo escuchaba, pues la energía y la pasión con que hablaba de ello contagiaba.

Cuando llegué a casa, le conté a papá y me dijo: “Ese hombre está loco. Mañana nos vamos a Mérida. No quiero que el pueblo hable mal de ti. Eso de educar indios es una caballada, después creen que son iguales a nosotros.”

Desde el pueblo me llegaban noticias. Supe que trajo las primeras abejas italianas al pueblo, que se había ido a México, que había regresado a Muna y que me buscaba para casarnos, cosa que hicimos a pesar del llanto de todos los de mi casa, menos Chichí Juliana. Ella me dijo: “Hiciste bien, elegiste al hombre de tu corazón.” Más tarde, ella recibió a mis dos hijos.

Él vivía con sus padres en un paraíso cercano al pueblo, se llamaba San Miguel. Fue en 1941 cuando llegué, en plena primavera. Ahí me encontré con mis suegros, don Eduardo Arana y doña Victoria Cabrera. Llegué el día del cumpleaños de ella. El huerto estaba lleno de flores de mango, aguacate, caimitos, naranja, dátiles, anonas, saramuyos, huayas, sandías, melones, calabazas, tomates y mucho amor.

Papá Grande Eduardo, que era como él llamaba a su padre, leía a Vargas Vila; Mamá Grande Victoria rezaba y leía sus oraciones tres veces al día y a la hora de dormir. El hombre bueno, sus libros de agricultura, mecánica, Sinuhé el egipcio, la Biblia y a Gandhi. A veces me entregaba un libro y me decía: “Lee…” Era El Quijote. Jamás me cayó bien y no lo leía, tenía miedo de quedar loca como su protagonista.

Nos fuimos a Sanahcat, ahí trabajó como maestro. Después nos fuimos a México, trabajó en Irrigación en el Sindicato; fue Secretario de Organización. Vivíamos en Churubusco. Hizo amistad con el ingeniero Augusto Pérez Toro, y desde ahí planearon las primeras unidades para Muna, Ticul, Oxkutzcab. Se perforaron pozos, se hicieron cañerías. La extracción del agua se realizaba por medio de bomba de gasolina; los campesinos estaban felices. Había riego todo el año.

En 1947 regresamos de México. El hombre bueno dijo: “Nos vamos a Muna. Los niños necesitan el campo, mis viejitos están enfermos, el agrarismo agoniza y la industria crece.” Llegamos de nuevo a San Miguel a orilla del cerro. Tardamos cinco días de viaje en un comando del ejército, pasando por ríos, selvas, caminos lodosos, pero la alegría de llegar a Muna era más grande que los problemas. Más que ropa y muebles, traía libros, la liquidación de Irrigación y el producto de la venta de la casita de Churubusco. Pero, sobre todo, soñaba el hombre bueno con los campesinos de su pueblo, que padecían hambre y miseria a causa de la langosta, la falta de lluvias, los explotadores del vicio, los acaparadores, el cacique del pueblo.

Hombres como don Emeterio Medina, don Augusto Martín, don Humberto Sánchez, don Benjamín Segovia, don Ermilo Domínguez, don Eduardo Santos, cultivaban desde 1945 verduras, cítricos, plátanos y le habían platicado la enorme dificultad de realizar los cultivos en áreas pedregosas.

Trabajó de maestro en la Escuela Civil durante un tiempo. Creó el 6° de primaria. Formó parte del Sindicato Estatal de Maestros. Por las noches, mientras tocaba la mandolina y arrullaba a sus hijos, planeaba transformar el pueblo y creía que la única forma era mejorando la economía de éstos…

Angelita Villalobos Vda. de Arana

Continuará la próxima semana…

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