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Crónica del pan comido

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Tekantó

Portales del mercado de Tekantó/ Foto: Juan José Caamal Canul.

Juan José Caamal Canul

Cuando los panaderos de Izamal llegaron al pueblo, existía una industria panificadora artesanal local y diversificada.

En ese momento estaba don Serapio Cruz, panadero y aspirante a violinista, junto con Don Celestino Arjonilla, en la tienda y panadería La Sin Rival, pero que todos en el pueblo refería como la tienda de doña Carlota, que era el nombre de su esposa, una dama de trato correcto y amable para con todos.

También estaba otro expendio de pan célebre, el de doña Chepa, cuyo aparador, ubicado al interior del mercado, era un cajón de madera pintado de negro con dos cristales, uno al frente y otro al costado derecho, para la exhibición de sus productos: solo tenía que arrimarlo, a un lado y al frente, para habilitarlo como mostrador y luego a la inversa, a un lado y para atrás, para cerrarlo y regresarlo al rincón aquel, ubicado en uno de los extremos, al norte, del recinto comercial. Doña Chepa tenía su domicilio donde se localizaba el horno, que aún existe, por los menos sus vestigios, frente al tendejón San Román.

Coincidencia de la vida e historia local, en el pueblo también hay un barrio en honor al cristo negro de San Román. Pero no hay imagen o figura de bulto al interior de la capilla. Al menos se adora la advocación que es, dirán algunos si no es que todos, lo más importante.

A pesar de su abundante clientela, había quien se resistía o se reservaba la idea de comprar el pan, dulce y francés, porque el esposo, el maestro tahonero, padecía una afección en la piel, y para cubrirla siempre vestía camisas de mangas largas, sin importarle los tórridos veranos.

Y finalmente estaba doña Mica, que traía el pan francés desde Mérida.  ¿Pero porqué lo traía desde Mérida?

A finales de los años 80, cientos de personas se encontraban sin empleo en el pueblo, pues toda actividad relacionada con el cultivo e industria del henequén ya pertenecía al pasado. Se imponía la necesidad de llevar el sustento diario a la familia.

Hombres y mujeres por igual, comenzaron a emigrar a la ciudad de Mérida, empleándose en lo que fuera. Uno de esos empleos, para las mujeres, era el de pasar casa por casa ofreciendo su mano de obra para el lavado de ropa a mano, casi siempre en los domicilios por los alrededores de las colonias cercanas a los paraderos del tren Valladolid-Mérida.

Lo anterior implica más recuerdos extra: en el primero de esos paraderos, el tren se detenía a un costado de la clínica T-1 del IMSS, donde bajaba la mayoría de las personas y se desperdigaban por la Carranza, la Miguel Alemán, la López Mateos, por señalar algunas.

El otro paradero era sobre la calle 50, cerca de la avenida Pérez Ponce, a un costado del fraccionamiento La Huerta, donde el tren se detenía menos tiempo, y aprovechaba bajar el resto. Aquí el tren se preparaba para entrar de reversa a los andenes de la estación.

La mayoría de las veces se apreciaba el trabajo de estas damas que promediaban los cincuenta años, esforzadas, abnegadas y emprendedoras. Las empleadoras valoraban el hecho de dejar padres ancianos, pareja e hijos en el pueblo, para venir a trabajar; por la manera de emplearse ellas mismas en hacer la labor, a veces se quedaban por años trabajando en esas casas.

Doña Micaela, Mica para todos, acudía a la ciudad a lavar ajeno, como se decía y creo que aún se sigue diciendo, con sus hijas Amparo y Consuelo. Al retornar, les quedaba distante la Estación Central, por lo que abordaban de nuevo el tren en la calle 39 de la colonia Jesús Carranza, aunque bien pudiera ser también Máximo Ancona o frontera con la colonia Lourdes Industrial, pero antes pasaban por una panadería y compraban el pan francés.

Al bajar del tren, a las cinco de tarde, relajada de haber vuelto al pueblo y a la casa, se sentaba un momento en el andén a platicar con alguna vecina, y pronto comenzó a llamar la atención que entre sus bolsas traía ejemplares de pan francés que se caracterizaban por ser el doble del tamaño de los que se expendían en el pueblo y que, averiguando dentro de la plática, se supo costaban casi lo mismo.

Aquellos vecinos comenzaron a requerir la compra de una o dos barras. Así fue como comenzó doña Mica a traer el pan. Inició con una bolsa, luego con un costal, después ya traía dos costales diarios de pan francés. Para ese entonces, al bajar del tren de las cinco ya había personas en el andén mismo, esperando la ansiada barra de pan francés.

La mayoría se vendía ahí mismo, el resto, camino a su casa, que distaba cuatro cuadras. Los vecinos estaban a la puerta, esperándola para adquirir el pan. Llegó el momento en que tuvo que decir que se le habían gastado.

Entonces, por cuestiones de economía y necesidad, las personas compraban aquel pan industrial, que se cocía en hornos eléctricos. Los del pueblo eran panes artesanales, con un intenso aroma a leña, cocido en horno de piedra. No digo que no se apreciara tan exquisito pan. Antes que el sabor y aroma, se imponía la necesidad de que el pan rindiera y diera de comer a más bocas.

Los panaderos de Izamal eran tres hermanos que se instalaban en los bajos o corredores de los portales del mercado, al pie de la tercera columna. Allí estaban con su mesa plegable de las llamadas de tijera.

Ellos fueron un caso distinto, la competencia para la elaboración y venta del pan en Izamal estaba reñida. Tuvieron la iniciativa de buscar nuevos puntos de venta para sus productos, por supuesto en Izamal no iba a ser, así que comenzaron a explorar el mercado en los pueblos aledaños.

Goyo, o alguno de sus hermanos, se apeaba del tren de las tres con sus cuatro cajas sujetas con sogas en cuyo interior anidaba un selecto muestrario de pan dulce y pan francés con el que se dirigía al mercado. Vendían su producto y se regresaban en el tren de las cinco de la tarde, o esperaba el camión de la siete para retornar a su ciudad

En algún lugar dejaban encomendada la mesa de madera de tijera. Una mesa sencilla, donde extendían el papel de estraza, como mantel, sobre la que escoraban y mostraban la diversidad de sus panes, que en ocasiones parecía imposible que soportara tanto buen sabor.

La construcción que se utiliza para el mercado de carnes, frutas verduras y expendio de alimentos, data de épocas lejanas, de la Colonia, fue un viejo cuartel que aún conserva sus cinco columnas que soportan los seis arcos. Se pudiera suponer que es un edificio donde se asentaba la casa de gobierno, pero los vecinos ancianos de los años ochenta se referían a la construcción como El Cuartel.

Por los años cuarenta o cincuenta se dice que enfrente había un corral en malas condiciones, quizá un kaxbiché, y que ahí mismo sacrificaban a los animales, cuya carne algunos en el pueblo consumían. Sin embargo, pudiera darse una polémica histórica, a raíz de que, en un patio adyacente al exconvento franciscano de San Agustín, donde pone un pie el arco contrafuerte conventual, apareció un día una piedra.

Su parte plana se hundía en la tierra, al voltearla se vio que contenía unas inscripciones en bajorrelieve, en ese momento ilegible por el lodo, la humedad acumulada y apelmazada.

Hoy, después de un trabajo de limpieza y definición, se puede leer la inscripción y se exhibe en el palacio municipal.

La interpretación, hasta este momento, de ahí es donde puede devenir la polémica, es la afirmación de que las Casas Reales, donde se impartía justicia y asentaba el cabildo y gobierno de los representantes del soberano de aquel entonces, se localizaba a un costado de la construcción religiosa.

En la actualidad, los panaderos despachan en el extremo sur, en una mesa ubicada en el propio corredor, un espacio logrado por méritos propios, por los años de estar trabajando en ese espacio de comercio, y porque además han adoptado la vecindad; se han integrado a la comunidad fundado sus respectivas familias.

Lo que aportaban en aquel entonces con su producto los panaderos de Izamal, los izamaleños, como se les sigue llamando, era un sabor especial, un sabor único, diferente a lo que se hacía en el pueblo. El pan francés y el pan dulce tenían un distintivo, una singularidad que aún conservan en pleno 2024.

Imagen obtenida de Google.

Vamos al taller donde está el horno, una construcción de bloques sin reboco y techumbre de láminas galvanizadas; al fondo, presidiendo el espacio, está el horno, un carapacho de mampostería, un quelonio de piedra y ladrillos rojos, un fósil de principios de los tiempos. Encima de esta tortuga prehistórica, las láminas están oscurecida por el hollín del humo que expele por la boca.

En el ambiente hay confusión de aromas, predominando el agrio, agradable, que puede ser la levadura contenida en la harina y el vapor que emiten los panes recién cocidos.

Vamos, entusiastas, con el deseo de tomar fotos del trabajo que hacen y documentar este trabajo. No nos dejaron tomar fotos mientras trabajaban. Argumentaron no sé qué de pruebas gráficas que pudieran caer en manos del SAT y pudiera perjudicarles. Sin embargo, ellos no son una panadería clandestina, como abundan por otros tantos lados.

Además, los entiendo: a todos nos la aplican con los impuestos. Por eso, su nombre nos lo dice, imponen el cobro de un valor por el servicio, trabajo o venta de un producto.

Antes se decía contribución. Era más solidario y quizá voluntario.

Como para consolarnos, comenta uno de ellos que personas de la CDMX han venido, han degustado el pan y quieren llevarse un recuerdo fotográfico. Pero solo les conceden la que se queda impregnada en el paladar y la memoria del gusto.

Los panaderos van de un lado a otro, tienen los rostros y el cuerpo enharinado, su trabajo se realiza esquivando estanterías con entrepaños de madera y moldes de latón de diversas medidas, algunos blancos de harina esparcida, otros vacíos.

Por ahí sacos de harina, por allá más moldes aún por limpiar, acullá apoyadas en la pared diversidad de palas de manera de largas pértigas.

Imagen obtenida de Google.

Con agilidad y habilidad toman formas anónimas de masa de harina, pasan dentro del horno y devuelven panes ya cocidos que se identifican plenamente: conchas, saramuyos, patas, tutis, polvorones, cocotazos, ojos de buey y hojaldras.

Describo algunas imágenes desde distintos ángulos:

  • De frente, esparciendo harina sobre la pala y luego colocando los bizcochos de harina cruda en la palma de la pala de largos mangos.
  • De perfil, con medio cuerpo inclinado, mirando al interior del horno, distribuyendo la masa sobre la plancha de piedra.
  • Otra vez de perfil, extrayendo el pan cocido.

Mis hijos, tomándose selfis, tratan de robarse alguna imagen del trabajo que se desarrolla en esta cocina y hasta un video. Luego las revisamos, pero el trabajo de los panaderos se ve distante. Cuando las ampliamos, se distorsiona la imagen. Para esta nota considero que el trabajo requiere de primeros planos.

Goyo me dice que se alternan entre los hermanos las labores: el que se para frente al horno será su actividad exclusiva para ese día, es de mucho cuidado y precaución antes durante y después. Hay que esperar horas para poder salir a la intemperie.

En esas estamos, cuando caemos en cuenta de que hay una larga fila de personas esperando el pan. Consulto el reloj: son las seis treinta de la tarde. La hora precisa para venir por el pan. Vine a las cinco y treinta para hacer tiempo, ver, preguntar y que mis hijos observaran un oficio fundamental en toda sociedad y de toda civilización. Oscurece pronto, rápido, pues estamos en noviembre.

Coincido con Canuto, de los primeros en la fila. Viejo vecino, conocido mío, dice tener 85 años. Insidioso, sin que venga al caso, pregunta por mis tíos, pregunta por terrenos, cabezas de ganados –reses dice– y herencia: qué porcentaje me correspondió de todo. Samáre, me digo, intuyo que se refiere a un tiempo cuando se repartió alguna herencia, si es que hubo; si es que se repartió, yo ni había nacido. Me le quedo viendo, con cara de “no sé de qué me hablas”.

“¿Ganas bien?” insiste. “¿Tienes casa? ¿Tienes auto?”

Irse de este pueblo agita la imaginación de los que se quedan. Soy tan humilde como ellos, los que se quedaron. Vivo al día. La austeridad gobierna mis decisiones, decora mi casa y mi vida. Lo digo sin alardes ni pedantería.

Salimos de la panadería sin nombre oficial. En el pueblo los hemos conocido siempre como los izamaleños, con nuestra bolsa de pan francés caliente y algunas hojaldras. tan caliente que la bolsa se empaña y la tenemos que dejar abierta, para que se ventile, porque en menos de doce horas este pan, si no se orea, habrá quedado acedo dentro de la bolsa.

Nos encaminamos a la casa, andamos en medio de la calle mal iluminada. Solo se escuchan nuestros pasos, el batir de alas de aves que viven entre las ramas de los árboles que oscurecen más la calle, y el vuelo de los murciélagos que acometen los frutos tiernos.

La lámpara del alumbrado emite una luz tenue. Nuestras sombras contribuyen a la oscuridad envolvente, cada vez más profunda.

Hacemos algo que todos hemos hecho en algún momento de nuestra vida o lo seguimos haciendo, partimos el pan francés. Luego divido algunos de los panes dulces, porque todos queremos probar de todo, al romperlos por la mitad sale el vapor, el aroma de la cocción tradicional

Este pan no es para comer a grandes mordiscos, ni para llenarse la boca de harina horneada, sino en niches, mordiscos mínimos, fragmentarios, entonces es cuando surge su esencia, su origen, su ser, que se quedó y habita en nuestro pueblo.

Este pan artesanal inunda la bóveda de nuestro paladar.

En lo personal, prefiero los pastelitos hojaldrados de jamón y queso, ingredientes ausentes en un noventa por ciento, pero la harina del pastelito tiene un sabor inigualable tras su paso en el horno de leña. Este sello y sabor se conservan desde hace muchos años, lo traen desde que venían en el tren de las tres de la tarde y se iban en el de las cinco, es una variedad de pan que se agota rápido.

Más tarde, el aroma de la harina aún permanece en los dedos, debajo de las uñas. En la memoria del gusto.

Solo por eso, para degustar, volveré.

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