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Casa sin cerrojos

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Letras

Luisa Michel.

Ricardo Mimenza Castillo

A Enriqueta de Parodi

(Especial para el Diario del Sureste)

En uno de los últimos números de este periódico, la gentil escritora a quien dedicamos estas líneas galardona y exalta la memoria de una de las santas de Francia –la de la Virgen Roja–, Luisa Michel. Célebre en los anales de la Revolución proletaria y de la Comuna del 70.

Y a fe que tiene razón nuestra compañera al loar a aquella fuerte amazona que empuñara aún el rifle en defensa de los oprimidos de todos los tiempos, de los que siempre han tenido hambre y sed de justicia.

En las páginas encendidas del motín y la barricada aparece aquella nueva Juana de Arco del socialismo, sudorosa y terrible, disparando su arma en defensa de su ideal, y luego se sienta en el temible banquillo de un consejo de guerra, desafiando a la guillotina.

Pero años después, para dar albergue a los menesterosos de París ­–a los que carecen de hogar y alimento­– quita los cerrojos de la puerta de su domicilio y en él instala colchones y tazas de caldo caliente a disposición de quienes sólo se tomen el trabajo de entrar, sin averiguaciones de ninguna especie ni interrogatorio ni remilgos.

Así su Casa sin Cerrojos resulta el abrigo y mesón de los desgraciados de la gran Lutecia.

Y no faltarían apocados que le advirtiesen que corría un grave riesgo de su vida en aquel gesto humanitario, pues bien podría un apache o un desalmado sorprenderla dormida en su vejez para robarla y asesinarla.

Pero hasta los apaches la respetan.

De tal manera se impone su noble figura de Diaconisa de la Libertad y de la Justicia.

Y nunca el huésped inesperado ni destripador alguno se atrevió a poner la mano sobre su cuerpo enjuto de hermana de la caridad laica y rebelde.

Y después de entonar la Internacional ­–que es la Marsellesa de los trabajadores– en pleno tribunal militar, desafía a sus jueces, y después de confesar abiertamente su rebeldía, termina con este apóstrofe contundente:

–“Ya me habéis oído, si no sois cobardes, matadme”.

Y presidenta del Club de la Revolución en donde alista a las mujeres de París y colaboradora exaltada del Grito del Pueblo, parte condenada y deportada a la Nueva Caledonia, a sufrir en aquel clima de infierno la injusta pena que se aplicó a los comunistas.

Escritora viril y de fuste –antecedente de Severine, la de Barbusse– predica la Revolución Social y la dictadura del proletariado a los parisienses que antes fueran adormecidos por las melodías de Offenbach y las Nanás del Segundo Imperio en que Napoleón el pequeño y su peña de aduladores libaban el champán rosa en que se bañaban a su vista las lindas peripatéticas de la ópera, en tanto que los obreros de los arrabales comían apenas el poco pan de los tiempos duros y bebían el agua de las alcantarillas, lodo envenenado.

Por eso Luisa Michel cargó el rifle y disparó el revólver en las barricadas cuando el movimiento de los comunales del 18 de marzo, del Año Terrible que cantara Víctor Hugo.

Y esa Santa Laica y Vengadora no se envolvió en los inciensos y las mirras de las oblaciones religiosas inútiles, sino en la humareda de la pólvora y de la lucha.

Pero tuvo para con los niños –además de los panfletos revolucionarios que escribiera– El libro del día del año con sus leyendas e historietas de lo más lindo.

 

Diario del Sureste. Mérida, 26 de septiembre de 1935, p. 3.

[Compilación y transcripción de José Juan Cervera Fernández]

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