Un ser humano. Ningún otro concepto, ningún otro objetivo, ningún otro calificativo puede caber a la hora de definir a este espíritu gigantesco y tierno que lleva un nombre tallado para siempre en nuestros corazones: Alberto Cortez.
Un ser humano. Así de simple, así de complejo. Así de directo, así de profundo.
Alberto tiene la enorme capacidad de sentir la existencia y su perfume, capaz de aprender de la experiencia, el dolor, y el regocijo de los demás con generosidad fraterna y espíritu amplio, capaz de amar hasta el olvido de sí mismo y capaz de revelarse hasta el límite más insospechado de su resistencia ideológica.
Un ser humano. Y, por tanto, un poeta. Alberto es un cantor continental tan grande como un árbol fecundo que da sombra, que da respiro, que da oxígeno, que da cobijo, que protege, que abraza, que acurruca, que agita.
A Cortez lo llevamos en un rincón del alma. Un rincón del alma por donde pasan –iluminados y entrañables– amores desolados, perros callejeros, abuelos fundadores, migas de ternura, mañanas que empiezan a partir de mañana, aprendices de quijotes, amigos que se van, rosas que llegan cada día, vinos que pueden sacar cosas que el hombre se calla.
Sus poemas, sus canciones y sus anécdotas, por ser de él, son de todos nosotros.
Los textos de su obra, respiran y se excitan, marcan la piel sentimental del pasado que no llega o del futuro que se va; son como quietud de pájaros enamorados con las alas suspendidas en el aire.
Este es el Alberto Cortez humano que recibimos en Mérida hace unos años y cuyo regreso esperamos.
ALFONSO HIRAM GARCÍA ACOSTA