En 1918, durante la Segunda Guerra Mundial, y sufriendo la inercia laboral que acogotaba al ambiente artístico, se enroló en el ejercito de los Estados Unidos, descollando como un virtuoso trombonista, aunque también fue camillero en un periplo que se extendió por Francia y Alemania. En la milicia obtuvo el grado de sargento y, al jubilarse en 1919, radicó en Nueva York donde perdió, en un accidente de trabajo, la mitad del dedo pulgar de su mano derecha.
En la Gran Manzana, o la ciudad de los rascacielos, conoció a Pedro Flores, Luis Muñoz Marín, Luis Palés Matos y Llorens Torres, con quienes compartía en ambientes de bohemia y allí fundó el Trío Borinquén, en 1926, que completaban Salvador Ithier (el padre de Rafael, el respetado pianista y director del Gran Combo) y Manuel “Canario” Jiménez. Este último era marino mercante y se ausentaba con gran frecuencia, por lo cual su habitual sustituto, el tenor dominicano Antonio Mesa, quien pasó a ocupar su lugar permanentemente.
Por cierto, al ser contratado para presentarse en Santo Domingo, donde las canciones de Rafael Hernández tenían ya gran popularidad, al ver que en su repertorio ninguna canción se dedicaba a la tierra del Merengue, tomó a “Borinquén” y la adaptó como “Quisqueya” – este es un tema que me tocó ver y escuchar en Puerto Plata – con la fortuna que, hoy por hoy, sus moradores lo aprecian con profundo cariño pues los representa dignamente dentro y fuera de la República Dominicana, a tal punto que podría decirse que quizás es su segundo Himno Nacional, tal como sucede en Ecuador con el pasillo “Sombras” de Rosario Sansores.
La figura de Rafael Hernández se dimensiona internacionalmente, impulsado por el surgimiento del disco de pasta, y en 1929 alcanza la cúspide con su emblemática obra “Lamento Borincano”.
Era un apasionado deportista, actividad a la que estuvo ligado como empresario y manager del equipo de pequeñas ligas “Peter Maxwell” en que jugaban sus dos hijos (1956) y su viuda nos comentó en nuestro último viaje a Puerto Rico que Rafael era caballeroso, reservado, sociable, amante de las plantas, hogareño y cariñoso con los niños.
Desmembrado el Trío, el artista formó el “Grupo Hernández”, que posteriormente pasó a denominarse “Conjunto Victoria”. Con las voces de Pedro Ortiz Dávila “Davilita” y Rafael Rodríguez popularizó la trascendental “Preciosa”.
En 1920 reorganizó el Trío “Victoria” al que se integra Bobby Rodríguez (Bobby Capó). Mientras, el prestigio de Rafael propició que liderara la banda de “Lucky Roberts” y dirigiera una orquesta hispanoamericana en los Estados Unidos, y en Cuba la del habanero Teatro Fausto.
Cinco años residió en la Tierra de José Martí y, al parecer ahí, se enamoró perdidamente de una mujer a la que solo se refería como “mis ojitos”. Al regresar a Nueva York, las mieles del amor le regaron otra vez el corazón gracias a Juané, dama de la que ignoro el nombre completo.
Don Pedro Flores expresó, en una entrevista concedida a la periodista María Dhyan Celsa Betancourt, que Juana fue la fuente de inspiración de la mayoría de las canciones del jíbaro insigne.
Hacia 1934, por insistencia del Dr. Alfonso Ortiz Tirado, se trasladó a México. Contratado por los Laboratorios Picot, y alfombrado por el éxito de “Capullito de Alhelí” y «Lamento Borincano”, planeaba permanecer en el país durante un mes. Pero el plan varió y el maestro vivió 16 primaveras en la actual megalópolis del Distrito Federal en México, que es cuando mi padre hace amistad con él durante las presentaciones en vivo de música y poesía con Rafael Hernández, Manuel Bernal, Wello Rivas y Alfonso García Peniche. En esa época también convivió, tocaba y cantaba a dúo con el trovador carmelita Enrique Campos Giraud (+) con quien, en nuestro paso por la Trova Yucateca y la Dirección de Cultura de Mérida, conversamos sobre este tópico y de su anecdotario personal con el Jibarito.
México fue su segunda patria. Se casa en 1940 con la joven mexicana María Pérez. 25 años de matrimonio le depararon 4 herederos a la feliz pareja: Rafael, Víctor Manuel, Miguel y Alejandro “Chalí”, todos nacidos en México, a excepción de Alejandro que nació en Puerto Rico.
En México, que fue donde comenzaron a llamarle “El Jibarito”, participó en películas como “Águila o Sol” en 1938, y en obras teatrales, a la vez que sostenía el programa “Sal de Uvas Picot”, trasmitido por la radiodifusora XEB. Ahí dirigía una orquesta de 35 músicos cubanos y mexicanos, siendo sus cantantes Margarita Romero y Wello Rivas.
Tras pasar 4 años de incesantes estudios, bajo la tutela de los maestros Juan León Mariscal y Julián Carrillo, alcanzó una maestría en armonía, composición, contrapunto y fuga, exponiendo como tesis de grado su obra “Danza Clásica Número 7”, que puso en escena con 100 maestros ejecutantes dirigidos por él.
Luego de 15 años de ausencia, retorna a su patria para ejecutar una serie de conciertos y el Gobernador Luis Muñoz Marín le ofrece dirigir “La Sinfonieta” en una emisora local que operaría la Secretaría de Gobernación, lo que motivó a Don Rafael. En octubre de 1947, con su familia, se traslada a Puerto Rico, donde se quedaría definitivamente. Al Maestro le agradaba grabar con dicha orquesta, para legar a la posteridad todas las obras boricuas.
En 1956 fue designado Presidente Honorario de la Asociación de Compositores y Autores y entonces ocupó la consultoría musical de la radiodifusora WIPR, lo que aprovechó para difundir sus obras de música culta.
En 1963 cristalizó el rodaje de la película “El Jibarito Rafael” que dirigió Julián Soler.
En 1965, el Banco Popular de Puerto Rico patrocinó el programa homenaje “La Música de Rafael Hernández”, que se difundió en cadena nacional y TV. Aunque el maestro no lo disfrutó tanto como los demás, pues el cáncer lo estaba consumiendo, envió un mensaje grabado que quedó como despedida final: “Si yo no hubiese nacido en la tierra que nací, estuviera arrepentido de no haber nacido allí. Hasta siempre, mis jíbaros.”
El 11 de diciembre de 1965 falleció Don Rafael, el más respetado compositor de Puerto Rico. Sus restos descansan en el Cementerio Santa Magdalena de Pazzis, en el Viejo San Juan.
Alfonso Hiram García Acosta