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No vendas a guate mojado la finca

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Letras – Desde Nicaragua

Marvin Calero

Don Carlos —por razones de seguridad a su persona así llamaremos al campesino de 83 años—, toda la vida literalmente estuvo sentado en una mina de oro. Este pasó veloz, en su camioneta Landcruiser, año 2016, con todo y chofer privado, en dirección a Juigalpa, sobre la nueva carretera adoquinada. El vidrio polarizado no me permitió distinguir sus características faciales; mientras, parqueo mi motocicleta justo frente a los tumultos de naranjas y mandarinas que recién trajo de su finca el productor Bayardo Castilla, oriundo de Santo Domingo, Chontales.

Don Bayardo me da sendas naranjas jugosas que representan el pasado de los naranjales de la Hacienda del Turco. Le pregunto quién era el que iba a alta velocidad, pues por poco me atropella.

Don Bayardo se sonríe y me dice:

—Esa es una buena historia, de moda aquí en Santo Domingo.

—Cuéntemela —le digo, con mucha curiosidad.

—Don Carlos —dice don Bayardo, con tono de buen narrador de historias.

“Toda la vida se sintió feliz, heredó una pequeña parcela de 8 manzanas de sus padres, quienes trabajaron fuertemente para poder tener su propia tierrita y cultivar granos básicos, vender leña y tener unas dos vaquitas para las cuajadas.”

“Antes de morir el papá de don Carlos, don Chico, le hizo jurar que por nada del mundo vendiera la finquita a precio de guate mojado, pues la finca valía su precio en oro.”

Mientras me cuenta, mi mente va justo a ese momento memorable, saco mi laptop de mi mochila y dejo que la imaginación haga camino en la narrativa de don Bayardo.

El día puede ser nublado o simplemente lluvioso, cosa común en este sector cercano a La Piedra del Toro; desde estas alturas se observan serranías y el grandioso cerro de Bulúm. El frescor de los árboles y el viento azota los corrales de la mejor ganadería lechera de la zona. En medio de grandes fincas de los más ricos ganaderos de la comarca, se encuentra una humilde casa de bambú con techo de corozo; de las hendijas sale una luz pobre de candil. En el interior está don Carlos, junto a su padre convaleciente.

—Carlitos, sos mi único hijo, no te dejo fortuna ni ganado, pero te dejo sentado en una mina de oro: por nada del mundo vendas a guate mojado la finquita.

—Papito, ¿cómo va a creer usted que voy a ser tan malagradecido?

—Ya te digo, sóbame las canillas, que me están entrando calambres.

—Sí, papito, ya se las sobo. Voy a buscar la manteca de cusuco y le voy a frotar la cara con la manteca de azahar.

Cuando don Carlos fue a buscar las mantecas para sobar a su papá, el señor expiró. Tenía una sonrisa en el rostro, sabía en el fondo que dejaba bien heredado a su hijo de 23 años.

El entierro fue muy humilde, para ese entonces era común enterrar a los deudos en la propiedad. Sepultó a su padre cerca de donde meses atrás había enterrado a su madre; atrás habían otras cruces de sus abuelos, cerca de un árbol de manga larga.

Don Carlos pasó toda su juventud en las mismas actividades que sus padres le enseñaron: levantarse a las cinco de la mañana, ordeñar las cuatro vacas, cuajar los tres galones y medio de leche, ayudarle a su mujer a hacer las cuajadas –tres cuajadas de libra y una de media para la comida del día, las otras tres cuajadas las llevaba diariamente a Santo Domingo a ofrecerlas junto con cien rajas de leña.

La misma actividad la hizo por años y años. Nunca tuvo más de lo que heredó, incluso el mismo rancho de caña de bambú y corozo. Pero dentro de él se sentía millonario y orgulloso; no lograba entender qué significaba exactamente las palabras de su difunto padre, pues ellos nunca fueron mineros.

A lo largo de sus 83 años escuchó una y otra vez la misma propuesta.

—¿Don Carlos, véndame la parcelita?

—¡Cómo va a creer, hombre, que le voy a vender la tierrita!

—Le voy a pagar a mil dólares la manzana.

—Jajaja, no me haga reír, don Pedro. Con ese dinero no hago nada, la vida en el pueblo es solo para los ricos —siempre contestaba de esta manera para sacarse la presión de las palabras de sus vecinos que querían la tierrita para ampliar sus potreros.

—Véndamela, hombre, ¿a poco se siente tan rico? ¡Un millonario con orgullo!

—¿Cómo va a creer, don Pedro? Si con esta tierrita yo vivo bien, hasta me siento como usted dice: ¡un millonario!

Así continuó en sus 60 años después de la muerte de su papá. Llegó a tal punto, que la gente en el pueblo le decía el millonario en tono de burla.

El pobre don Carlos no sabía leer, pero sí contar, mejor que cualquiera. Llegó a recibir todo tipo de ofertas de sus cuatro colindantes, pues no querían seguir siendo vecinos de un pobre campesino que nunca tendría esperanzas de ampliar sus dominios a la par de semerendos ganaderos; lo creían más que orgulloso, un loco por el cuento que comúnmente repetía: que él no tenía finquita sino una mina de oro bajo sus pies.

Escuchó desde joven las historias de la mina La Esmeralda, en La Libertad, en los tiempos de míster Spencer, quien decía que los dos pueblos valían en oro casi el precio del país.

Guerras, huracanes, guerras y más huracanes e inundaciones del río Artigua; don Carlos, mantenía las mismas 8 manzanas, las mismas tres cuajadas diarias y las mismas cien rajas de leña. Tenía un macho que cambiaba cada vez que se convertía en Cholenco y llegaba el momento que no se levantaba más. Pero él seguía orgulloso, iba todos los días al pueblo de Santo Domingo halando su macho con una alforja en hombros, sus botitas de hule parchadas y sus pantalones de satín remendados, la misma camisita de mangas a cuadros color azul, y un sombrerito de fiestas de los más humilde.

En el pueblo, los cipotes en las esquinas le gritaban millonario, pero él no hacía caso; en el fondo, hasta le gustaba.

—Millonario yo, pues sí, ¿por qué no? —se decía en la mente, mientras escuchó su nombre.

—Don Carlos, don Carlos.

—Mande usted.

—¿A cómo la leña?

—A peso la raja.

—¿Cuántas lleva en la carga?

—100 rajas.

—60 pesos le doy.

—100 pesos, eso vale, no las vendo por menos.

La mujer sonrió, sabía que negociar con don Carlos era cosa de que solo él tenía la razón. Era caprichoso y muy orgulloso con lo que vendía.

—Bájemelas, pues. Me agarró porque en la madrugada voy a destazar y no tengo leña, pero la próxima no se las agarro a semejante precio, ¡válgame Dios!

—Mmm —dijo don Carlos, entre dientes, mientras bajaba la delgada leña de quebracho y la soltaba en la acera.

—Y ¿todavía me va a dejar afuera la leña?

—Yo vendo leña, no trabajo de mozo —imperó don Carlos a la dueña del comedor, cerca del parque central del pueblo donde se parquean los buses que van rumbo a El Ayote, o bien a Juigalpa y Santo Tomás.

Después que los norteamericanos vendieron las acciones de la Mina de La Libertad a la trasnacional canadiense, hubo grandes cambios en los procesos y se realizaron estudios geológicos con tecnología de primer mundo, con detalles minuciosos de la minería en los dos pueblos hermanos: La Libertad y Santo Domingo. Muchas fincas fueron adquiridas por la trasnacional a precios desmesurados, nunca antes vistos en la zona; hasta 10 000 dólares por manzanas y más se llegó a pagar. Pero don Carlos continuó en las mismas labores, solo escuchando las ofertas.

Ganó un poco de dinero por las exploraciones (3000 dólares), pero él continuó en las mismas actividades, junto a sus cinco hijos y nietos, los que buscaron al crecer espacio y se fueron a trabajar a la pequeña minería.

Escuchó ofertas desde 50 000 dólares por las ocho manzanas, hasta los 200 000 dólares, pero don Carlos se sentía millonario y recordaba las palabras de su difunto padre: «Por nada del mundo vendás a guate mojado».

Así estuvo por varios meses, recibiendo propuestas, hasta que un día, a sus 83 años, recibió una visita poco común. Se parquearon a la entrada de la finquita cinco camionetas y le pidieron que los acompañara a las instalaciones de la trasnacional.

—¡Don Carlos, don Carlos! —llamó desde la ventana de la puerta de una de las camionetas uno de los abogados de la empresa.

—Mande, ¿qué se les ofrece? —contestó don Carlos, con un poco de asombro.

—El gerente general, el ingeniero Fuentes, lo solicita para una reunión importantísima.

—Y ¿quién es ese?

—No le digo, don Carlos: es el gerente general de la mina, el mero jefe.

—¿Para qué será?

—Solo nos dijo que lo lleváramos, que por nada del mundo se nos quedara.

Don Carlos entró a su rancho, le dijo a su hijo menor –que se encontraba de visita– que lo acompañara a la reunión de la que tanta urgencia tenían.

—¡Vamos, pues, papá! Yo lo acompaño, no vaya a ser que lo quieran joder —dijo Concho a don Carlos.

 En menos de quince minutos estaba en la sala de sesiones de la empresa. Le ofrecieron un café, pero don Carlos, muy orgulloso, les dijo que no. Después de diez minutos de espera, se presentó el ingeniero Fuentes, gerente general, con un portafolio de cuero en la mano que tenía el logo oficial de la trasnacional canadiense.

—Buenas tardes, don Carlos.

—Buenas tardes, ¿para qué soy bueno? —preguntó en tono cortante don Carlos.

—Soy el ingeniero Fuente, el gerente general de la mina.

—Y, ¿qué con eso? ¿Para qué me trajeron casi a pujo?

—Ya miré que le gustan las cosas sin rodeo.

—Así deben de ser las cosas, ingeniero, directas y sin andar por la huerta.

—Verá, de acuerdo con los estudios realizados en las exploraciones con catas en la zona adyacente y dentro de su propiedad, la empresa está muy interesada en su finca.

—Pero si ya compraron todas las fincas alrededor mío, ¿qué podrían significar 8 manzanas?

—Así es don Carlos, ya compramos todo a su alrededor, pero estamos muy interesados en su finca.

—¡Ajá!

—Sí, don Carlos, nos interesa negociar con usted el precio de compra.

—Pierden su tiempo. Mi padre dijo que estaba sentado en una mina que por nada del mundo vendiera a guate mojado.

Se levantó de la silla y dio dos pasos.

—Espérese, don Carlos, todavía no ha escuchado la oferta. Al menos déjeme terminar.

—A ver pues, ¿cuál es el precio?

—Vengo saliendo de una reunión con el representante de la sociedad y me ha dado carta libre para negociar: le ofrezco medio millón de dólares.

Don Carlos se tiró una carcajada en tono burlesco y en señal de desaprobación. El ingeniero se miró un poco molesto porque no estaba acostumbrado a recibir burlas de nadie, peor de alguien tan pobre como el campesino don Carlos. Pero sabía que debía portarse un poco despreocupado por las irreverencias del anciano.

—Espérese, don Carlos, apenas iniciamos a negociar. Vamos, lo invito a almorzar en el comedor de los ejecutivos.

—No se preocupe, yo ya vine almorzado. Siga hablando.

—Mire, don Carlos, para ser honesto, la oferta que tenemos es de un millón de dólares.

—Vámonos, Concho, nada más tenemos que hacer aquí.

—Pero, papito, ¿no cree que es más que suficiente? —le dijo Concho a su padre.

—Muchacho, si no sabés negociar, ciérrese la trompa. Mi padre me dijo que estaba sentado en una mina y nosotros vamos a vender mina, no finca.

—Muchas gracias por la invitación, pero dígale a sus jefes que, si quieren mi mina, yo pido por ella dos millones de dólares.

El gerente general suspiró profundo y mandó a dejar al anciano a su finca, con un poco de frustración y enojo. La empresa nunca había pagado más de un millón de dólares por una finca, menos por una parcelita de ocho manzanas; pero los cálculos de volumen de oro en la propiedad eran mayores que todas las fincas a su alrededor.

Pasaron varios días y don Carlos continuó en sus mismas labores. En los alrededores de su parcelita, los camiones no paraban de trabajar día y noche, llevando broza a los molinos gigantes del mojón.

Desde su finca podía ver de noche los resplandores de las operaciones en la lejanía de los cerros, donde los molinos gigantes trituraban las camionadas de broza que llegaban a diario desde las propiedades adquiridas por la empresa. Desde la entrada del pueblo se podían observar los cambios en la topografía, consecuencia de la minería a cielo abierto.

En la humilde casa, que cada vez era más vieja, lo único que don Carlos hacían era ir cambiando las piezas de bambú y corozo que se pudrían con el paso de los años y los inviernos copiosos, muy comunes en estas zonas de trópico húmedo. El candil fue cambiado al tiempo por candelas y veladoras.

—Carlos, ¿no crees que es momento de vender? —le dijo María, su esposa de 77 años.

—No, mujer, hemos aguantado pobreza desde hace 60 años. Aguantemos un poquito.

—Pero ¿qué vamos a disfrutar a esta edad, viejito?

—No, mujer, no es por disfrutar, es el respeto a la promesa hecha a un padre en su lecho de muerte.

Dos meses después, se apareció en persona el ingeniero Fuentes con unos documentos en la mano y un cheque que, después del logo, decía: “Páguese al Sr (a): Carlos… la cantidad de: Valor en letras: Dos millones de dólares; Valor en número: ($) 2 000 000.”

Don Carlos miró el papel que tenía la tercera parte de una hoja de tamaño carta por varios minutos y luego preguntó:

—Y, ¿qué es lo que dice allí?

—Ahí dice que se le pague a usted, don Carlos, dos millones de dólares por su finca. Aquí están los papeles para que firme.

 Don Carlos llamó a gritos a su hijo menor Concho.

—Concho, ¡vení!, ¡vení, Concho!

Concho salió asustado, con un machete calibre 28 en mano, listo para defender al anciano.

—¡Voy, Papito!

—¡Cálmate, muchacho, deja eso!

Concho tiró el machete a un lado.

—¿Qué sucede?

El gerente general le explicó a Concho que el precio había sido aceptado por la empresa, que en mano de don Carlos estaba el cheque por la cantidad solicitada, que lo único que debía hacer era firmar los documentos de venta de la propiedad.

Concho, que había cursado hasta segundo grado de primaria y sabía medio cancanear, leyó el protocolo que describía los linderos de la propiedad y el precio aceptado por dos millones de dólares. Miró a su padre con alegría y le dijo:

—¡Papito!, ¡papito!, ¿qué más va a hacer? Ahora es millonario, ¡millonario de verdad!

El anciano sonrió sin demostrar mucha alegría, firmó los papeles y guardó el cheque. Después que el ingeniero Fuentes se fue de la propiedad, con el apercibimiento de abandonarla en 72 horas después de firmado el protocolo, mandó a llamar, hasta Santo Domingo, a todos sus hijos y nietos.

Ya reunidos en la humilde choza, les dijo:

—Aprendan a los viejos. Toda la vida esperando. He honrado a mi padre y aquí la bendición de Dios. Después de 60 años, tengo qué ofrecerles a todos ustedes: desde hoy dejarán de trabajar en lo ajeno, para trabajar en lo propio porque, como me hizo prometerle mi difunto padre, que Dios tenga en su Santa Gloria, yo vendí mina.

Meses después, don Carlos se fue a la comarca El Mono a comprar 1500 manzanas con todo y el repasto que en ellas había, camioneta para cada uno de sus hijos, y sus casas en el pueblo.

—Ese viejito bandido que pasó ahí, es ahora uno de los más ricos del pueblo. ¡El millonario! —dice a carcajadas mi amigo Bayardo, mientras agarro una mandarina del tumulto de cítricos.

Don Bayardo Castilla continúa diciendo:

—Será tanta la suerte del amigo don Carlos, que dicen que en la comarca El Mono, donde compró la Hacienda, está otra mina de oro mejor o igual que la que vendió.

Mientras mi amigo pone fin a la historia, miro en la lejanía la piedra de Banadí como un trozo de meteorito ancestral…

Los cerros inexistentes al otro lado del pueblo y los camiones gigantes levantando polvo en la carretera adyacente.

Pienso en la suerte del anciano que no logré ver porque el vidrio polarizado iba alto…

Me monto en mi moto de buscador de historias en los cerros, llanos, quebradas, y en los recuerdos de la gente humilde que nacieron, viven y murieron cerca de los territorios de la mina La Esmeralda.

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