Mi Encuentro con El Ahijadero

By on noviembre 3, 2016

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Vivencias Ejemplares – Apuntes de un maestro rural

EL AHIJADERO Y ERÉNDIRA

Prólogo

Con un estilo sencillo y lleno de realidad, Juan Alberto Bermejo Suaste nos relata sus experiencias como maestro rural en dos pequeñas comunidades del estado de Zacatecas: “El Ahijadero y Eréndira”. A través de estas narraciones, matizadas de anécdotas, humorísticas algunas, y crueles otras, nos conduce hacia estos dos pequeños fragmentos de nuestra Patria; nos habla de su gente, sus costumbres, sus alegrías, carencias y sufrimientos.

Él prestó sus servicios en aquellos lugares hace ya casi cuarenta años; los personajes que nos presenta son gente común, y los escenarios en donde se desenvuelven son reales; pero en ocasiones parecen ser creaciones literarias increíbles, sobre todo cuando nos habla del dolor y de la resignación de algunas personas ante un destino que no pueden cambiar.

Más allá de sus funciones como maestro, realiza otras actividades que brotan de su espíritu inquieto y de su admirable afán de servir a los demás: es entrenador de un “equipo” escolar de volibol, monta un “diablo” de animal, aplica inyecciones…

En sus relatos se vislumbra una innata bondad, pero también se refleja su recio espíritu de luchador social, entregado a causas que brotan de su honestidad, de sus ideales y de sus profundas convicciones.

Los treinta y tres escritos que componen esta modesta obra en rústica por carencia de fondos, y porque nos preocupamos más por la esencia que por el oropel, fueron publicados en la desaparecida Revista Cultural y de Entretenimiento Voces y Letras, entre los años 2003 y 2004, y de los títulos de cada uno de estos escritos puede culparse al extinto Consejo de Redacción de la mencionada revista, del que mi amigo Juan Alberto fue fundador.

Nos complace recomendar esta sencilla publicación.

José Raúl May Gamboa

Mérida, Yucatán, 12 de diciembre de 2004

 

EL AHIJADERO

ÍNDICE

  1. Mi encuentro con el Ahijadero.
  2. El águila y el muerto… dos arroyos que “llegan”
  3. Mi carrera política: una vieja máquina de escribir.
  4. Un desigual partido de Volibol.
  5. Inyectar es un arte… pero, ¿y la dosis?
  6. Plaza sí… pero, panza también.
  7. Entre mulas y caciques te veas.
  8. Gratos recuerdos de juventud.
  9. La gente solicita ¡mis servicios médicos!
  10. Mi respeto hacia los demás.
  11. Soy famoso por mi aplicación… ¡de inyecciones!
  12. Muertos de miedo por un partido de volibol.
  13. Con ustedes… ¡El gran equipo del Ahijadero!
  14. Expectación: empate 14 a 14 y… ¡Mireles!
  15. ¡17! El tanto del triunfo.
  16. Filosofía campirana: “sin viejo no hay danza”.
  17. Fin de curso y…
  18. ¡Adiós al Ahijadero!

I

Mi Encuentro con El Ahijadero

El viejo camión bajaba por un angosto camino accidentado. En Mariana se vació casi por completo, pero la corrida terminaba en El Ahijadero, y Simón Zamarripa, un viejo tan “malarrazoniento” –de “malas razones”, o sea, groserías– como buena persona, nos tuvo que llevar hasta allá.

Serían alrededor de las 5 p.m. Desde el camión se veía la sombra de enormes moles de piedra que conformaban los cerros en la distancia no muy lejana. Me llamaban poderosamente la atención los remolinos de tierra que se paseaban culebreando por doquier.

Mi corazón latía un tanto agitado por la perspectiva incierta en un lugar tan diferente a todo lo conocido por mí.

El camión cruzó por el lecho seco de un arroyo que después supe se llama “del muerto”, y subió por una estrecha callejuela polvorienta, entre ladridos de perros flacos, hacia su paradero cercano. Para mí, el espectáculo de unos pobres burros, también flacos, que como enormes chapulines fracasados trataban de saltar y no podían por tener las patas delanteras “maniadas” –amarradas por una cuerda–, era algo insólito y me causaron pena hasta el último de mis días por aquellos lugares. Después supe que así no se alejarían mucho.

Los chiquillos, algunos señores y jóvenes acuclillados o sentados junto a las bardas, y las señoras desde el quicio de sus casas, observaban a los pocos que nos apeamos.

La pequeña población se halla al pie del impresionante cerro de “La Daga”, llamado así por su forma filosa y su aguda cima.

Todo era nuevo para mí. Todo me resultaba excitante y deprimente. Días atrás, cuando en la ciudad de Fresnillo caminaba por las calles, había visto entre otros mendigos a no pocos hombres jóvenes altos y flacos, con chamarras raídas, algunas de cuero, con la barba crecida y enormes sombreros, hombres generalmente bien plantados que extendían sus rudas manos de campesino y me decían:  –“Oye, chaparrito, ayúdame para una tortilla, por favor.” Por cierto, no les ayudaba porque yo tampoco tenía.

Luego, en el pueblito, las paupérrimas casitas de adobe, material que tampoco conocía, los preciosos niños de ojos grandes, huarachitos semirrotos o rotos “diatiro”, como sus sombreritos, me estrujaban el corazón.

Les pregunté por la casa del maestro y uno me contestó: –“No, señor. Aquí no hay. El maestro vive en Mariana.”

Pregunté por la Autoridad, y el comisario me llevó a una casita de 5 por 3 metros aproximadamente. No tenía llave. Suponía que el maestro, otro yucateco, la tenía.

Con un alambre me fabriqué una ganzúa y logramos entrar. Ya el sol declinaba, así que adentro todo estaba oscuro.

La casa estaba vacía… Miento, estaba llena de polvo de años, y era aterrador ver a grandes ciempiés culebreando para ponerse a salvo cuando la luz de un “aparato” –quinqué– iluminó la estancia. Una escoba hizo espacio en el centro sobre el viejísimo piso de cemento –era de cemento porque era la casa del maestro, que las otras casas tenían piso de tierra–, para tender una manta y pasar la noche.

Me moría de hambre y sed. En eso se asomó una señora –le calculo unos 50 años– quien se presentó como María Martínez. Muy humilde, pero con aplomo, aunque un tanto apenada, me dijo, palabras más palabras menos: “Ha de perdonar, señor, pero me dije que apenas llegando ha de tener hambre y pos aquí le traigo unos pocos frijolitos. Yo sé que allá en su tierra solo se come carne de tortuga, según me informó su hermanito,” – supuso al verme que era hermano del maestro anterior, quien tenía bastante parecido físico conmigo– “pero aquí pos es lo único que tenemos.”

“Señora”, le contesté, “en toda mi vida no he conocido siquiera la carne de tortuga, y en cambio los frijoles han sido siempre nuestra comida. Yo le estoy enormemente agradecido.”

¡Y vaya si lo estaba!

MTRO. JUAN ALBERTO BERMEJO SUASTE

[Continuará la próxima semana…]

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