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La sonrisa del Coco

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Letras

Alfonso Díaz de la Cruz

Se trataba del Coco y, como tal, no necesitaba presentación. Fue por ello que iniciamos la charla sin presentaciones triviales que sólo nos alejarían del punto central de la plática. Tampoco es que le preguntemos el nombre a todos aquellos con quienes entablamos conversaciones sobre el clima, o lo mal que va la economía, la inseguridad o el desempleo cuando estamos en la fila de una dependencia gubernamental o bancaria para hacer más llevadera la espera.

No intercambiamos nombres, pero yo sabía que se trataba del noctámbulo «Coco»; él sabía que yo era conocedor de su identidad. Se le veía preocupado y cabizbajo. Su rostro proyectaba una gran nostalgia e incertidumbre que trataba de ocultar con una sonrisa por demás falsa pero, eso sí, cargada de una sincera amabilidad.

De los temas previamente mencionados, le preocupaba la precariedad laboral. Con los avances tecnológicos y la amplia adaptación a los dispositivos electrónicos ─que con velocidad inusitada arrojaban una nueva actualización que dejaba obsoletas a las versiones presentadas apenas unos meses atrás─ que tanto adultos como niños iban teniendo, su rol como estímulo para dormir y, por tanto, los llamados para visitar los domicilios de los niños insomnes eran cada vez menos frecuente. Los padres ya no hacían uso de sus servicios y, si por alguna razón lo hacían, los niños ya no se espantaban con la amenaza de su presencia o, peor, se burlaban de él.

Con la pandemia, la cosa no había sino empeorado. Algo terrible y preocupante para alguien que basaba su subsistencia en el miedo que pudiera provocar en los demás.

─La gente ya no se asusta con nada. Si ni la realidad lo hace, ¿cómo puede uno esperar que lo hagan con un servidor, producto del imaginario colectivo?, ¿cómo, dígame usted, podría yo dar más miedo que la recesión económica, el covid o el cambio climático? ─me dijo con una angustia y desesperación que evidenciaban a alguien que estaba perdiendo la poca esperanza que le quedaba y que estaba a poco de renunciar a ella─. Desde hace dos años que no asusto a nadie.

Habiendo terminado de realizar mis trámites y siendo él el siguiente en la fila, movido por compasión o empatía le pregunté finalmente su nombre.

Mirándome extrañado, como si realmente yo no supiera de quién se trataba, lleno de dignidad me contestó orgullosamente: «El Coco», tras lo cual me eché a correr como alma que lleva el diablo, profiriendo gritos de espanto que me granjearon una mirada inquisidora de todos los presentes en la oficina burocrática en la que nos encontrábamos, para luego dirigirla él, que se aproximaba a la ventanilla, irguiéndose orgulloso por haber sido reconocido y por haber logrado esa estampida de mi parte.

Al salir, habiendo recobrado mi compostura, me asomé por uno de los ventanales de la oficina y pude ver al Coco en la ventanilla de atención realizando sus trámites. Él también sabía que todo había sido fingido, pero ni él ni yo pensábamos decir nada; finalmente había asustado a alguien y su sonrisa ahora era sincera y llena de gratitud y suficiencia.

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