La Brecha

By on enero 26, 2017

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La Brecha

–“No voy a hacer uso de mi autoridad paterna. Quiero hablar contigo como lo que soy, tu mejor amigo.”

El muchacho sonrió socarronamente, contestando.

–“¿Crees que nos entenderemos?”

–“Cuando dos personas decentes hablan, siempre hay una manera de entenderse, independientemente de las diferencias de edad y de costumbres. En esa casa solamente se te han dado buenos ejemplos, y eso de la llamada brecha entre generaciones no pasa de ser, según pienso, más que un mito inventado por gente desocupada, si es que no mal intencionada. Así es que escucha con atención, sin replicarme, y verás que al final me darás la razón, ¿conforme?”

–“Conforme.”

–“Voy a comenzar con tu aspecto personal. Esa melena, esa camisa de colorines, esos pantalones estrambóticos, esas sandalias. ¿No crees que modificando tu facha pudieras presentar mejor apariencia?”

El muchacho no habló.

Cerró los ojos y recordó figuras entrevistas en añejos grabados, fotografías y películas de época. Repasó de la túnica romana al pantalón marinero de ancha campana, las golas almidonadas, flotantes, chilabas, medias de seda, puños de encaje, americanas entalladas, brocados y pedrería, pieles de gato y de armiño, togas y armaduras, mitones y crinolinas, taparrabos, chaqués, levitas, corpiños, casacas, enaguas, hábitos, sotanas, miriñaques, esclavinas, delantales, libreas, mantos, uniformes, chales, estolas, peplos y sobretodos; los chatos zapatos de gruesa suela y los botines de charol de afilada punta, la martirizante “flor de loto” de los chinos y las polainas del pedante, la abarca española, el coturno romano, guaraches, zuecos, almadreñas, cáligas, babuchas, borceguíes y alpargatas; la cabellera de Jesús y sus apóstoles, la coleta asiática, la tonsura frailuna, el corte prusiano, rizos, cerquillos, melenas, trenzas, chongos, pelucas, copetes y flecos; el gorro frigio y el fez turco, las coronas y los turbantes, los penachos de plumas y las chisteras, yelmos y solideos, bacinetes, tocas, flexibles, cordobeses, monteras, hongos, bonetes, capuchas, chambergos, quepis, morriones, cofias, tricornios y pajillas.

Inclinó la cabeza y no dijo nada.

–“Dime, ¿será posible que hallen placer dando brincos y contorsionándose como locos al compás de ruidos que mal pueden calificarse como música?”

El muchacho inclinó aún más la cabeza.

Pensó en nuestros primitivos antepasados saltando en torno de la pieza recién cazada con el fondo bronco del viento y del trueno; en los pieles rojas girando alrededor del poste donde la víctima espera su pronta inmolación y en sus guturales alaridos; en las gimnásticas danzas rusas; el lascivo desplazamiento del tango argentino; las suaves cadencias del minué y las ceremoniosas de cuadrillas y lanceros; en la alegría de la polka; en las sagradas danzas mayas; en el movimiento de manos de las danzarinas balinesas; en las contorsiones del charlestón; en valses zambras, mazurkas, fados, tarantelas, danzones, zarabandas, cotillones, gigas y jaranas.

Y no dijo nada.

–“¿Qué época es esta en la que no se respeta a los mayores, a la sociedad, a la religión?”

El muchacho tomó asiento y así pudo inclinar más la cabeza, situándola casi al nivel de las rodillas.

Pensó en los hombres, las mujeres y los niños que día con día son masacrados en comerciales guerras disfrazadas de intervenciones liberadoras; en la diaria propaganda que hace aparecer lo malo como bueno, la mentira como verdad; en sacerdotes –de todos los credos– agiotistas y libidinosos; en gobiernos democráticos que ahogan en sangre las ansias de libertad de sus pueblos; en sociedades altamente evolucionadas que nulifican y trucidan a sus minorías disidentes; en maestros ignorantes que no tienen para enseñar más de lo que dicen los autores de su propia vertiente ideológica; en la maravillosa hazaña de haber colocado un ser humano en la luna, en tanto que millones mueren de hambre, de frío y de enfermedad.

Y no dijo nada.

–“Y en lo que corresponde a la conducta sexual de ustedes, ¿quieres decirme a qué regla moral se atienen?”

La cabeza del muchacho alcanzaba ya la altura de los tobillos.

Pensó en tantos matrimonios, amigos de sus padres, en los que el adulterio era una forma más de convivencia social; en las carreras políticas fraguadas por el calor de los favores de una mujer; en los orgullosos bastardos de los reyes, en los serrallos árabes, en las belicosas estirpes provenientes de la lascivia de Papas y Cardenales, en el casto adulterio de las mujeres esquimales, en las desviaciones psicológicas del Marqués de Sade, en el Rey Salomón y la reina de Saba, en las hijas de Noé, en Sodoma y Gomorra, en Safo y la Isla de Lesbos, en Nerón, María Antonieta, Casanova, Julio César, la Güera Rodríguez, Enrique VIII, Mesalina, Oscar Wilde, Lucrecia Borgia, Sócrates, Catalina, María Luisa, Tilden, Josefina, Byron, Bocaccio, Cleopatra y Sardanápalo, en Adán y Eva y en Caín y Abel…

Y no dijo nada.

Su cabeza descansaba ya en el suelo.

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Luis H. Hoyos Villanueva

Continuará la próxima semana…

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