Letras
XXV
Mi trabajo es como cualquier otro. Mucho tiempo estuve buscando empleo, algo que hacer, pero nada; en este país una mujer mayor de los treinta no puede encontrar fácilmente un trabajo más o menos. Además, por ahí hay varias que dicen que soy buena para hacer el amor y, viéndolo bien, creo que sí. Como me dijo una vez mi amiga Ana: “De una vez, Isabel, si con andar de puta de vieja en vieja no ganas nada, mejor gánale aunque sea tantito, ya de perdida para pagar la renta”.
No fue difícil convencerme y puse un anuncio en el periódico, algo discreto; ahora que ya tengo mi clientela, no tengo necesidad. Digamos que es publicidad de boca en boca.
Primero me preparé psicológicamente para el trabajo, dándome terapia para que no se me fuera a atravesar una de la que me enamorara y se acabara el negocio. Después averigüé todo lo necesario para poner uno de esos números especiales donde con mi voz –la más sensual, claro– daba la bienvenida, advirtiendo que era una línea exclusivamente para mujeres mayores de edad. Así, al hablar con la clienta le pedía su color favorito y un escenario que pudiera agradarle.
Por cuestiones de seguridad, ya saben, contraté a una prima que el día señalado se presentaba en el domicilio con cualquier pretexto para ver si el lugar era seguro. Ella me acompañaba a todas mis citas y me esperaba afuera, por si acaso la necesitaba.
Ahora ya no hago lo mismo, por supuesto, pues soy una profesional y sólo le trabajo a mis clientas y a sus recomendadas, además de otras que se enteran y me contactan por celular, aunque no les digo que todas las conversaciones las grabo por temor a que me suceda algo. Me doy el lujo de rechazar a quien no me parezca confiable, y cómo no, si es un trabajo en el que se corren riesgos. ¿Se imaginan? Se pueden encontrar a una mujer sadomasoquista –que me han tocado y de las que por fortuna he logrado escaparme–. El problema no es que no me guste, por el contrario, le da cierta emoción al acto y eso me excita, pero hay unas que quieren ver correr sangre o meados, y eso sí no me gusta
En un principio pensé que iba a batallar y, bueno, pasaron algunos días y nada de llamadas, hasta que recibí la primera. Creo que yo estaba más preocupada que mi clienta, una cincuentona que pasaba sus tardes aburridas después de que sus hijos la habían dejado para irse a vivir en otra ciudad donde entraron a la Universidad. Según yo, llegaría como toda una profesional y me iría directamente al grano, le haría el amor como nunca se lo hicieron, y con mi dinero en la mano saldría satisfecha del trabajo, pero no fue así.
Llegué un poco nerviosa y cuando toqué la puerta ella parecía sorprendida de verme, era la primera vez que hacía algo así. Entré y me invitó a tomar algo, eso sirvió para romper el hielo. Ella era una mujer que vivía de la pensión del ex marido y tenía su casa impecable. Yo no checaba totalmente en esa casa, tenía hasta un poco de pena de quitarme el saco donde ocultaba un negligé azabache que contrastaba con la blancura de mis senos. La plática se prolongó y, a pesar de lo que había pensado sobre no hacer relaciones personales con las clientas, ella me cayó bien desde un principio, así que esa tarde me retiré de su casa como una amiga. Evidentemente, no le cobré y sería hasta después de varias veces de verla que pude intimar con ella, curiosamente, no como mi clienta sino como una mujer especial.
Después de ese primer fracaso comercial, pensé que me estaba fallando algo, tenía que saber más de mis clientas para poder cumplir sus fantasías, tenía que adivinar qué era lo que querían, para poder prepararme y llegar como ellas esperaban que lo hiciera.
Es como se me ocurrió lo del cuestionario, además de que me servía para asegurarme del lugar a donde iba. Así, a partir de la siguiente llamada, mandaba a mi prima a hacerles preguntas sobre sus gustos, sus deseos.
La segunda clienta, o mejor dicho la primera a la que le cobré, era para mi sorpresa una mujer joven –como muchas otras a las que traté después– que no sabía exactamente cómo salir del clóset, pero que tenía curiosidad de saber qué se sentía y si eso podría hacer que se decidiera o no a dar el gran paso. Definitivamente, era una soñadora, concluimos mi prima y yo. Entonces llegué vestida con un traje ceñido, sensual, pues ya sabía a lo que iba. Mujeres como ella había conocido muchas y siempre había alguna indecisa que era necesario llevar por el buen camino. No fue difícil seducirla, era una chica hermosa, y después de hacerlo no siguió titubeando.
Sin duda alguna, después de esa ocasión fue mucho más fácil hacerlo. Lo convertí en un arte, en una entrega completa para satisfacción de mis clientas y, claro que sí, para mi propia satisfacción, porque a mí todas me gustan y me seguirán gustando, como dice Ana.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…