Este Mar No Tiene Noche (I) – Extraña Fuga

By on septiembre 23, 2016

EsteMar_1

Extraña Fuga

Las pisadas empecé a oírlas primero con susto, y después con resignación. Cada vez más cerca, con una breve periodicidad inquebrantable, como si se tratara de un reloj infalible que anunciara sus segundos con campanas de tristeza. Cerré los ojos lo más fuerte que pude cuando lo tenía muy próximo. Venía a reclamar mi entraña, a decirme que sin él yo viviría incompleto.

Gabriel caminaba lentamente, cansado, como si por miles de años hubiese llevado en sus espaldas una gigantesca piedra que lo hubiera sumido en un pantano de indiferencia.

Las oraciones poblaron el ambiente. Solo los niños tenían ánimo de jugar y corretearse.

Cuando entré a la farmacia, las personas que ahí estaban me saludaron fríamente como para cumplir un requisito, y sus miradas curiosas las sentí por todos lados. Tuve la impresión que ningún centímetro de mi carne había escapado a ellas.

Me sabía inocente, completamente inocente. Jamás había hecho mal a nadie, ni me atrevería a hacerlo, y sin embargo ahí estaba siendo juzgado por algo que nunca imaginé y mucho menos pude haber realizado. Pero tenía que pensar, pensar mucho para tratar de buscar una solución a todo aquello.

La idea de que pudiera volver a suceder, para que de nuevo fuese tratado como cobarde, irresponsable, etc., me preocupaba todavía más. Pero ni yo mismo podría comprender, ni adivinar, si volvería. Fue tan de repente, tan brusco e inesperado, tan difícil de entender, que me resultaba casi imposible ordenar mis pensamientos ante todo esto.

Cada gota que caía en el charco formaba tenues circunferencias que morían al ser adultas en los bordes de lodo. Por mi frente, sudor y lluvia escurrieron. Pero el agua era pequeña para borrar la huella de las risas, de los abrazos, de toda esa geometría social con vértices en blanco y negro.

Apagué todas las luces, solo una vela amiga alumbró. Sentí deseos de estar al centro de la flama, quieto, viendo el mundo vestido de amarillo y rojo, sin que nadie pudiera imaginarse que estaba yo ahí.

Pero no vale la pena esconderse detrás de nada, ni de nadie. La vela se apaga tarde o temprano, y al morir la flama volvemos a quedar al descubierto.

Jamás pretendí huir de toda esta situación caprichosa, prueba de ello es que siempre conservé la receta de mi amigo el Dr. Klaus, tan clara y elocuente que bien serviría como prueba en caso dado.

Temprano fui a ver a la Señora Ana. Estaba con su inseparable gato, viendo que éste tomara su leche. Nuestra plática fue muy breve, ya que sentí a la dama más insípida que nunca, y supuse que el trabajo sería de lo más aburrido y difícil, no solo por el desorden en que se encontraba la biblioteca, sino porque ella no me dejaría trabajar con tranquilidad, siempre platicándome cosas sin el más mínimo interés. Lo que le importaba no era definitivamente la biblioteca en sí, sino el recuerdo de su esposo. Los libros que estaban ahí eran muy valiosos y su dueña, por supuesto, lo ignoraba.

La primera noche tomé un analgésico corriente, y con eso bastó. Pero a medida que el tiempo pasaba, éste se convertía en mi peor enemigo. Afortunadamente regulé mis dolores con dos pastillas, tres veces por semana, y me sentí más tranquilo y de excelente humor.

Lo que pensé constituía el problema, no lo fue. En efecto, una noche leía algunos poemas, cuando descubrí en mi frente una herida. Fui al espejo y constaté aquello. Era más bien un rasguño con una pequeña gota de sangre coagulada. Con agua y jabón limpié la pequeña herida y dejé de leer.

No pudo haberse ido tan rápidamente. Me hubiera dado perfecta cuenta, además. Me encerré en el baño y en realidad no me quedó ninguna duda que otra vez había partido con el mismo misterio que la vez anterior. Esas idas y venidas se hicieron más frecuentes, tanto que en varias ocasiones acabé por diferenciar cuando estaba y cuando no. Terminé por acostumbrarme a esa situación.

Gabriel me recomendó un siquiatra, pero lo que necesité a los dos meses de haber recibido aquella sugerencia, fue un cirujano que me operara de apendicitis. Estuve a punto de morir de peritonitis por el mal estado en que estaba mi apéndice. Afortunadamente me salvé. Esto sí me deprimió mucho y fue cuando empecé a preocuparme de verdad.

Ahora todas las noches, como Gabriel ha venido a vivir conmigo y duerme en mi misma habitación, con el pretexto de salir a caminar por las noches, salgo con un alfiler en la mano y me clavo el alfiler hasta hacerme sangrar, es la única forma de saber si estoy solo, o si todavía conserva mi cuerpo completas sus facultades.

EsteMar1_1José Luis Llovera

[Continuará la semana próxima…]

2 Comments

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.