Entre Mulas y Caciques Te Veas

By on diciembre 15, 2016

Vivenciasvii_1

Vivencias Ejemplares. Apuntes de un maestro rural.

Entre Mulas y Caciques Te Veas

Querido Raúl,

Es mi propósito platicarles acerca de las luchas reivindicativas de los maestros en contra del cacique Lozano Ceniceros, pero no quiero alejarme de algunas situaciones que recuerdo con placer, aunque en el momento no los haya sentido muy así.

Como ejemplo de ello, te contaré que un día mi compadre Hilario me invitó a ir con él y con sus hijos por unas mulas que tenía en el cerro. Él ya sabía que yo aceptaría encantado.

Muy temprano en la mañana de un domingo salimos a caballo, naturalmente.

Pasamos por El Tecolotillo y, entre largas nopaleras, mezquites y huizaches, íbamos ascendiendo. Mi excitación también crecía mientras formaba parte de aquella fiesta de colores, formas, perfumes del bosque y el paso épico de los caballos.

Me sentía feliz y seguro entre aquellos gigantes -mi compadre y sus dos hijos eran muy altos, esbeltos y fuertes-, magníficos jinetes, como todos en el campo zacatecano.

Llegamos a donde el bosque se hacía más denso con apretadas pináceas, y que era sólo roto por salientes rocosas. En determinado momento, nos detuvimos en un espacio despejado y uno de los muchachos dijo: “Por aquí han de estar. Por aquí las vi la última vez.” Avanzamos algo todavía, cuando el otro agregó: “Ahí están.”

A unos 25 metros, dos enormes mulas – ¿o serían mulos? – negras y magníficamente plantadas miraban con apremio hacia nosotros. Las bocinas de sus orejas también apuntaban alarmadas hacia donde estábamos.

Mi compadre me dijo: “Usted nos espera por aquí, profe” y arrancaron en estampida… y yo con ellos.

Me colgaba de las riendas para detener a mi caballo, pero maldito el caso que me hacía.

En la loca carrera, los cascos hacían retemblar la tierra, acortando la distancia entre las mulas y nosotros, pero aquellos gigantescos animales corrían también a gran velocidad, con todo y que estaban amarrados el uno con el otro. Saltaban fácilmente entre las peñas, y nosotros con ellos. En los pasajes estrechos entre las paredes rocosas y los despeñaderos, me parecía que nos desbarrancaríamos, o que nos estrellaríamos contra las piedras. Los arbustos eran hollados por las patas de acero de aquellas bestias.

Yo apretaba las piernas al caballo al máximo para no caer, pues un quiebre violento podía expulsarme de la montura y hacerme papilla contra los riscos.

En la loca carrera de vértigo, veía a mis amigos controlar sus caballos con casi solo las piernas. Con una destreza digna de la mejor película de acción, agitaban las reatas sobre sus cabezas, listas para enlazar a aquellos endemoniados brutos que corrían entre las rocas, como se desliza un buen patinador sobre el hielo.

No puedo calcular cuánto tardó esa persecución demencial cuando, al fin, un lazo cortó el aire, circundando los cuellos de las bestias, y tras él se ciñeron apretadamente otros dos, dando fin a la caza.

Bañados de sudor, animales y jinetes, con las nerviosas mulas temblorosas y ariscas flanqueadas por todos lados, fuimos conscientes del riesgo enorme en el que me había visto.

Al fin, en un breve y necesario reposo, mi compadre dijo, con evidente reprobación: “Le dije que nos esperara aquí, compadre…”

Yo contesté verdaderamente apenado: “Pero, no pude controlar al caballo. No obedeció la rienda…”

“Sí,” dijo pensativo, y emprendimos el regreso, siempre en silencio.

Anochecía cuando llegamos al rancho.

Mientras metían a los animales al corral, me despedí. Al bajar del caballo, lo que hice muy trabajosamente porque ya me había enfriado, me encontré con que no podía caminar.

Disimulé hasta donde pude -afortunadamente había anochecido-, y al llegar a mi casita me desplomé en la banca. No podía ni con mi alma.

Haciendo un esfuerzo, me fui a dar un baño con agua caliente.

Al desnudarme, vi que mis pobres piernas, que me ardían terriblemente, estaban libres de vellos en la parte interior; mi piel, antes morena, era rosada y tenía puntitos de sangre. Y hacia afuera, mis pantalones habían sido rotos por unos arbustos leñosos llamados chaparros -de ahí el nombre de chaparreras de la cubierta de piel en los pantalones de los jinetes – lo que me había dejado dolorosas raspaduras.

Dormí como un tronco esa noche, aunque en mi cerebro aun bullían intensamente los acontecimientos vividos momentos antes.

Al otro día, cansado y adolorido a más no poder, tuve que hacer esfuerzos heroicos para ir al trabajo.

Ignoro los días que pasaron sin que pudiera caminar bien otra vez y todavía tiempo después, cuando en casa de mi compadre Hilario comentábamos aquel episodio entre risas por la mofa que yo hacía de mí mismo, mi compadre sonreía, pero movía la cabeza con preocupación.

Ahí comprendí que ser jinete no es sólo encaramarse sobre un caballo como yo hacía.

Continuará la próxima semana…

MTRO. JUAN ALBERTO BERMEJO SUASTE

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.