Dos siglos de dramaturgia regional en Yucatán – XLIV

By on julio 15, 2022

Teatro Yucateco

XLV

 

Leopoldo Peniche Vallado

 

 

Cecilio El Magno

Exégesis dramática de episodios culminantes de la vida del caudillo máximo de la rebelión indígena de Yucatán, 1847 – 1849

 

 

PRÓLOGO

 

No intento en esta obra traer al teatro la vida azarosa, intensa y extraña del caudillo máximo de la rebelión indígena que sacudió a Yucatán a partir del año trágico de 1847, y estuvo a punto de borrarlo definitivamente del mapa de los pueblos de América.

Aunque la empresa me ha tentado de antiguo, la conciencia de mi escasa capacidad para realizarla me ha conducido a moderar mi ambición, conformándome con pergeñar esta exégesis dramática basada en algunos episodios culminantes de la vida tan discutida del implacable Cecilio Chí.

Cuando los imperativos dramáticos de la anécdota en desarrollo lo han exigido, he alterado los hechos, modificando el orden y la ubicación históricos de los mismos, y aun incurrido en anacronismos; he puesto en boca de unos personajes palabras dichas, según la narración histórica, por otros, y hasta he añadido sucesos y nombres propios imaginados, así como situaciones de absoluta ficción. Con parejo respeto he seguido la línea puramente histórica señalada por los autores clásicos yucatecos –Ancona, Baqueiro y Molina– y la línea legendaria representada especialmente por dos obras de desigual valor literario como son “La Conjura de Xinúm” (o Xihún?) de Ermilo Abreu-Gómez y “Cecilio Chi” del Gral. Severo del Castillo, vigorosa la primera cuanto endeble la segunda. De todos he tomado algo: una frase, un parlamento, una situación dramática, una descripción y hasta una orientación ideológica a veces, para dar expresiones características a mi trabajo,

Todas estas supuestas o reales heterodoxias se explican cuando se tiene en cuenta que mi propósito no es escribir historia, sino sencillamente dar relieve dramático a una personalidad y a una actitud que, siendo históricas, acusan perfiles épicos fuertemente legendarios. Sin embargo, considero indispensable rodear de mayor claridad la exposición de mis objetivos dramáticos, para hacerlos suficientemente comprensibles. Esto es lo que procuraré en los párrafos que siguen.

Andrés Henestrosa, escritor de medularidad ancha y acuciosa, produjo alguna vez este juicio sobre el “Cocóm” de Abreu-Gómez: “Cocóm” no es sólo el relato, la verdad histórica del Auto de Maní, sino una manera de verdad que la historia no busca, y si buscara, no alcanzaría: es una verdad virtual, posible. Por eso no se extrañe que los nombres de los protagonistas no sean exactos siempre. Si uno es verdadero, los demás pudieron serlo”.

Aplíquese el concepto de Henestrosa a mi “Cecilio el Magno”. Interpreto en esta obra hechos históricos, y en veces quizá los deformo o los falseo, pero no por afán de deformar o falsear la verdad real, sino en busca de una verdad virtual o posible que dé trascendencia ética y fuentes históricas informativas de la personalidad de Cecilio Chí, en su mayoría –quizá fuera más exacto decir que en su totalidad–bosquejan a un ente sanguinario típico, criminal nato, alérgico a sentimientos humanos superiores como la generosidad y la fraternidad, y nada proclive siquiera a aquellas reacciones espirituales que llamaremos instintivas o primarias, como pudiera ser cierta inclinación a la más elemental justicia que da a los impulsos vengativos del hombre un fuerte matiz de nobleza de alma y de altura de propósitos. Se le pinta con los colores más negros de la pasión destructiva; es el hombre primitivo que mata por el placer de matar, y da rienda suelta a su odio, un odio salvaje hacia los seres tenidos como superiores, que se manifiesta en la efusión de sangre llevada a sus máximas manifestaciones dentro de las nociones belicistas característicamente barbáricas.

Sin embargo, del contexto histórico de sus acciones, es lícito deducir facetas positivas de su asendereada personalidad, y hasta un aliento heroico insuflado en tales acciones cuando aparecen canalizadas a la altruista finalidad de reivindicar a la raza de explotados, en lucha permanente contra situaciones tradicionales de injusticia oprobiosa, de discriminación, deducciones que en nada contrarían los cauces admitidos de la verdad histórica fundamental.

Hoy, pues, a través de las exteriorizaciones salvajes de este odio ancestral que se convierte en motor de los actos del caudillo maya, con su investidura de capitán de una raza escarnecida, una esencia de amor y de sacrificio que es la que he intentado poner al descubierto en esta exégesis histórica condicionada por el molde dramático; una exégesis que lejos de pretender desvirtuar las calidades convencionalmente negativas y execrables del personaje, encuentra en ellas una función positiva, posible siempre que no nos aferremos por inercia a desestimar la realidad.

Que Cecilio Chi centralizó en su figura magnética la adhesión y las simpatías de la gran masa maya es una verdad que no contradice la historia más rigurosa. Y cuando un hombre como él, cuando un conductor de multitudes ha llegado a ejercer su facultad natural de dominio en el grado máximo de exhaustividad que la historia misma reconoce en el caso de Cecilio Chi, es porque nos hallamos indudablemente frente a una entidad humana de excepción. Lo fueron Atila, Alejandro, Jesucristo, Gandhi, Hitler, no obstante la diversidad de impulsos que rigieron sus actividades respectivas como conductores de masas, y lo disímbolo de las metas cívicas que cada uno de ellos persiguió. Mientras unos fueron genios del bien, otros fueron genios del mal. Pero genios siempre, es decir, hombres excepcionales. Ahora bien ¿qué categoría asignarle a Cecilio Chi? Muchas razones nos inclinan a encasillarlo en la primera, aunque parezca paradójico a muchos juzgadores superficiales. He aquí algunas de ellas:

1ª Pese a todos sus desbordamientos de crueldad –que en realidad de verdad no rebasaron los que la propia e imparcial historia atribuye a los seráficos jefes blancos Ongay, Trujeque, Reyes, Beytia y demás– la lógica de las reacciones humanas adminiculada con la incontrovertible de los antecedentes ancestrales, nos conduce a deducir que las actitudes violentas del líder maya obedecieron a un propósito altruista de defensa proyectado, no contra hombres de determinada pigmentación epidérmica, sino contra una magia de explotadores del trabajo ajeno; contra una sociedad injusta que usaba la fuerza de su civilización para sojuzgar y esclavizar a quienes habían tenido la mala fortuna de no poseer la tersura de piel con que Dios había querido privilegiar a aquellos. Desde luego, puede afirmarse que su amor por sus hermanos mayas no se fincaba en el localista espíritu filantrópico lascasiano, capaz de sustituir sin remordimiento al esclavo indio por el esclavo negro, desentendido de la necesidad de luchar por transformar el orden social que permitía la esclavitud, como si la injusticia cometida con unos seres dejara de serlo tratándose de otros. Chi no aceptaba la injusticia para nadie, por eso rechazó siempre en lo íntimo de su conciencia de combatiente, las componendas que tendían a liberar con exclusividad a los mayas de los males derivados de la mala organización de la sociedad, y fundaba su tarea militar en el exterminio total de los causantes de esa organización defectuosa, a efecto de posibilitar la transformación de la misma.

2ª Que no se rebeló por instinto criminal puro, por el inhumano placer de matar por espíritu ciego de venganza y destrucción, nos lo demuestra el hecho de que la tónica sanguinaria de la guerra no la dieron sus huestes, sino que éstas se limitaron a adoptar la que sus enemigos blancos les señalaron. Hay que creer al historiador Baqueiro que, como hombre blanco, amigo y naturalmente solidario de la política de los suyos, representa un testimonio plenamente idóneo cuando, como en este caso, condena honradamente esa política. Baqueiro declara: “Ah, convengamos, aunque para ello nos salgan los colores a la cara, que mucho hizo el Estado contra la raza indígena, precipitando de este modo los acontecimientos que vinieron a envolver al país, el primer acto de inmoralidad no fue cometido por los indios, sino por un oficial de las tropas que salieron de Tihosuco para ir a prender a Cecilio Chi; el primer incendio tampoco lo hicieron ellos, sino el capitán Ongay que, sin prever sus consecuencias, mandó a reducir a cenizas a Tepich”.

3ª Aunque Chi representó, en la dirección dada a la guerra social por los indígenas, la línea dura, frente a Jacinto Pat que postulaba la línea benévola, es inconcuso que el de Tepich alcanzó mayor ascendiente entre los insurrectos, hecho que revela que si éstos tenían frente a sí dos líneas igualmente válidas y se pronunciaron por una de ellas, resulta evidente la mayor operancia de ésta en el sentir mayoritario. La poca resistencia que opuso Pat a acatar la decisión jerárquica de Cecilio, en el sentido de anular los tratados de Tzucacab, es la mejor evidencia de la supremacía de que gozaba la opinión de Chí en la voluntad de las masas insurrectas y de que Pat, a pesar de haberse arriesgado a firmar aquel convenio sin el consentimiento de su superior, no las tuvo todas consigo. No es el caso moderno de Adolfo Hitler que, habiendo aplicado todo su poder y su extraordinario magnetismo personal para ahogar en sangre toda tendencia contraria a la suya, impidió a sus hordas la libertad de elegir. No había más jefe que él ni más línea que la suya. Mientras el teutón, genio del mal, impuso y acaudilló causa notoriamente injusta, el maya, genio del bien, interpretó las aspiraciones legítimas y humanas de su pueblo empeñado en una lucha justiciera y las sirvió con magnanimidad. Sólo la muerte inesperada –una muerte oscura, indigna de un héroe como él– fue capaz de truncar su carrera de victorias, una carrera que cuando el líder fue asesinado se hallaba en descenso por causas derivadas del desequilibrio de las fuerzas en combate y no de su temple guerrero siempre pujante y en la plenitud de su vigor y al truncarla, acabó con la última oportunidad que tuvo el pueblo maya para conquistar su auténtica libertad. Bastan, a mi entender, estas razones, para justificar la calidad francamente heroica con que es apreciada la figura de Cecilio Chi a lo largo de estas escenas de catarsis, cuyo trasfondo histórico está caracterizado por la exposición de verdades esenciales, pero no absolutas.

No faltarán censores exigentes que adviertan en la composición de esta obra la absorción inmoderada del vuelo dramático por la tesis. Quizá no carezcan de fundamento. Declaro honradamente que cuando, en la secuela compositiva, tuve que sortear los naturales conflictos entre tesis y valor dramáticos puro, siempre opté por sacrificar a éste con tal de no vulnerar la ética rigurosa de aquélla. No sé si seguí un procedimiento ortodoxo; pero lo adopté haciendo uso del derecho inalienable de optar.

Por otra parte, la diversidad de opiniones críticas está en razón directa con la diversidad de gusto artístico y de sensibilidad de los juzgadores. Unos, muy legítimamente, preferirán la expresión estética libre de contaminaciones de tipo social o político, mientras otros, con no menos legítimo derecho, se inclinarán por el arte con mensaje. A éstos me dirijo, lo que no me autoriza, desde luego, a supeditar servilmente al mensaje la finalidad artística, al extremo de olvidar la concomitante preocupación por la calidad.

Nada de lo dicho debe interpretarse como prurito de “curarse en salud del autor que se anticipa a explicar y a justificar la carencia de valores dramáticos netos en una obra del género, presentando esta carencia como un acto deliberado. Mentiría si dijera que intenté escribir un drama en el que predominara “la tesis por la tesis”. No lo intenté, naturalmente: pretendí equilibrar la tesis con una función artística inseparable de toda obra de esta índole, y otra cosa es que, pretendiéndolo, no lo hubiera conseguido.

Una advertencia para terminar: los nombres de lugares, los de personas, y las fechas de los acontecimientos de que se hace mención en el curso de la obra, están tomados de los libros de historia, excepción hecha de algunos personajes circunstanciales y del nombre de la compañera de Cecilio Chí, que es supuesto, por no aparecer registrado en ninguno de los textos históricos consultados. Si no consideré necesario formular en cada caso explicaciones extra texto teatral sobre las poblaciones, gentes y datos cronológicos aludidos, es porque estimo que todos ellos son familiares para el espectador o el lector conocedores de la historia de Yucatán, y que la información de los mismos nada agregará al profano en el conocimiento de ésta, para la comprensión e interpretación de los hechos dramáticos de entraña universal que componen la trama y conforman la tesis.

Fernando Muñoz Castillo

Continuará la próxima semana…

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