Desencuentros

By on febrero 16, 2017

Vista del atardecer en la Plaza Grande. Foto Juan José Caamal Canul.

Vista del atardecer en la Plaza Grande. Foto Juan José Caamal Canul.

Desencuentros

La Plaza Grande, escenario de nuestra cultura y la realidad psicosocial

Nuestra gente son personas sencillas que gustan de eventos que le recreen o alejen momentáneamente de sus problemas cotidianos, que ahora y siempre han sido tantos, eventos que estén al paso y en los cuales haya un cachito de las tradiciones y costumbres de nuestro medio y, por qué no, de otras entidades.

La Plaza Grande nuestra, máxima ágora, espacio público para manifestar las expresiones de nuestra cultura regional, de nuestra idiosincrasia, está sub utilizada.

Y es que no necesitamos mucho para dar a conocer lo mejor de nuestros valores no solo locales, sino nacionales. El espacio está ahí. Los artistas pueden ubicarse donde mejor lo consideren. El público siempre estará ahí.

La ciudad y sus espacios como escenario de eventos de toda índole; la ciudad y su escenografía citadina parecen no haber sido explotados para esta veta de y en los eventos.

Edificios, plazas públicas, calles, todos son inmejorables escenarios. Luz natural y espontaneidad son elementos que darían valor agregado.

Somos sofisticados: un concierto, un recital, una obra de teatro, una presentación de libros, requiere de espacios cerrados, mobiliario, iluminación, sonido y aire acondicionado. Con razón, el espectáculo de la cultura es un peso pesado en el presupuesto nacional.

Nunca hemos visto una Plaza Grande vacía. Abandonada.

Una tarde por nuestra Plaza, un arpista veracruzano toca melodías características de aquella entidad, y música mexicana en general, nada más que en su versión y a través de las cuerdas de un arpa.

Inmediatamente se apersonan tres elementos de la Policía Municipal y lo desalojan. No sabemos los argumentos expuestos por los cuales no debía estar, tocar y expresar su música, esparciendo alegría y entretenimiento espiritual a quienes le escuchaban.

En la Plaza Grande, en teoría no ha lugar para el ambulantaje, al menos el independiente, el que se sale de control y orden. Y cuando decimos ambulantaje, aplica hasta y tanto para las expresiones artísticas y de la cultura.

Pero instalar una tarima y entorpecer el tráfico todo el fin de semana, aféctese a quien se le afecte, no debe causar mayor molestia. Son las contradicciones de toda autoridad.

Recuerden a aquellos percusionistas que, con las palmas de la mano, golpeaban atabales y otros instrumentos de los cuales emergían ritmos que atraían a las personas porque se parecían a los latidos profundos del corazón en la noche de los tiempos o de los orígenes. Aquellos jóvenes, en su mayoría, estaban desnudos del torso para arriba. Cabellos largos, algunos con los cabellos enredados y apelmazados, como los rastafaris, poco a poco fueron atrayendo chicas que danzaban o hacían malabares. Luego boteaban, hasta que fueron expulsados.

En otro horario hubo un clan de payasos que, con ayuda o a costillas del propio público, hacía su espectáculo. Fueron remitidos al parque Eulogio Rosado. Se extinguieron.

Estos ejemplos, ¿no guían u orientan a los encargados de organizar eventos para hacer o demostrar que cumplen una labor en la burocracia cultural, así como el tipo de eventos o espacios que podrían utilizarse como escenarios?

Sin embargo, la Plaza está abarrotada de personas jóvenes que piden dinero; por mujeres y hombres que argumentan estar en rehabilitación por haber consumido algún tipo de enervante; adultos mayores en situación de pobreza, enferma o convaleciente; casi la corte de los milagros meridana pasa en todo momento a solicitar un auxilio monetario o en especie; profetas y heraldos que tienen algún mensaje que dar a los que por ahí deambulan, ya no a viva voz, sino con equipo de sonido y una mujer con cara triste y con pancarta y mensajes apocalípticos incluidos.

Ahí están todas estas personas sin molestarlas y ni quien las exhorte a retirarse.

Por supuesto, de hacerlo se requeriría casi toda la fuerza municipal para erradicar algo de por sí incontrolable.

Esa imagen idílica de una pareja en la Plaza Grande dialogando, o escuchando una melodía del juglar, con fondo de las torres de la Catedral bajo una luna llena parece que está a punto de perderse, o se ha perdido para siempre.

Pero si aún se diera, parecería que viviéramos en una jauja peninsular cuando, en cambio, hoy por hoy la Plaza Grande es el escenario del gran teatro de las realidades socioeconómicas y espirituales que vive Yucatán, el país, y también es la postal que se llevan en la memoria visual los visitantes.

Juan José Caamal Canul

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