Habían estado trabajando por días en la construcción de un ala extra para el edificio de oficinas en donde trabajo. Subían por las rampas sus herramientas, junto con maderas, cables, alambres y sogas para acomodar los andamios. Toda la semana los pude ver subiendo en fila india, como infatigables hormigas, uno tras otro, y en verdad me parecieron idénticos. Como si los albañiles de la ciudad, o del mundo, estuvieran cortados con la misma tijera. Pechos y brazos poderosos, espalda amplia.
Esa mañana mi novia me había llamado a medio día; fue cortés y directa, no quería que volviera a buscarla. No tuve que preguntar más. Los amigos sabían que ella no deseaba seguir a mi lado. Sus quejas y su falta de interés en los aspectos más importantes de mi vida eran señales directas de que, en la relación, era yo quien caía por el caño.
Por eso subí a la azotea del edificio. Me paré en el barandal, y quise convencerme de saltar. Era tan fácil, apenas un paso, un pequeño movimiento y caería los 25 pisos rumbo al pavimento.
Fue entonces que me di cuenta que los albañiles, esas hormigas rojas, me enfurecían.
Primero lancé escupitajos sobre ellos. Luego fueron algunas piedritas, para acabar aventándoles todo lo que había en la azotea: pedazos de bloc, cubetas, láminas. Arranqué las que recubrían las salidas de emergencia, junto con letreros, focos, lámparas; todo cuanto pude, hasta ser detenido por los que subieron corriendo las escaleras de emergencia.
Desde esta cama de hospital, estoy seguro que la golpiza sirvió para arrancarme el sentimiento que me ahogaba por el fracaso que había sido mi noviazgo.
Adán Echeverría