Letras
Parsifal
[Serapio Baqueiro Barrera]
¡Qué grato es a un hombre de mi edad y cuya carne ya está madura para la tumba hablar de su abuelo glorioso, como lo fuiste tú, viejecito que eres mi orgullo!
Yo no te conocí personalmente, pero en tu retrato pintado al óleo que antes en mi hogar ocupó el lugar consagrado a los dioses penates y que hoy se conserva en el Museo Histórico de Yucatán, te vi y te veo como yo te he imaginado. El artista se complació en pintarte en un momento de tu radiante juventud, bello como un Adonis o Apolo, en un traje de caballero, de irreprochable corte europeo. Ensortijados llevas los cabellos negros como la endrina; y de tus ojos vivaces, iluminados por el fuego cerebral, se exhalan tus miradas escudriñadoras de zahorí. Alto es el cuello almidonado de tu camisa inmaculadamente blanca, un cuello que roza tu mentón redondo y que un hoyuelo profundo llena de gracia indecible. Un corbatín de negra seda de usanza aristocrática ciñe el albo cuello y en tus manos, en cuyo dorso se entrecruzan finas venas que fingen un extraño dibujo arabesco, estrujas un guante de fina piel de ante. Así era abuelo cuando joven.
¡Si hoy por fortuna vivieses, ya habrías alcanzado la edad de los profetas bíblicos, de aquellos varones para quienes la tela interminable del tiempo se hacía transparente para que viesen visiones de Dios!
Abuelo, leí la carta que el año de 1856 suscribiste a tu inseparable compañero de espirituales andanzas, el joven historiador y literato don Justo Sierra O’Reilly; ahora yo te escribo esta misiva y te la dirijo a Sirio, en donde creo que ahora mora tu alma inmortal.
¡Qué de cosas dices en esa carta, abuelo, haces en ella derroche de ingenio y de sutil ironía! Tu ironía no se parece a la de Voltaire que se manifiesta en una estridente y cruel carcajada que desgarra las más tiernas fibras del alma; tu ironía es leve sonrisa que florece en tus labios; es una sonrisa compasiva que está muy lejos del desprecio y muy próxima a la piedad. Tu humorismo era como un espejo convexo en donde se reflejaban las figuras humanas en ridículas caricaturas. Y tú, suavemente, sonreías haciendo finas burlas; tus áticas bromas eran como alfileres que producían escozores en la piel, tal vez únicamente cosquilleos. No hacían sangre.
Una vez te preguntaron qué es el honor y tú, siempre bromeando, en una repentina improvisación, lo definiste así:
Es el honor avechucho
de complexión delicada
que no nos sirve de nada
y sí nos priva de mucho.
Así filosofabas en broma; pero nadie fue más celoso de su honor que tú; nadie fue más exacto y cumplido caballero en sus compromisos que tú, abuelo, que levantabas la frente limpia de toda mancha deshonrosa. Si definiste así el honor fue porque viste que muchos hombres se habían encumbrado a gran altura porque se despojaron de este sentimiento, como se arroja un lastre inútil. En 1856, en este olvidado rincón provinciano, pocos hombres, como lo hiciste tú, podrían tener un lujo literario de citar a uno de los más grandes innovadores franceses, el iniciador del romanticismo, el vizconde de Chateaubriand.
¿Quiénes levantaron los maravillosos palacios de la gran ciudad maya de Uxmal? Según un condiscípulo tuyo y del maestro Sierra, a quien encontraste en la villa de Muna, fue una raza de gigantes que después fue vencida por otra raza de pigmeos. Pero perdóname que yo no te crea, abuelo; ese pensamiento no pudo haberlo concebido aquel condiscípulo tuyo, a quien después de muchos años de haber abandonado las aulas escolares en el campo se había convertido en un ser vegetativo, como las plantas de henequén que sembraba. Ese pensamiento es tuyo; en él se ven las huellas luminosas de tu sutil ironía. Tú no me conociste, abuelo mío, pero mi espíritu que va a buscarte a Sirio se hará reconocer de ti cuando te diga que alguna vez me he puesto el guante que estrujabas desdeñosamente en un momento de tu radiante juventud.
Si por fortuna vivieras, abuelo, ya tendrías la edad de los profetas bíblicos; fuiste coetáneo de don Antonio López de Santa Anna y amigo del general Comonfort hasta que éste dio su famoso golpe de Estado y renunciaste entonces a su amistad política.
Mérida, diciembre de 1936.
Diario del Sureste. Mérida, 11 de diciembre de 1936, p. 3.
[Compilación de José Juan Cervera Fernández]