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Canek, Combatiente del Tiempo (XV)

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IV

 1

Un militar alto y garboso vestido de negro y de espeso bigote tocó a eso de las cuatro de la tarde a las puertas de la casa del gobernador. Un criado hizo pasar al visitante de inmediato y corrió a la habitación de Crespo, quien acababa de levantarse de su siesta vespertina y se vestía con un poco de trabajo, ayudado de su esposa María Ignacia y de otro criado.

–El capitán D. Cristóbal Calderón de la Helguera ha llegado –anunció el sirviente con ensayada solemnidad– y os espera en la sala, Su Señoría.

–Es el joven y apuesto capitán Cristóbal, Pepe —dijo la señora–. ¿Tú lo has citado para esta tarde?

–Y lo citaría todas las tardes, mujer, puesto que es mi deber de gobernador y capitán general ver por la seguridad de la ciudad todo el tiempo. Lamentablemente hay días en que las molestas hemorroides o la gota me impiden cumplir con mis deberes.

–Pues suspende los recorridos, amor. El cuidado de tu salud es más importante que la vigilancia de la ciudad. Deja que tus capitanes se tomen ese trabajo.

–No, eso no, María. Tengo que ser yo quien se muestre al pueblo, así sea un par de veces por semana. A la gente le entusiasma ver a su gobernador montado a caballo por las calles de Mérida, seguido de sus capitanes y yo no puedo defraudarlos. Además, hoy me siento de maravilla con esas cebollas cocidas en vino que me has dado a beber anoche: el dolor de mi gota se ha aliviado de plano y puedo ir de la ceca a la meca sin mayor problema.

–¿Y qué hay de tus hemorroides? Los últimos días te han molestado bastante.

–Pero no hoy, amor –objetó Crespo del mejor humor–, ese desabrido mejunje de aceite de coco, hojas de romero y manteca que me recetó el doctor Villaverde ha apaciguado la molestia por lo menos por ahora.

–¡Ay, Pepe! Insisto en que debes suspender esos recorridos vespertinos. No sirven para nada, amor, en una tierra de paz como es Yucatán.

–¡Basta, María! Detén tu perorata y ayúdame a calzarme las botas, que el joven capitán Calderón espera.

2

En la amplia sala de visitas el militar aguardaba mientras fumaba un cigarrillo. Pero no estaba solo, sino en compañía del capitán Tiburcio Cosgaya, comandante de las tropas de Yaxcabá.

–¿Nos acompañarás en la ronda, capitán? –le preguntaba Calderón–. Sólo serán un par de horas de recorrido.

–Bueno, en realidad sólo pasaba a darle mis respetos a Su Señoría, pero con gusto me uniré a ustedes.

–Andas muy lejos de tus cuarteles de Yaxcabá…

–Te confiaré que en el pueblo me aburro de lo lindo. La situación es demasiado tranquila y no hay mucho que hacer. Aquí en Mérida la cosa es diferente.

–¿Diferente? En absoluto: tampoco aquí hay mucho que hacer si te refieres a actividades militares. No hay indios que torturar, no hay esclavos levantiscos para fusilar… Nuestras armas yacen inútiles en sus fundas de cuero y nuestros cañones de campaña descansan arrinconados en los cuarteles, enmohecidos y aburridos como nosotros.

–No, capitán –aclaró Cosgaya–. Yo no hablo de ese tipo de actividades, sino de aventuras amorosas y ¿por qué no? eróticas. En Mérida hay dónde solazarse y dónde bailar con damas de buen ver y hasta enamorarlas; abundan aquí toda clase de tabernas donde disfrutar de un buen vino y platillos españoles. Hay burdeles que no tenemos en Yaxcabá: he oído hablar de los de un tal Andrés, el de Uncle Charles, un viejo alcahuete inglés, y otros que también quisiera conocer como el del Tuerto Luis, el de una dama polaca que toca al clave interludios entre los actos amorosos, y otro más exclusivo de un viejo Pietro, creo que siciliano…

–Pues tendrás que ir solo a esos lupanares a saciar tu lujuria.

–Vamos ¿no me acompañarás? Será divertido.

–No, Tiburcio. No acostumbro visitar prostíbulos. Además, soy felizmente casado y tenemos una niña adorable.

–Bien, quizás en uno de mis viajes a Mérida acudiré por mi cuenta a visitar al Tuerto Luis o al burdel del siciliano para pasar un buen rato.

–La pasarás bien, capitán, y acaso te lleves una cuchillada de recuerdo.

–Traigo escopeta, y también me sé defender.

–No contra ocho o diez alcahuetes… Oye ¿y a quién dejaste al mando en Yaxcabá?

–A un coronelito al que, estoy seguro, no harán ningún caso: los soldados se emborracharán y armarán bronca en el pueblo.

–Bueno, no los puedes culpar: tú, que eres de trago largo, les enseñaste a empinar el codo más de la cuenta, y con un maestro de tu calibre…

–No, tampoco puedo presumir de eso –bromeó Cosgaya–; lo que pasa es que se trata de gente de baja ralea; no son aristócratas como tú; son hijos de matarifes, de cocineras abandonadas por sus maridos, o de vagabundos que no hicieron otra cosa en su vida que embriagarse ¿qué esperabas? Mi trabajo me ha costado el enseñarles a manejar las armas, en las que todavía no son duchos y no me atrevería a llevarlos a un combate.

–Ya casi es hora de comenzar la ronda. Por cierto, gracias por aceptar mi invitación para acompañarnos. En realidad, deberíamos practicarla todas las tardes como exige la ley, pero Su Señoría es un hombre grande y su salud sufre los altibajos de su alta edad; días hay en que se le retienta la gota, o el asma… o anda malo de las almorranas. Entonces se excusa, y yo y mis hombres hacemos el recorrido. Hoy, al parecer, se siente aliviado de sus males.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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