Atil, el sacristán, la muerte y el torero

By on octubre 26, 2016

“El brujo maya” de Enrique Gottdiener Soto, el escultor se inspiró en la esencia de las personalidades mayas. Trabajó y trasladó al metal gestualidades, posturas, hábitos, costumbres y escenas de la vida cotidiana. La obra podía observarse, hasta hace algunos meses, en la pinacoteca Juan Gamboa Guzmán, hoy en remodelación, en el anexo conventual de la iglesia de El Jesús. (Foto archivo personal).

“El brujo maya”, de Enrique Gottdiener Soto. El escultor se inspiró en la esencia de las personalidades mayas. Trabajó y trasladó al metal gestos, posturas, hábitos, costumbres y escenas de la vida cotidiana. La obra podía observarse, hasta hace algunos meses, en la pinacoteca Juan Gamboa Guzmán, hoy en remodelación, en el anexo conventual de la iglesia de El Jesús. (Foto Archivo Personal).

Atil, el sacristán, la muerte y el torero

Fue una noche de luna llena cuando oímos repicar la campana. Un timbre acerado, que se esparció por la plaza, repercutió en las paredes de los ripios primero, y luego por todo el pueblo. Nadie le dio la merecida importancia, pero minutos más tarde supimos la noticia, y lo relacionamos con los demás acontecimientos y el relato que aquel personaje, en vida, nos hizo alguna vez, momento que se extravía en el tiempo.

“Don Atil ha muerto,” llegó diciendo alguien. “Estaba cenando, cuando llegó mi abuela y se lo dijo en maya a mi padre. Algo más cuchichearon. Ya ven como son los viejos.”

Entonces nos pareció escuchar más nítido el ulular, el fino silbido y quizá el quejido triste que producían los viejos pinos de hojas aciculares que siempre habíamos visto y oído como murallas plañideras frente al convento, árboles un tanto atrofiados por las persistentes y continuas podaduras, cortezas laceradas, extremidades amputadas, deformes, grotescas y absurdas, y su follaje ralo, como una calva de escasa cabellera.

Esa noche también esperamos ver que, por el arco del ex convento, descendiera o se paseara el torero sin cabeza, el ánima siniestra de un “diestro” desconocido, alguien que alguna vez tuvo nombre y señas particulares, pero que los años habían ido deslavado de la memoria del pueblo.

Esta historia nos la contamos entre todos y tú estabas con nosotros. A mi lado. Tomados de la mano. Mirándonos a los ojos. Tú, feliz ante las sombras, fantasmas y misterios que se removían y se agitaban como aguas oscuras del pasado. Prestabas atención, con los sentidos agudizados, con esa mirada de entonces y ahora, escuchando atenta los redobles del corazón ante la inminencia del relato y consciente a todo movimiento y detalle, a cualquier gesto que denotara temor. La misma mirada que amé y amo en estos momentos. Entonces ya estabas conmigo. Me esperabas en el futuro con mi tercio de historias a las espaldas.

Nada nos asustó y asusta tanto como el misterio de la muerte, y a veces aún más nos atemorizan los acontecimientos que giran alrededor y que, de alguna manera, tienen parentesco y se suman a momentos previos o posteriores a la desaparición física de un ser humano.

Muros del antiguo cementerio franciscano en el ex convento de san Agustín. A un costado de mata de palma de huano se aprecia la lápida de piedra que la tradición y cultura popular cree que perteneció a un torero. Pero finalmente es un símbolo o altar funerario que nos indica que ahí hubo un camposanto y que el lugar años después, la tradición oral menciona que se utilizó como coso taurino. (Foto Juan José Caamal Canul)

Muros del antiguo cementerio franciscano en el ex convento de san Agustín. A un costado de la mata de palma de huano se aprecia la lápida de piedra que la tradición y cultura popular cree que perteneció a un torero. Finalmente, es un símbolo o altar funerario que nos indica que ahí hubo un camposanto. Años después, la tradición oral menciona que se utilizó como coso taurino. (Foto Juan José Caamal Canul)

Nada se asemeja a tal, ni siquiera el pavor adjunto a los cuentos de los muchachos que, aprovechando el ambiente, contaban quienes corrían como caballos desbocados después de las películas de Blue Demon, Mantequilla Nápoles y El Santo versus las más diversas y extrañas criaturas, que poblaban el pandemónium de la imaginación cinematográfica, seres maléficos que se esparcían por el patio de butacas del Cinema Lido, además de que los acorreteaban – ya que mujeres lobas, zombis y momias residían y venían a por ellos por las calles solitarias del pueblo, hasta llegar a las enclenques y oscilantes islas de luz de las bombillas del alumbrado público y así de poco en poco llegar hasta sus casas.

Ni las insistentes explicaciones de don Julio, consuetudinario bebedor que aseguraba que todos los días la Xtabay, un viento en espiral, una mujer espectro, salía detrás de la gran ceiba del Cabo, y se lo llevaba en brazos hasta el umbral de su casa, en la hacienda San Diego.

Menos aún las historias de ahorcados y cuerpos tiroteados, víctimas de la leva o las reyertas políticas. Forzamientos y disputas que se zanjaban entre quienes ascendían a las ramas con una soga al cuello, o se quedaban al pie del tronco de la ceiba de El Cabo.

Paredes y muros del ex convento de san Agustín, al fondo se aprecia el arco contrafuerte. La leyenda popular dice que por el lugar vaga en noches de luna llena el torero sin cabeza. Una mezcla de supersticiones y creencias populares que nos dan sentido, sustancia, pertenencia y un lugar en este rincón del mundo. (foto archivo)

Paredes y muros del ex convento de san Agustín. Al fondo se aprecia el arco contrafuerte. La leyenda popular dice que por el lugar vaga, en noches de luna llena, el torero sin cabeza, una mezcla de supersticiones y creencias populares que nos dan sentido, sustancia, pertenencia y un lugar en este rincón del mundo. (Foto Archivo)

Entonces supimos que nuestra frontera siempre fue la desvencijada capilla de láminas y palos de san Román, frente a la ceiba. La siempre enorme y desproporcionada ceiba de El Cabo.

Don Atilano, el viejo Atil, el eterno sacristán de la parroquia, tantas veces nos contó que, en noches de luna llena, El torero envuelto en su capote se corporizaba y caminaba por encima de los viejos muros y paredes de mampostería del ex convento franciscano, y que luego descendía por la hipotenusa del arco-contrafuerte de la construcción, sombra que él entreveía por el rabillo de los ojos y con la cabeza gacha, descubierta, el sombrero de araña en las manos, sobre la espalda un cobertor deshilachado. Atil decía que hasta en los tiempos de calor tenía frío.

La sombra le seguía, como una nube funesta, por un segmento de la calle para luego, sin voltear del todo, mirar que el aparecido se disipaba en lo más profundo, umbroso e intrincado del solar excedido de mangos, aguacates, mameyes, zapotes y ramones, anexo al convento.

Atil, cuando le conocimos, era un anciano encorvado, con la camisa semi abierta, quizá solo sujeta por un botón de hueso, dejando expuesto el costillar, los magros hombros y brazos, el estómago pegado al espinazo, casi como uno de los tantos Cristos agonizantes y yacentes que había en el lugar, piel atabacada que envolvía su existencia, andar ágil, casi siempre corriendo, como si llegara tarde o quisiera llegar a tiempo a todos lados.

Algún domingo, con mucho tiempo de antelación a la misa, nos pegábamos a la pared de la iglesia y mirábamos el paso de las nubes en lo alto. Esa acción nos regalaba el efecto y la sensación de que la construcción se nos caería encima. Casi siempre nos deteníamos momentáneamente a observar que Atil jalara la soga de fibra de henequén de la campana – ese vicio tan nuestro, ese de entretenernos mirando hacer a los demás, nada tan ocioso como ver que el prójimo trabaje – y entonces mirábamos las palmas de sus manos nudosas, los callos que eran sus dos manos, maltratadas por las cicatrices de las espinas y puyas del déspota henequén.

En el piso de la parroquia se escuchaba el rebote de su andar, atenuado por sus alpargatas de hule y sosquil. Siempre portaba su vestimenta de manta cruda, camisa y pantalón, con su delantal de cotín.

Cuando pienso y escribo esta y otras historias, pienso en mamá. La pienso tan presente y viva, que me digo a mí mismo: “cuando llegue a casa si emborrono cuartillas en la mesa de algún café de la plaza, o mañana temprano, si escribo en casa le preguntaré algunos detalles más.” Pero mamá ya no está. Falleció hace algunos años.

Le encontrábamos al pie de las escalinatas de la parroquia, barriendo los andadores, o sentado sobre dos piedras al pie de los muros de la iglesia, contando el tiempo o mirando el avance de la sombra que proyectaba el perfil del templo, medición que le servía para orientarse infaliblemente para dar la segunda o tercera llamada.

Atil, personaje solitario vagando por las sombras de nuestra memoria, barriendo la inconmensurable sala de las doce columnas, abriendo o cerrando los desproporcionados portones, descolocando las impensables aldabas, ascendiendo por las interminables escalinatas de piedra pulida para repicar las descomunales campanas.

Atil, reconvenido por el cura por insignificancias. El cura exigente. Preciso, exacto, inequívoco quizá por venir de otra parte. “Por su educación,” decían los abuelos. Recibía las andanadas de reclamos con una rodilla al suelo: por abrir minutos tarde los portones de la iglesia, por no avisar o recordar al señor cura que había misa, por cualquier asunto. Soportaba con estoicismo las reprimendas. Escuchaba y movía la cabeza afirmativamente y en silencio. Parecía que, cuando más le reprendían, se hacía más diminuto.

Esas palabras ardían en las cicatrices del pasado, ungidas con la sal del presente. Aún estaban vivas, ya que en su juventud recibió en silencio el jaats del capataz en la finca donde trabajó. Contaba que esa era una circunstancia de la vida, de su vida, y que no pudo escabullirse de ella.

No conoció otro modo de vida y su liberación era recordar y conversar sobre cuando acompañaba a su hermano, que trabajaba en el Rastro, y juntos transportaban al mercado, en la carretilla de madera, las carnes de los animales sacrificados para el consumo local.

Atil, que de una res solo había probado un caldo de huesos, esas astillas que se esparcen al golpe del hacha y que acopiaban en la pita, el costal de hilos de henequén.

Atil fue una vida de trabajos y esfuerzos, que no entendió o imaginó como sacrificios.

Atil levantaba con voluntad sobrehumana las aldabas que aseguraban las puertas de madera del templo. Con sus manos pequeñitas, como patas de golondrinas, tomaba las gruesas cuerdas para convocar a misas, a honras fúnebres, por la quemazón – de un plantel, de una casa de palma de huano –, para acompañar al bronceo del Recibimiento, de la entrada y salidas de gremios, imágenes y cristos. Atil emergía de las penumbras y se extraviaba ante las imágenes de bulto del altar mayor, para encender cirios, velas y lámparas votivas antes de cada ceremonia.

Atil, acodado en el murete que a nosotros nos servía de banca, narraba los misterios que presenciaba al interior de la parroquia; las lágrimas que desbordaban los ojos y corrían por las mejillas del santo patrono en Semana Santa, a la hora nona, y hasta cuando Cristo era bajado del madero del Gólgota que se escenificaba en el altar; el cráneo que aparecía y desparecía de la mano de san Antonio; la daga toledana, bellamente esculpida y que palpitaba en el pecho de la Dolorosa; los hombros lacerados y sangrantes del Cristo que yacía exangüe en el sarcófago acristalado; las miradas del primitivo san Agustín, tallado en una sola pieza de madera y que estaba arrumbado en alguna de las antiguas celdas, alguna de ellas convertida en sacristía.

Historias de la parroquia de nuestro pueblo.

Las escalinatas del atrio eran un punto de encuentro. Era un lugar un tanto elevado, como una atalaya, desde donde teníamos una vista general de toda la plaza. Desde ahí veíamos el atardecer, o la luna llena que se levantaba por encima de las viejas tapias del ex cementerio religioso y se posicionaba ante el rictus de aullido de la vetusta construcción.

Desde ahí visualizábamos a quienes entraban o salían de los servicios religiosos, o veíamos pasar el tiempo y las circunstancias de nuestro monótono pueblo. La luna y la parroquia son una visión que se nos quedó guardada para siempre.

Pero, ¿por qué torero y no jinete o vaquero, o por qué no monje?

El convento por muchos años albergó al cementerio, en la parte posterior. Muchos años después supe de los esquemas similares en distribución de las construcciones religiosas; huerto y cementerio. También supe que, después de las Leyes de Reforma, el lugar se dejó de utilizar como tal.

Luego se utilizó como espacio para levantar el coso taurino. Ahí se erigía el ruedo, los tablados. Era tan viejo el cementerio que solo se esperó tres años cumplidos del último difunto para exhumar los restos. Las demás osamentas se quedaron ahí, y ahí aún continúan.

Quizá fue un anhelado desquite de los que en ese momento vestían los hábitos de liberales, republicanos o juaristas: Ceñir sobre las sienes de los vencidos una fiesta pagana, con una bestia cornúpeta – explícitamente de características demoniacas – corriendo enfurecida, bufando y, al fondo, la algarabía de los asistentes, de la masa, del pueblo llano que siempre está con los triunfadores.

El toro sobre el camposanto, sobre el polvo y los huesos del clero secular y seglar, sobre los vestigios de la corte y comparsa celestial de beatas y beatos, pero que en sus días terrenales se pasearon con el alma de kisin sobre sus hombros.

Entonces sucedió aquella historia.

Detalle del monumento funerario adosado a la pared. Se aprecian dos símbolos; la banderilla y el estoque, dice la tradición local y sobre el relieve de la cruz, se aprecian otros detalles, irreconocibles hoy por años de pintura de cal sobre la superficie. Obsérvese con detenimiento la base de la cruz, los contornos de un cráneo, el trabajo de rescate cuidadoso, de estudio e identificación de los símbolos, nos dará o servirá para reinterpretar correctamente y objetivamente, la simbología de los decorados, quizá de la época colonial. (Foto Juan José Caamal Canul)

Detalle del monumento funerario adosado a la pared. Se aprecian dos símbolos; la banderilla y el estoque, dice la tradición local. Sobre el relieve de la cruz se aprecian otros detalles, irreconocibles hoy por años de pintura de cal sobre la superficie: obsérvense con detenimiento en la base de la cruz los contornos de un cráneo. Un trabajo de rescate cuidadoso, de estudio e identificación de los símbolos, nos servirá para reinterpretar correctamente y objetivamente la simbología de los decorados que quizá datan de la época colonial. (Foto Juan José Caamal Canul)

El torero de blanca vestimenta – aún no existían los trajes de luces –, empitonado bajo la barbilla, en uno de los cuernos la cabeza, el toro cegado por la sangre y enfurecido, rompiendo madera y palos.

El torero sentado al pie del muro, que nadie quiso levantar o tocar, donde luego lo enterraron, y donde aún está la lápida de piedra, con una cruz, de cuya base emergen incrustadas las banderillas y el estoque.

El alma vaga y sigue vagando. Algunas noches, refirió Atil, sale en forma de ave, ave entre blanca y plateada que surge de los muros. Vuela, y con su siniestro canto arranca de este mundo, y se lleva consigo, algunas almas, las más tiernas, débiles y enfermas, las tristes y míseras.

Atil solo veía las sombras y el capote izándose, agitado por el viento nocturno. Hasta su pie rodaban algunos escombros que caían. Nunca levantó la mirada.

Atil se fue una noche de luna llena. Algo, alguien – el viento quizá – repicó la campana.

Quizá el torero vuelto pájaro voló, emitiendo su graznido de miedo para los humanos y triunfo para la muerte.

Alguna vez acompañé al abuelo paterno a la limpieza de las tumbas de mis antepasados. Me paseé entre las tumbas, y la curiosidad fue averiguar y ver dónde descansaba el malogrado Atil. Nunca encontré la tumba.

Ese momento para mí fue otro misterio. Pero luego pensé que lo habrían enterrado como instruye la tradición: Una zanja y luego un túmulo de tierra, misma que con los meses y años fue descendiendo hasta quedar emparejado. La hierba creció. Los restos fueron sacados y llevados a otro lugar. O quizá descansa para siempre en los montes anexos al cementerio, osario común para los humildes.

Mi abuela materna siempre llevaba dos ramos de flores y dos veladoras, depositaba las ofrendas en el exterior de un mausoleo con las dimensiones de una casa, ricamente ornamentado, con estatuas de ángeles portando lámparas, imágenes religiosas impresas en ladrillos de pasta, palabras, en latín, de metal, adosadas en la pared. Las otras, en la entrada del monte cercano.

Le alcance a preguntar a ella, aún en vida, por qué lo hacía. ¿Apreció a algunas de las personas que ahí descansaban? O se trataba de una tradición ancestral o superstición.

Me dijo, sencilla, práctica, descreída como fue: “No, hijo. La tumba de tu abuelo estuvo aquí. Un día vine y encontré esta construcción. Nadie me consultó, ni avisó. Tu abuelo aún debe estar descansando aquí, o en el monte, a donde van e irán a parar nuestros huesos.”

Esta historia debió tener otro final. No lo sé. No recuerdo cómo y qué debía decir. Tuve alguna idea, peregrina al parecer, y no la escribí o apunte. Pero quizá es algo relacionado con un grupo de muchachos, casi niños, envueltos por el misterio de la muerte en un escenario en penumbras; la luna llena, campanadas, leves, agudas, mínimas, que se esparcen en nuestros recuerdos; el sacristán que emerge de las sombras, la tumba, el cementerio, el torero, la lápida, la muerte, el alma vagabunda, un ave que con su canto transporta el mensaje de muerte y de paso se lleva otras almas.

Y de pronto estas imágenes se alejan en el tiempo pero, a la vez, permanecen en los recuerdos, en la memoria, en la esencia de nuestro origen común.

Juan José Caamal Canul

21 de octubre de 2016

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