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Ocelote (I)
Ocelote
Por Juan José Caamal Canul
Primera Parte
Era un ocelote viejo, resguardado dentro del tronco hueco de un árbol caído, derribado por un relámpago. El comején, el sacuchero y el say habían hecho una labor paciente y sin interrupciones, dejando las huellas de su presencia en aquel leño rendido. Nada le motivaba o llamaba la atención. Salvo raras excepciones. Todo lo había visto y devorado. Incluso antes de pasar por sus fauces.
El bosque era el bosque.
Los días transcurrían.
Del tronco hueco, el lado que se asentaba en el suelo estaba blando y se resquebrajaba al recibir el poco, mínimo peso, y cuando el ocelote se recostaba, la parte sobre su cabeza contenía minúsculos agujeros que semejaban estrellas pequeñas y que dejaban pasar unos micro rayos de luz que se trasformaban, enriquecían y enaltecían el tapiz de su pelambre.
Algunas noches o madrugadas observaba unos ínfimos puntos luminosos en la parte más alta de la bóveda celeste, puntos como picos de alfileres brillantes; otras, en la boca de aquel tronco se encañonaba la sonrisa, mientras crecía o menguaba, y por unas noches con una gran carcajada se hacía manifiesta la esfera de plata.
No comprendía del todo, pero en el manto nocturno identificaba a un dios mayor cuyos ojos y cuyas manchas brillaban en una piel más oscura, y por eso debía ser más arrogante, más altanero, más bravo, aún más que él y todos los ocelotes que habitaban estos rumbos.
El bosque era oscuro y profundo, intricado e inexpugnable como el alma animal. Por el lecho de las intermitentes aguas mansas de sus pupilas, pasaban las intensas y tenues tonalidades del sol.
Las claridades sucedían a las oscuridades o viceversa. El reverdecimiento de las plantas, la caída de las hojas. Días que se prolongaban o noches interminables. Lluvias y niebla.
Un día encontró aquel árbol. Su guarida. Los viejos ocelotes le dijeron que un mal rayo le rompió el alma, como tantas cosas pueden pasar en la vida, y lo dejó tirado, como atravesado en medio del paso, del camino a ninguna parte. Lo hizo suyo.
Ya ningún animal se adentraba a aquel tronco. Su olor a bestia era inocultable, y nadie se atrevía a apropiarse de él. Entendámoslo en conceptos humanos: era como la hamaca o la cama. El olor queda. O como la ropa que usamos para el diario o para descansar: el olor propio se guarda.
Era su lecho y su atalaya. Cualquier bestia herbívora o carnívora, al pasar por ahí, huiría.
Continuará…
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