Wita, un profesionista de la Colonia Yucatán – IV

By on julio 1, 2021

Colonia Yucatán

Wita se vanagloria, aunque modestamente, de haber sido el jugador más chavito que militó en el aguerrido equipo  de béisbol Maderera del Trópico que participaba en la Liga Oriental. Jugué béisbol con el Güero (Jaime) Durán, el Campeón (Luis) Ricalde, Mario Martín, Agustín Marfil, Muri (Diego Nuñez), Luis Canto, el Wixi (Javier Cetina) a quien le tumbe la titularidad de catcher, aunque los arreos me quedaban grandes, Enrique (el chango) Serrato, puros grandes y mayores que yo. No recuerdo el año, pero sí la época: estaba en primero de secundaria. Tenía 12 años.

Era yo el más chavito del equipo, reitera. Don Arnaldo Rosado era jefe de mi papá en la fábrica y yo era su catcher, era un buen pitcher curvero. Los trajes de la Maderera eran de franela, muy bonitos, y estar en ese equipo era lo máximo. Jugaba con gente importante. Llegué a jugar en Izamal, Isla Mujeres, Valladolid. También jugaban con nosotros Marcelino Xool y Jacobo.

En una ocasión, jugando en Tizimín, un equipo duro con el que teníamos mucha rivalidad, les estábamos ganando dos carreras a una. Había hombre en segunda de los Tábanos con dos outs; batean una línea al Left field, donde estaba Botas (Enrique Carrillo); el corredor de segunda se pela a home, Botas le tira a Campi  y éste a mí, que estaba bloqueando el jom. Me arrolló el corredor, como a tres metros fui a caer, sangrando y todo, pero fue ¡out! No solté la pelota. Con Tizimín jugaba mi primo Miguel Peraza López, comenta con orgullo.

A pesar de la rivalidad que había con ellos, un día fue a la Colonia aquél que saqué out en home y que organizaba campeonatos de béisbol. Fue con Miguel a invitarme a jugar a México, me seleccionaron para ir a unos juegos nacionales, pero no me interesó.

También me fueron a ver los Cardenales de la Sierra, lo supieron los de Maderera y se armó un pequeño conflicto. Me quedé con la Maderera. Un día me mandó llamar el papá de Nego para tomarme el tiempo de correr las bases y se sorprendió don Rach con el resultado: era yo muy rápido y él era un profesional porque sabía mucho. Después vine a la prepa y jugué con mi salón; se me hacía fácil, yo ya estaba corridito. Después entré a la carrera y, como era mucho estudio lo dejé, nunca más volví a agarrar un guante ni una pelota, me dediqué de lleno a la carrera.

¿Te daban dinero por jugar? No, a nadie, el orgullo era vestir la franela. Mi papá también estaba orgulloso porque le decían que su chamaco jugaba bien, y más con mis amigos de la banda, con los chavos de la Colonia: cuando terminada el juego, cargaban mis útiles, me admiraban como a un torero que triunfa, me acompañaban hasta mi casa, estaban orgullosos de mí, comenta como si lo viviera nuevamente, con humildad, sin presumir, incluso habla despacio, tratando de no emocionarse.

Después de una pausa para paladear el segundo café que su esposa Martita nos sirvió, con galletitas en una fresca noche de amena plática que pasó volando, continúa Wita el relato de su vida en la Colonia, de la que se siente orgulloso de sus amigos –»hermanos» ha dicho–.

Yo le comento a mis hijos que si volviera a vivir haría exactamente  lo mismo, no cambiaría ni una coma, ni una coma, reitera. Es algo fantástico que no volvería a vivir jamás, ni yo ni nadie. Cuando vemos a alguien de la Colonia, volvemos a vivir, recordando primero de dónde venimos; segundo, la relación con las personas de la comunidad. Por eso, cuando ves a alguien de la Colonia te sientes bien, hay empatía. A veces se plantan frente a ti, tú los viste de niños, ya no te acuerdas de ellos, y cuando te dicen quién es, enseguida vuelves a vivir, vuelve tu mente a revivir. Cuando estoy caminando en la calle y me dicen ¡Wita!, hasta orgulloso me siento porque me dicen Wita. ¡Ah!, es alguien de la Colonia que me estima, que me reconoce. Hay una empatía, una felicidad. Así con las familias: tú ves a cualquier persona de edad, nuestros padres, tíos, son monumentos andantes que merecen respeto y cariño porque de ellos salimos. Las mamás, cuánto esfuerzo hicieron ellas por nosotros, estamos desnudos ante ellos, por más preparado académicamente que estés, allá tiramos nuestro tuch, ellos saben cómo somos… Entrabas a las casas y sólo por el hecho de ser amigo de su hijo, apenas entrabas: «¿ya comiste?»

Fuimos muy afortunados… En aquel tiempo no habían riquezas, usábamos zapatos de plástico Duramil y cuando sudabas apeeeeestaban tus pies, pero a nadie le importaba. ¿Verdad que cada época era bonita? En verano íbamos a la playa, en otoño se preparaba la navidad, le ponían alumbrado a los árboles del parque, las serenatas a la Virgen, el reparto de juguetes, la fiesta de la escuela, el reparto de útiles escolares, los libros de texto. Me acuerdo que el libro de Lengua Nacional te enseñaban con «Zenaida la de los zancos», «ese oso se asea», etcétera. Los maestros eran admirados todos, con mucho respeto; los sacerdotes igual. Esos valores y principios que nos enseñaron se te quedan.

Recuerdo que hice llorar a mi papá cuando terminé la carrera. A la hora que me iban a entregar mi título, terminando el internado, mis compañeros pasaban a recoger ufanos los suyos, orgullosos, y estaba bien: lo merecían, y con toda razón. Yo le dije a mi papá: «Papi, levántese. Usted va a recibir el título.» «¿Cómo?» «Sí, el 90 por ciento es de usted,» le dije. Pues se levantó y fue, a él le dieron los maestros el título, lo felicitaron mucho, y a mí también. Esos son los valores y los principios que nos dieron…

Continuará…

L.C.C. VICENTE ARIEL LÓPEZ TEJERO

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