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Letras

Máximo Gorki

José Juan Cervera

Tras una visita inicial, y algunas más de reconocimiento, se regresa a los clásicos porque guardan reflejos fulgurantes que alguien supo conquistar en su camino. Con voz clara, niegan ser hijos del azar y la improvisación, exponiendo argumentos sólidos con palabras de significado pleno, emparentándolos con una fuerza superior, de orígenes tan vastos como el horizonte que rozan con su presencia fecunda.

El inventario universal de las letras alienta un registro caudaloso de hombres y mujeres que portan un sello de identidad diversificado en expresiones propias. Cada quien, con su impulso individual, hace una suma de valores que redunda en el legado compartido de la creación estética. Máximo Gorki, con su novela La madre (1907), concurre en esta síntesis envolvente de aptitudes, sensibilidades y saberes con savia genuina.

Si bien la maternidad entraña un vínculo biológico que pareciera reducir sus signos capitales a un apego fundamental, garante de la reproducción de la especie, desde una perspectiva más amplia connota una serie de atribuciones que la ideología hegemónica despliega en sucesivas fases históricas para acentuar sesgos representativos de las relaciones sociales en curso, de tal modo que los sistemas de parentesco y la regulación de los lazos conyugales, junto con otros mecanismos de alcance colectivo, desbordan los límites de la naturaleza para regir patrones de conducta rigurosamente asignados. En este punto reside el eje argumental de la novela de Gorki, es decir, en el desafío de las convenciones impuestas como regla ineludible para afianzar el orden vigente.

La transformación gradual que experimenta Pelagia Nilovna comporta un sentido trascendente por cuanto implica un proceso afirmativo de su carácter en el acto de abandonar su papel subordinado en el trato cotidiano, hasta avanzar en el esclarecimiento de sus condiciones materiales de vida. La figura de su hijo Pavel encarna más bien un tipo simbólico de la juventud fogosa, de principios inflexibles casi ascéticos, que podrían reconocer también, por ejemplo, los lectores de Anatole France en el protagonista de Los dioses tienen sed, uno y otro volcados de lleno en el cambio revolucionario que los sitúa en singulares hitos de la historia.

La inquietud de un joven trabajador, vecino que se queja frente a otros obreros de no encontrar su lugar en el mundo, tiene validez para muchas conciencias, mas no para la de la madre que, después de oscuros decenios de sometimiento doméstico, prescinde de su inmovilidad habitual y capta nuevos matices en su vida, halla una vía de comunicación fluida con su hijo y con sus camaradas, que pasan a ser suyos también. Las frases sencillas con que cada uno expresa interpretaciones agudas de la realidad tienden puentes de suficiente firmeza para hacer vibrar el encuentro mutuo. Un ejemplo que da testimonio de ello es la tesis de que el ser social determina el pensamiento de los individuos, la cual, en los términos coloquiales que los personajes practican, postula que las opiniones dependen de la manera de vivir, enunciado que surge espontáneo en un diálogo amistoso.

La madre templa su carácter a partir de una escucha casual entre las discusiones del círculo de estudios que organiza Pavel, crece con su compromiso en la entrega clandestina de impresos en la fábrica, y se refuerza en el aprendizaje elemental de las artes gráficas y en las arengas emitidas en la plaza del pueblo, como paso previo a sufrir los embates del aparato represivo del Estado, marcando la transición que remueve el fondo de los lazos afectivos centrados en el instinto materno hacia un plano intenso y renovado: el de solidaridad comunitaria.

La objeción predecible de quienes aducen que esta obra se contrae a un alegato propagandístico de las posiciones afines al movimiento socialista de su tiempo pasa por alto un hecho sustantivo: el de la prosa diáfana en que el autor despliega su maestría narrativa que, por encima de cualquier juicio extraliterario, atrae para sí la estima de la posteridad.

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