Las posibilidades de Alicia

By on septiembre 21, 2018

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Adán Echeverría

Desde el semen es de donde contaré esta historia. Porque sólo desde su grumosa sensación entre los dedos es de dónde puedo hablarles de lo que ha sido Alicia. Por todas esas veces que he mirado sus muslos impregnados de semen, los vellos púbicos endurecidos como alambres mientras retozamos desnudos en la cama. Porque mi vanidad y mi soberbia eran mi mayor orgullo, hasta que conocí a Alicia y comenzó la debacle.

Llegó a mi cuerpo, a mi almohada, a mi regadera, para meterse dentro de mi costillar y ya no salir. Y aquel ego que quería tanto divertirse, terminó domesticado. Alicia, la de los dos mil mensajes diarios al móvil, la que buscaba pertenecer a mi cuerpo e inventaba nuevas formas para que mi semen terminara escurriendo en su garganta. Recostada en el sofá del departamento, mirando la televisión mientras espera que me bañe, cocinando huevos revueltos con ejotes para nuestros desayunos, pasados por boberías. Lenguas que no dejaban de jugar, una con otra, como en la dualidad del colibrí y la campánula en flor. O aquel jardín que solíamos dibujarnos cada amanecer.

Hace tres años que esta historia no termina de cuajar en mi cabeza, y me empeño en hablarles de mí, cuando debería hablar del coño salvaje de esta mujer de pezones oscuros que tanto odio pudo despertar en mi cuerpo. Por sentirme prisionero de su aroma, de su constante búsqueda. Porque saberse dueño de una mujer crea odio. Y en la adulación de la mujer me fui convirtiendo en víctima.

Quería ser tan amante para que no tuviera nada que reclamar. Y la tuve: era mi posesión, mi esclava. Intentaba hacerme a un lado, esconderme, decirle que se detuviera, que me diera espacio. Pero ella mantuvo firme su ideal de ser solo para mí, y de que yo fuera solo de ella. Alicia, presa de la desesperación si no contestaba el móvil. La encontraba siguiéndome por la ciudad. Su caminar de gato por los techos de mi apartamento, su correrme a las mujeres que levantaba en los talleres literarios, perseguirme en avenidas, carro contra carro. Mis manos en su cuello y su sonrisa que continuará ajándome el recuerdo.

Al inicio, parada sobre el colchón, y yo besando la rosada vulva, tocaba el techo con las uñas de las manos: “No dobles las rodillas,” le dije, “agárrate, trata de permanecer con las piernas abiertas mientras mi lengua se mete entre tus pliegues, intenta no doblar las rodillas. A ver cuánto tiempo aguantas.”

La primera vez la vi sentada en esa banca de cemento bajo el árbol de naranja agria en la puerta de la casa de sus padres. Trepada en mi carro rumbo al bar. Sonreía mientras yo intentaba descubrir cuál sería el mejor disfraz para esta cacería. Aquellos días habían regresado —me había vuelto a divorciar—, y era necesario pisar con decisión las calles de una ciudad que no tuvo agallas para devorarme. Mi tercera esposa se había alejado, dejando tras sí aquella estela de insultos y demandas; qué mejor que volver al juego, quitarme el estigma del matrimonio, y sacar lo depredador con que tan bien me sentía.

– ¿Un café?

– Que sea mejor una jarra de cerveza.

– ¿Sólo una?

Entonces supe que no sería presa fácil de la borrachera.

Volví a aferrarme a la soltería, dispuesto a no caer con lagrimitas y caprichos de ninguna mujer. Un ‘Pasa por mí a las diez’ era todo lo que necesitaba. Y las redes sociales con ese catálogo de mujeres en espera de la palabra que consiga mirarlas en la cuarta dimensión. Muchas se ofendían –Puedes irte al diablo–, bloqueas y pasas al siguiente perfil, la siguiente mujer de sonrisa de libélula y ojos de salamandra que se agitan dentro del paisaje. ¿Para qué sentirte despreciado si siempre habría otra para anotarse una sonrisa? Un “Está bien, acá te dejo el número del móvil” es todo lo que se necesita.

Alicia no tuvo oportunidad. Fue un mensaje de texto: ‘Soñé contigo. Te escribo para saber si está todo bien’. Lo escribía como fórmula, lo enviaba a un sinnúmero de posibles oportunidades. Recordaba esas comunas de producción de quesos que, para evitar endogamia, se pasan El Catálogo con fotos de mujeres y hombres jóvenes en edad reproductiva que viven en otras comunas de la región. Al lado de cada foto, un párrafo biográfico expone las características y aptitudes de cada persona ofertada. El padre de familia al que llega El Catálogo escoge a mujer u hombre con quien buscará emparentar a su hijo o hija. Así las redes sociales: una posibilidad, una oferta para derramar el semen.

No era el único que asumía las irresponsabilidades de la fácil conquista. Me reconocía un pobre individuo que apenas utilizaba el uno por ciento de su encanto. Así conocí a Alicia. Tuve la osadía de enviar el mismo mensaje por conversación privada –’Soñé contigo. ¿Está todo bien?’– a quince chicas, quizá más. Envías el primer mensaje, lo copias, y vas mandándolo a las demás: Antiguas amantes, chicas que parecen agradables, ex novias de otros compañeros, mujeres con alguna foto de perfil que deje claro su deseo de ser admiradas; la vanidad en cada pequeña mueca; la mirada que planea hacia los confines de la nube de datos. Mujeres enteras sin edad. Las posibilidades de Alicia fueron, y son, enormes. Debí darme cuenta. Si no resultaba atractiva, no había problema; sólo me la pensaba coger y dejar de verla.

Alicia me esperaba como una gata de garras traslúcidas, agazapada, dispuesta a devorarme. Si la luz mercurial de la calle donde la vi por vez primera no hubiera estado parpadeando quizá la oscuridad intermitente fuera motivo suficiente para que esos muslos alargados, zapatos azules de tacones de siete centímetros, se hicieran necesarios para esconderme en el féretro del deseo y huir.

La neblina de la lujuria fue más rápida. Alicia estaba rebosante de intenciones, y su aura era una tonalidad azul que quemaba. Cuando me miró, se levantó de la banca de cemento; metí un frenón al volcho que traía. Ella soltó esa pequeña risa que fue a estamparse sobre el parachoques.

– Llegaste- y se montó en el asiento del copiloto. Siempre fui un imbécil para las citas.

– No sé cómo salir de este barrio– alcancé a decir mientras la veía y pensaba: “Por favor, desnúdate, pero no te quites los tacones.”

Mi tercer matrimonio no pudo terminar de mejor manera. Vete, y Adiós, suficiente para dos personas que se habían equivocado de principio a fin, que no tuvieron tiempo de pasar por los errores cotidianos de condolerse el uno del otro; ni para “Ya no te quiero,” o para “Por mí, vete a la chingada.” En menos de dos años nos habíamos aburrido de ser felices. El amor se fue gastando como el tapete de Bienvenidos, tantas veces pisoteado. Hubo gritos, ruidos nocturnos, y alguna vez (o varias) tuvo que venir la policía a golpearnos la puerta en medio del escándalo, aquello que empezaba con Tus uñas en mi rostro, Mis manos en tu cuello, siempre concluía con una bien armada felación, el chorrear de su vagina y mi bigote enredado en los rizos de su sexo. Cuando gritaban “¡Abran la puerta!” se sacaba el miembro, fruncía la boca, y metida dentro de alguna camisa mía, a veces raída por la lucha, se acercaba a la entrada.

– ¿Qué pasa?

– ¿Está bien, señora? Reportaron que algo terrible le estaba ocurriendo. ¿Puede usted abrir para ver que todo marcha bien?

Mi ex esposa se asomaba (impregnada de ese lubricante olor que antecede a la eyaculación)

– Todo bien, oficial. No se preocupe.

– ¿Puede usted llamar a su esposo? Son cosas de rutina, usted comprende.

Y yo tenía que meterme en el pantalón de mezclilla para continuar con la comedia de la pareja feliz.

Se lo conté a Alicia, y nos reímos.

Lo terrible vino después. Cuando a mi ex esposa le contaron que yo había vuelto a perseguir mujeres. Comenzaron a llegar los citatorios, las solicitudes del juzgado para dividir los bienes. Me fui quedando seco. Abandonado como una hoja amarillenta en los cajones del escritorio. Me acerqué a casa de esta nueva mujer que pasea sus largas piernas, su delgado cuerpo enfundado en ese vestido negro de tirantes, que se ha subido a mi carro. Paladeaba sus palabras, pensando detenerme en el movimiento de sus labios. Intentando meterme a la conversación. Apenas la punta de lengua que asoma por sus labios subía y bajaba afuera de su boca, como un dragón que sale de la cueva, temeroso de volar. La boca de Alicia, su lengua perseguida por mis ojos:

– Y si en vez de un café, vamos por cerveza.

Sus ojos se mantenían sobre la calle. No quise darme cuenta de su negra profundidad, como si caminar al pantano fuera algo necesario. Nos bebimos tres jarras, platicamos y reímos. Apenas la rocé para sentir su hermoso salivar entre mis dientes. Le tomé la cintura, me untó el muslo derecho sobre los genitales. Eché atrás la cadera, para evitar que sintiera mi erección, ella bajó la mano, rápida, para atraparla. “Ha sido buena la noche,” dijo. Se arrastró por mi cuerpo como una cobra. Entre la cerveza que me subía a los ojos, y el calor que giraba en mi sangre, comenzó el infierno.

Alicia y sus actitudes de hembra poderosa, de reina del porno, de diosa sexual; se metía mis huevos a la boca y los ensalivaba, protegiéndome de aquel mal que algunos llaman amor. Sus largas piernas, apuntando la lengua dentro de su coño… Tuve que reconocerlo: de blanco nos hemos cubierto tantas veces el cuerpo con este semen mío. Su boca tan llena de mi semen: “Trágalo, nena, trágatelo todo.” Alicia tocaba el techo, parada en el colchón de la cama, y el reto era que no doblara las piernas mientras le chupaba el clítoris y la hacía correrse.

Mi ex esposa siempre dijo que yo era hombre poderoso, pero no éramos felices. Alicia, con sus dedos, sus ojos, y su culo, sabía arrancarme el semen. Supo entregarse y contenerse con esa rítmica forma que tiene toda experta. En esa primera salida, parada en el colchón, yo metiendo el rostro entre sus muslos, sentí en la punta de la lengua la gota que preludiaba el diluvio de su orgasmo. Sus jugos cayeron sobre mí, bañándome como un cordero, y entonces dobló las piernas, cayó sobre mi rostro; giró sobre su culo y buscó mi pene para metérselo a la boca, para comenzar a chuparme de tal forma que arrancó de mi interior aquella semilla que llevaba meses guardando en los testículos.

–Me voy a acostumbrar. Tienes que entenderlo.

Estaba perdido. Mis días ya no pueden conducirse sin Alicia dentro de mi cuerpo. El tiempo se volvió remolino.

Alicia se quedó con todo: la casa, mis libros, mi dinero. Era yo su pertenencia, su objeto, su cachorro, su posesión. Debí salir huyendo, alejándome de aquella vida. ¿Quién escapa de una mujer que quiere verte todos los días, que quiere dejar que la penetres en la forma que a ti se te ocurra? Todo es sobrevivir entre sus muslos. Los días solo fueron sexo, hasta convertir mis fantasías en realidad; como la vez que llegó a casa con su prima Alejandra y me enseñó aquello de poseer a dos mujeres: «Nadie te va a consentir como yo, y aún así pretendes que me vaya. ¿En verdad quieres dejarme?»

Envejecimos de lujuria. Bajó su adrenalina y Alicia comenzó a quitármelo todo. Como la reina del porno en que la fui elevando, fui cediendo; ella fue tomando las decisiones sobre nuestra relación. Yo le hubiera dado hasta la tumba de mis padres, porque los días fueron desapareciendo y mi hogar se volvió la pequeña prisión para los besos de Alicia.

Tres cosas ocurrían cuando estaba en casa: cogíamos, dormíamos, y cocinaba algo delicioso para mí. Cuando quise salir a la calle sin ella, me di cuenta que no iba a suceder: Las salidas eran con ella y del brazo. Si yo insistía, Alicia se paraba frente de la puerta, comenzaba su danza erótica, se ponía de rodillas y me la chupaba de forma tan furiosa, que perdía la fuerza para querer quitarla de mi camino. En alguna ocasión quise ser violento pero, a pesar de las cachetadas, de los empujones, Alicia se lanzaba sobre mí, sin importar si estábamos a solas, o a media calle. Yo tenía siempre las de perder. «No te dejaré, entiéndelo».

No supe ni en qué momento me volví su prisionero. Dejé de trabajar. Alicia se hacía cargo de todo. Qué puede necesitar un semental más que comida y sexo. Ella lo sabía. Me alimentaba y me daba el sexo que necesitaba. Llegó a casa con su prima Alejandra y supe que lo único que necesitaba era tenerla cerca de mí, estar para ella. «Qué otra cosa quieres, qué necesitas más que a mí, no hay nada que necesites».

– Quiero salir.

Alicia se reía con ternura y me ofrecía uno de sus negros pezones para que yo mordisqueara, como si se tratara de un crío.

– Tienes internet para que veamos pelis, abrazados; controla y decide lo que veremos; será lo que tú quieras. Siempre te cocino, arreglo la casa, te cuido, te visto, te baño, te cojo, y puedo darte cualquier fantasía sexual. Te traje a mi prima para que te la cojas, mientras yo filmaba. ¿Dónde encontrarás una mujer así?

Tenía razón; sin esforzarme lo tenía todo. Me ayudó a impartir conferencias virtuales. La libertad era solo un recuerdo. A la semana de nuestra primera cita, de haberla encontrado sentada bajo ese árbol de naranja agria, Alicia se metió a mi casa.

Al llegar la vi adentro: me había cocinado pasta y vestía un delantal. Yo volvía de un taller literario. Me dijo que le pidió ayuda a un cerrajero para entrar.

La madrugada que me amarró a la cama, y me dejó amarrado toda la mañana, entendí que había cambiado las chapas. No tenía llaves de mi propia casa, ella lo controlaba todo. “Podría envenenarte si quisiera, ¿te das cuenta?” me dijo.

No había escapatoria. Me la topé carro contra carro; me alcanzó e hizo que me estacionara, bajó a golpes a aquella alumna a quien había convencido para que me acompañara al hotel. Nos propuso un trío mientras lloraba y acusaba a la mujer y a mí. La chica no aceptó y Alicia la bajó del carro: tomándola del cabello, la tiró y comenzó a patearla. Cuando quise intervenir, sacó un cuchillo y me dijo que volviera al carro. No tuve opción.

Se subió al auto. Tuve que manejar a casa con la punta del cuchillo en mis pelotas. Seguía llorando y me pedía perdón. Yo estaba asustado. Entramos a casa y me lanzó a la cama. Comenzó a besarme. Le decía que me dejara en paz, que no diría nada, pero tenía que irse. Me ató a la cama. Se desnudó, y se metió a mi cuerpo. Me cogió como nunca, llenándome de sus líquidos, sus mocos y sus lágrimas. No quiso soltarme, ni aunque en la madrugada le suplicara “Tengo frío”. Se abrazó a mi cuerpo. «Siempre. Soy tu mujer, y haré todo por ti. No volverás a trabajar. Voy a mantenerte.»

Mis días de lobo solitario son memoria vieja. Cambió mis contraseñas y mis redes sociales se volvieron una extensión de su cuerpo. Alicia es tu esclava, es tu dueña, te ama, te cuida, está cerca de ti. Alicia es el portal para que alguien te visite.

Las mujeres de El Catálogo se alejaron, dejaron de hablarme, visitarme, dejaron de saber de mí. Siempre fui solitario, a nadie preocupó no verme más.

Si quisiera escapar, Alicia me cortaría los huevos; no piensa matarme, sólo dejarme inservible para otra mujer.

Alicia lo puede todo, ha crecido dentro de mi cuerpo y la memoria y la respiración…

– Aún tengo hambre de ti; apaga todo y quítate la ropa.

No queda más que obedecer.

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