Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – XXI

By on agosto 5, 2021

VIII

1

Hunac Kel y sus amigos regresaron de cacería con la luz desfalleciente de la tarde. Estaban contentos porque habían cobrado excelentes piezas, entre ellas venados, jabalíes y conejos; traían también un pavo montés, o kutz, que cazaban desnudos. Flechar al pavo de monte en cueros era una antigua superstición que los cazadores observaban al pie de la letra.

En esta ocasión, ya habían concluido la jornada cuando Hunac Kel, con la portentosa vista de sus veinte años, columbró, entre los árboles del monte alto, a uno de estos animales de rutilante plumaje y carne deliciosa.

–¿Lo vas a cazar? –le preguntó uno de sus hombres.

–¿Por qué preguntas? –dijo el rey–. ¿Lo quieres tú?

–No, en absoluto –respondió el otro–. Yo no me desnudaría ahora por nada del mundo. Sólo quiero llegar a casa y echarme a dormir.

–Muy bien, yo lo cazaré –dijo Hunac Kel al tiempo que se desnudaba de toda su vestimenta–. Hace tiempo que no como de esa sabrosa carne.

Sus compañeros, observando el musculoso cuerpo del rey, enmudecieron de envidia. Ellos eran dueños de cuerpos atléticos, sin duda, pero ninguno como el del gran jefe, que nadaba a diario en alguno de los veinte cenotes de Mayapán y que caminaba largas distancias de mañana por el solo gusto de ejercitarse.

Hunac Kel ascendió a zancadas por una empinada cuesta hacia el monte alto, hábitat del kutz, donde pocos se aventuraban a llegar; aquí sólo reinaba el silencio con su paz de siglos y la eterna cantaleta de la cigarra.

El joven soberano se sentía fuera de este mundo y de todos los mundos. Quizás este silencio tan vasto fuera el mismo que adormecía a los espíritus libres que holgaban bajo la sombra de la Gran Madre Ceiba reservada por los dioses a los hombres buenos. «Y tal vez este mismo silencio imperaba–meditó Hunac Kel– el día en que fueron creados nuestros primeros padres, cuando por disposición del Corazón del Cielo se juntaron en la noche eterna los Progenitores para tratar aquel vital asunto, y llamaron a la abuela Ixmucané, envejecida de siglos pero todavía dueña de una lucidez asombrosa; y ella molió los granos de las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas e hizo nueve bebidas que entraron en la composición de los músculos y el vigor de nuestros primeros padres…»

El grito del kutz lo sacó de sus cavilaciones: «Está cerca –intuyó–: puedo sentir su olor.»

Se movió a prisas con el arco enhiesto y la flecha dispuesta, perdiéndose de vista de sus compañeros, que ya no miraron más aquel cuerpo membrudo al que Kin, el gran sol, le había regalado un bronceado de playa. Se detuvo ante un claro de la selva y miró al kutz, que no era otra cosa que el espejo del sol reflejado en la plenitud de aquel plumaje coruscante que se tornasoleaba con la luz de la tarde. La flecha viajó en el tiempo y fue a alojarse entre las plumas jaspeadas, en la carne tibia y en el corazón del ave magnifica. El pavo ensayó un disparatado revoloteo antes de caer, abatido en un temblor de muerte.

De regreso, Hunac Kel levantó la presa en todo lo alto para presumirle a sus compañeros, y procedió a vestirse.

–Ahora sí vas a comer sabroso –dijo uno de ellos –, seguramente aderezará al pavo Ix Nahau Cupul, la mejor cocinera del palacio.

–¿Nos convidarás con un pedacito? –dijo otro.

–No con un pedacito, sino con todo un plato rebosante de carne –rio el rey–. Vosotros sois mis invitados y comeréis hasta hartaros…

Los jóvenes cazadores regresaron a Mayapán de muy buen humor: por el camino bromearon y recordaron historias viejas y nuevas; por ejemplo, la vez, algunos años atrás cuando, volviendo de una cacería, Hunac Kel había estrangulado con sus solas manos a una serpiente que amenazaba con escabecharse a unos niños que, inocentes, jugaban a un lado del camino:

–Los dioses me iluminaron –dijo el rey– pues me percaté a tiempo de la presencia de la culebra y pude eliminarla.

–Lo extraordinario de todo esto –señaló el capitán 7-Tecolote, viejo amigo de Hunac Kel– es que la mataste con las manos desnudas.

–No había tiempo para disponer la flecha y el arco, y no llevaba mi cuchillo en el cinto. Sólo me quedaban las manos.

–Materialmente la destrozaste –dijo 7-Tecolote– y los niños salvaron la vida. Éramos unos muchachos entonces. Tú ¿qué edad tendrías? ¿Doce? ¿Trece años?

–Creo que catorce, pero eso ya no importa.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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