Letras
Joel Bañuelos Martínez
“¡Arriba Chilapa, tierra de hombres! Sin agraviar a los presentes…”
La frase corresponde al saludo de un paisano que Bravonel conoció en la empresa en la que trabajó por más de tres décadas: su amigo Leonardo “Leo” Uribe Castellanos, precisamente nacido en Chilapa, pequeño poblado situado entre El Tamarindo y el crucero de Mexcaltitán, por la carretera México 15, cercas de Peñitas y perteneciente al municipio de Rosamorada.
Bravonel, desde su salida del pueblo, siguió regresando periódicamente, y la verdad es que nunca pudo deshacerse del cordón umbilical que lo sigue uniendo a la tierra que lo vio nacer. Así que constantemente viajó, aprovechando el descanso, los festivos, o de plano las vacaciones. No faltó el pretexto para, de vez en cuando, echar la vuelta y no desprenderse de sus orígenes.
Aconteció un día que paseaba por las calles de Ruíz. Eran como las cuatro de la tarde por la carretera al oriente, cuando al pasar por la gasolinera oyó una voz conocida que le decía:
-¡Quiúbole, vale! ¿Cuándo llegaste?
Era su amigo Mario “Marichi” Canales Arellano, con quien trabajó en la Panadería La Olímpica, que un día estuvo ubicada por la calle Veracruz, esquina con Constitución, propiedad de Ausencio “Chencho” Canales, su hermano, hijos los dos de don Chabelo “El Diablo” Canales. Dicha panadería estaba en un inmueble en forma de escuadra que disponía por dentro de un largo andador y tres grandes cuartos en donde el dueño almacenaba sartas de tabaco ya seco; la parte de la esquina la rentaba a los Canales para su negocio de pan.
-¡Llegué ayer en la tarde! -contestó Bravonel, mientras Mario abastecía de combustible la camioneta de redilas cargada de entregas de pan.
-¡Vamos a Chilapa, súbete!
-¡Vamos, pues! ¿Habrá dónde comer algo?
-¡Pues mira, vale, hay una cantina en la entrada y sirven buena botana!
Pagó Mario la carga de gasolina y arrancaron rumbo al poniente; el sol estaba arriba del cerro de Peñas.
Entraron al Vado de San Pedro y visitaron tres tiendas, luego llegaron a Peñas y surtieron otras tantas entregas; tomaron la carretera internacional, pasaron El Tamarindo y llegaron a su destino. En efecto, a escasos metros de la entrada, al lado derecho, estaba una casa de ladrillos sin enjarre, con una fresca ramada de lámina de asbesto y palmas de cocotero; varias mesas de madera con cuatro sillas cada una, y la música de una rocola que se confundía con el barullo de los parroquianos que abarrotaban el lugar. El olor a pescado frito hacía una cordial invitación a Bravonel.
-¡Ira, vale! Yo voy a tardar buen rato en hacer las entregas. Espérame aquí ¡y en cuanto me desocupe llego por ti!
-¡Tá bueno, aquí te espero! -contestó Bravonel, mientras se dirigía a la fresca sombra.
Al momento se acercó el mesero, que amablemente le ofreció una silla y le preguntó qué deseaba tomar. El acalorado visitante pidió una cerveza que ya venía en camino. Un hombre como de cuarenta años le saludaba de la mesa vecina; lo acompañaba una señora de más o menos la misma edad y una joven como de veinte años.
-¡Salud! -dijo el señor, mientras levantaba su cerveza en señal de brindis. La señora y la joven hicieron lo mismo.
El cantinero llegó con otra cerveza y un plato de camarones cocidos y otro con trozos de pescado frito, en eso el señor de sombrero se levantó y se dirigió hacia la mesa de Bravonel, llegó y le extendió la mano en un saludo tan efusivo que Bravonel sintió que lo sacudía.
-¡Véngase con nosotros, pa’ que no esté tan sólo, a los chilapeños nos gusta hacer amigos! ¿De ónde viene?
-¡Soy de Ruíz, pero trabajo en Sinaloa y ando de vacaciones!
El mesero le llevó los platos a la mesa del anfitrión y allí le destapó otra cerveza, mientras el señor se presentaba:
-Mi nombre es Andrés Valtierra, ella es mi esposa Angelina, y mi entenada, que es como mi hija, Esthela.
Luego de las presentaciones vino la amena plática. Andrés refirió que tenía algunas tierras, algo de ganado y que, aunque él no pudo tener hijos, su esposa y su hija eran su felicidad y su razón de ser; que le gustaría un día tener un buen yerno que hiciera feliz a su hija, y que fuera hombre de campo y le gustara la siembra y los animales.
Por su parte, Bravonel le contó toda su historia… Bueno, ¡casi toda! Solamente omitió que era casado y tenía dos hijos.
Esthela reía y en sus mejillas aparecían un par de hoyuelos que hacían más adorable su sonrisa, mientras apretaba la mano del pillo de Bravonel que ya comenzaba a sentirse en familia. Además, por culpa del bullicio y el alto volumen de la música, le tenía que platicar en el oído a la joven, que con el roce y cercanía de las mejillas poco a poco se encendían y como que subían de temperatura.
Una canción romántica se dejó oír en la rocola y Andrés y su esposa se levantaron y empezaron a bailar. Un joven en avanzado estado de ebriedad se acercó a la mesa y dijo:
-¿Bailamos, Esthela?
-¡Ay, Vicente, mi amigo me acaba de pedir lo mismo! ¡Discúlpame!
El muchacho se encogió de hombros mientras Esthela tomaba la mano del recién llegado bribón, que no tuvo más remedio que sacarla a bailar. La tarde caía y Mario seguramente estaba por llegar. Siguieron dos piezas más de corte romántico y la música, la tarde, la algarabía, junto con la amabilidad y la osadía, hicieron lo suyo: una mirada y la sonrisa, dos mejillas cercanas fueron cómplices de un beso robado. ¡Bueno, ni tan robado! Más bien fue gratamente otorgado, ante la complacencia de unos padres que también bailaron mientras se besaban.
-¡Ámonos, vale! -fueron las palabras que pusieron fin al encanto. Allí estaba Mario, sudoroso luego de haber recorrido el poblado.
-¡Tómate una cerveza, panadero! -dijo Andrés, mientras volvían él y su esposa a tomar asiento.
-¡No, gracias, me hace daño lo helado! -contestó Mario, que seguía de pie.
Bravonel le pidió la cuenta al mesero y Andrés le quitó la intención, mientras hacía una seña como si escribiera en el aire.
-¡Apúntalo en mi cuenta, vale!
-¡Me tengo que ir pero volveré!- Dijo Bravonel al despedirse.
-¡Te esperamos pasado mañana, vamos a matar un puerco! ¡Vénganse temprano, panadero, y llévame a este muchacho a la casa! ¡Están invitados!
Bravonel agradeció las atenciones y se despidió, prometiendo volver; subió a la camioneta de Mario, mientras una joven y sus papás agitaban sus manos diciendo adiós.
-¡Nos vemos el domingo! -gritó Bravonel, mientras Mario reía sarcásticamente.
Tomaron la carretera de regreso. La noche caía. Adelante, hacia el sur, se veían las luces del cerro de Peñas.
El domingo no ha llegado; ya pasaron tres décadas.
Cada que pasa Bravonel por ese crucero, mira hacia el poblado: ya no está la cantina, ni rastro queda de la fresca ramada. Una sonrisa aparece de pronto, haciendo remembranza del pasado e imaginando una abuela llena de nietos que a lo mejor guarda en su memoria una tarde que seguramente fue para ella también muy agradable.
Esta historia no la sabe mi paisa Leo, quien sin duda alguna sonreiría diciendo: “¡Arriba Chilapa, tierra de hombres! Sin agraviar a los presentes…”